Entrenamiento para vendedores. Gabriel Jaime Soto
Sabía que su hijo lo estaba esperando para que le explicara un problema de álgebra y que estaba impaciente por su retraso. Cerró el computador, organizó los papeles que tenía sobre el escritorio, abrió el cajón donde guardaba una colección de plumas estilográficas y lapiceros. Tenía la costumbre de escoger uno distinto para cada cita. Era parte de un ritual que había asumido desde joven. Aunque casi todas las tareas de su trabajo las hacía en su computador o las escribía en su tablet, cuando estaba frente a un cliente no cambiaba por nada del mundo la sensación de hacer trazos en una hoja de papel. A Andrés le gustaba probar cómo las plumas estilográficas se acoplaban a sus dedos, cómo se deslizaban por el papel, cómo mejoraba su caligrafía con uno o con otro, y cómo le imprimían mayor agilidad en los trazos. Incluso creía que eran su talismán y que de la selección que hacía dependía parte del éxito de la visita al cliente.
Andrés era uno de esos vendedores que para explicar sus propuestas hacen gráficos en una hoja, escriben a medida que exponen y dejan constancia en el papel de los acuerdos a los que llegan con su comprador. Para él ese ejercicio de escritura era la huella de sus palabras, una manera de hipnotizar al cliente y de llevar el hilo de la exposición.
A pesar de su afán, Andrés tomó una hoja en blanco y ensayó un costoso lapicero que su esposa le había regalado en la última Navidad. También hizo algunas líneas con uno delgadísimo que había usado para firmar el contrato de vinculación a la compañía y, por último, escribió su nombre con la pluma que había heredado de su padre. Decidió que llevaría el lapicero regalo de su esposa. Abrió el maletín y, mecánicamente, sin orden alguno, puso en los bolsillos los informes que tenía sobre el cliente, la propuesta que llevaría, el termógrafo, su teléfono móvil y el lapicero.
Al llegar a casa, y después de una rápida comida familiar, Andrés dedicó un rato a explicarle a su hijo cómo resolver el problema de álgebra. Para hacerlo, utilizó el lapicero que había seleccionado para la visita. Cuando resolvieron la ecuación, se fue a la cama. Allí, repasó mentalmente la propuesta que le haría a su cliente, imaginó las objeciones que este podría hacerle, pensó cómo se sorprendería cuando le entregara esa información que había preparado para regalarle como valor agregado a su visita y, finalmente, se durmió.
La cita era a primera hora del día. Andrés Prieto solo tuvo tiempo para un baño rápido y un desayuno con cereal que el mismo preparó.
—¿Qué me falta? ¿Qué se me olvida?...A ver…a ver… nada —dijo en voz alta y mirando a su alrededor. Mientras terminaba el desayuno pensó que algún día debía diseñar una lista de verificación para no olvidar algo antes de una reunión. “Algún día… cuando tenga tiempo”, se dijo.
Al llegar a la visita, la secretaria, sin esperar un saludo, le dijo:
—Don Andrés, buenos días. El ingeniero lo está esperando en la planta…
—Gracias, Marta —le respondió Andrés. Luego buscó con la mirada, en la planta, al ingeniero Vásquez y se dirigió hacia él.
—Buenos días —dijo Andrés, tendiéndole la mano a Vásquez, jefe de planta de una de las principales empresas manufactureras del país.
—Hola, Andrés, ¿cómo van los negocios? —le preguntó Vásquez mientras levantaba el auricular del teléfono y le decía a su secretaria que por ningún motivo fuera a interrumpir la reunión. Andrés sintió que la visita comenzaba bien y que en ella lograría tener toda la atención del cliente.
—Bien —respondió—, este año comenzó con buenos pronósticos, hay optimismo con relación al tema económico y eso nos ha favorecido. ¿Ustedes también lo sienten así?
—Sí. Sin embargo, la situación política no es la mejor, tantas discusiones y controversias…la polarización del país puede hacerle daño al contexto económico y debilitar el ambiente de los negocios. Pero, en fin… ¿qué hay de nuevo bajo el sol en la comercialización de energía? ¿O es que acaso me va a cambiar los cables por los que llega la electricidad a la empresa? ¿Inventaron algo nuevo?
—No, yo le voy a ayudar a optimizar la energía que está llegando a su compañía. Por ejemplo, el mayor consumo ocurre cuando ustedes encienden las máquinas a las ocho de la mañana, y esa hora es la de mayor costo para nosotros. Si encienden las máquinas a las siete de la mañana, les voy a dar un precio diferencial para esa hora, ahí economizarían un dinero importante. Segundo, voy a medir el nivel de aceite de los transformadores; si es el adecuado, su consumo es adecuado, si no, están consumiendo más energía de la necesaria. Tercero, les voy a ayudar a optimizar hasta el último kilovatio hora mes midiendo el calor de los cables. Como bien sabe, los cables de las máquinas presentan fatiga por resistencia de materiales y van perdiendo sus propiedades de conducción…cambiar un cable, con un costo determinado, puede ahorrarles muchos kilovatios de energía. Para esto, vamos a tomar un cable y con un termógrafo vamos a medir el nivel de calor…miraremos el desgaste del cable, para saber si es necesario cambiarlo o no…
Andrés abrió su maletín, tomó el termógrafo y una hoja en blanco para graficar su explicación. Cuando miró el bolsillo donde había guardado el lapicero, notó que este no estaba. Por su mente pasaron los recuerdos de la noche anterior y, entre ellos, la ecuación que estaba a punto de resolver. Vio las imágenes de su mano poniendo el lapicero sobre el escritorio, al lado de la calculadora de su hijo.
—Lo dejé…Dejé el lapicero —pensó, mientras el ingeniero Vásquez esperaba la explicación. —Y tampoco traje la tablet…—se lamentó mentalmente y le dijo al cliente disimulando su turbación:
¿Tiene un lapicero para prestarme? Dejé el mío.
—Sí, claro. Por aquí debe haber alguno…— Vásquez buscó en los anaqueles y repisas donde se guardaban los reportes de las máquinas pero no encontró ninguno —. Ya vengo, traeré uno de mi oficina.
Diez minutos después no había regresado. Desde la planta, Andrés veía cómo Vásquez saludaba y conversaba animadamente con otras personas. Al cabo de un rato, el ingeniero regresó apurado, buscó en un archivador algunas carpetas. Parecía como si hubiera olvidado la presencia de Andrés. Este, a la expectativa, permanecía en silencio, esperando la oportunidad para retomar su explicación. Para no olvidar en qué punto la había interrumpido, repetía mentalmente: “le voy a ayudar a optimizar hasta el último kilovatio hora mes así…hasta el último kilovatio hora mes…”. De repente, Vásquez recordó que el vendedor estaba allí y le dijo:
—Andrés, ¡qué pena…! pero el vicepresidente me necesita con urgencia en una reunión y me está esperando afuera —y mientras caminaba hacia las oficinas agregó—: Por favor, envíame tu propuesta por e-mail…y discúlpame, tengo que irme.
Mientras recordaba el lapicero que había dejado sobre el escritorio de su hijo y el cajón donde guardaba su colección de plumas y bolígrafos, Andrés pensó:
—Sí, definitivamente tengo que hacer una lista de verificación.
Testimonios de éxito
Llevo para la visita al cliente todo lo que necesito. La presentación la tengo en el computador portátil, pero me gusta llevar una copia adicional en una memoria, por si algo pasa. Entonces, grabo la presentación en una USB. Cuando llego a la reunión, me dicen que debo hacer mi exposición en la sala de reuniones, utilizando el proyector y el computador de la empresa a la que estoy visitando. No es posible desconectar ese computador para conectar el mío, porque aquél es algo así como “un solo sistema integrado”. Saco mi USB e inicio la presentación. La visita es un éxito. Salgo de la reunión pensando: “Qué tal que no hubiera llevado mi USB”… y recuerdo que la llevé porque, la semana anterior a esta visita, hice por primera vez una lista de verificación y la estoy revisando siempre, antes de cada cita. Si no fuera por ese hábito,