El escándalo Lemoine. Marcel Proust

El escándalo Lemoine - Marcel Proust


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de procurarse un salón donde el ornamento más llamativo lo encarnen tal vez sus rivales? ¿Acaso no la convierte esto en una santa? ¿No se merece esa parte, que tanto le ha costado, de paraíso social? La marquesa —una Blamont-Chauvry, emparentada con los Navarreins, los Lenoncourt y los Chaulieu— iba tendiendo a todos los recién llegados esa mano que Desplein, el mayor sabio de nuestra época, sin exceptuar a Claude Bernard, y que había sido discípulo de Lavater, calificaba como la más profundamente calculada que había tenido la oportunidad de examinar. De pronto, la puerta se abrió ante el ilustre novelista Daniel de Arthez. Sólo un físico del mundo moral poseedor a la vez del genio de Lavoisier y de Bichat —el padre de la química orgánica— sería capaz de aislar los elementos que componen la sonoridad especial de los pasos de los hombres superiores. Si hubieran oído ustedes resonar los de Arthez, se habrían estremecido, pues sólo un genio sublime o un gran criminal podía caminar así. Pero ¿no es el genio una especie de crimen contra la rutina del pasado que nuestro tiempo castiga más severamente que el crimen en sí, puesto que los hospitales donde mueren los sabios son más tristes que cualquier presidio?

      Athénaïs rebosaba alegría al volver a ver en su casa al amante que esperaba arrebatarle a su mejor amiga, de ahí que estrechase también la mano de la princesa, guardando aquella calma imperturbable que poseen las damas de la alta sociedad, incluso en el preciso momento en que te clavan un puñal en el corazón.

      —Me alegro por usted, querida, de que el señor de Arthez haya venido —le dijo a la señora de Cadignan—, y tanto más por la enorme sorpresa que va a llevarse, pues no sabía que usted estaría aquí.

      —Sin duda esperaba reunirse con el señor de Rubempré, cuyo talento admira —respondió Diane con una mueca melindrosa que escondía la ironía más mordaz, pues era obvio que la señora de Espard no perdonaba que Lucien la hubiera abandonado.

      —¡Ay, querida! —respondió la marquesa con sorprendente soltura—, es imposible retener a ese tipo de personas. Lucien correrá la misma suerte que el pequeño de Esgrignon —añadió, dejando atónitos a los allí presentes con la infamia de aquellas palabras que eran como dardos envenenados para la princesa. (Véase El gabinete de antigüedades.)

      —¿Ha dicho el señor de Rubempré? —preguntó la vizcondesa de Beauséant, que llevaba desaparecida del mundo desde la muerte del señor de Nueil y que, como acostumbran las personas que han vivido en provincias durante mucho tiempo, estaba deseando sorprender a los parisinos con una noticia reciente—. Sabrán que es el prometido de Clotilde de Grandlieu.

      Todos hicieron señas a la vizcondesa para que se callara: la señora de Sérizy no estaba aún al corriente de aquel matrimonio e iba a sumirse en la más profunda desesperación en cuanto se enterase.

      —Me lo han confirmado, aunque puede que sea falso —continuó la vizcondesa, que, sin comprender exactamente cuál había sido su torpeza, se arrepintió de haber sido tan explícita—. Lo que usted dice no me extraña —añadió—, pues ya me sorprendió muy mucho que Clotilde se enamorase de alguien tan poco atractivo.

      —Al contrario, nadie comparte su opinión, Claire —exclamó la princesa, señalando a la condesa de Sérizy, que estaba escuchando.

      Sin embargo, la vizcondesa, que ignoraba por completo la relación de la señora de Sérizy con Lucien, no podía interpretar el sentido de aquellas palabras.

      —Atractivo… —trató de corregir—, lo que se dice atractivo, no… ¡al menos para una jovencita!

      —Imagínense —profirió Arthez, antes incluso de haberle dejado el abrigo a Paddy, el célebre fámulo del difunto Beaudenord (véase Los secretos de la princesa de Cadignan), que permanecía inmóvil delante de él, como era característico en la servidumbre del Faubourg Saint-Germain—. Sí, imagínense —repitió el gran hombre con aquel entusiasmo tan propio de los pensadores y que suena tan ridículo en medio de los profundos disimulos de la alta sociedad.

      —¿Qué ocurre? ¿Qué hemos de imaginar? —preguntó irónicamente de Marsay, lanzando a Félix de Vandenesse y al príncipe Galathione aquella mirada de doble sentido, privilegio exclusivo de los que habían vivido durante mucho tiempo en la intimidad de la señora.

      —¡Siempre tan fueno! —saltó el barón de Nucingen, con la horrible vulgaridad de los advenedizos que creen hacerse notar e imitar a los Maxime de Trailles o a los de Marsay con las rúbricas más burdas—; tiene usted fondad; es el ferdaderro protector de los pofres en la Cámarra.

      (El célebre financiero tenía sus propias razones para estar resentido con Arthez, que no lo había apoyado lo suficiente cuando el que había sido amante de Esther había intentado conseguir en vano que recibieran a su esposa, de soltera Goriot, en casa de Diane de Maufrigneuse).

      —Famos, famos, señor, mi felicidad serrá completa si me considerra digno de saferlo. ¿Qué defemos imaginar?

      —Nada —respondió Arthez, muy oportuno—, estoy hablando con la marquesa.

      Y lo dijo en un tono tan pérfidamente epigramático que Paul Morand, uno de nuestros secretarios de embajada más impertinentes, murmuró:

      —¡No hay nada que hacer con él!

      El barón sintió un escalofrío por la espalda al verse burlado, y a la señora Firmiani le sudaron los pies dentro de las zapatillas, una de las obras maestras de la industria polaca. Arthez fingió no darse cuenta de la comedia que acababa de representarse, de una profundidad que sólo la vida de París puede ofrecer (lo que explica por qué la provincia ha dado siempre a Francia tan pocos grandes hombres de Estado) y, sin detenerse en la bella Négrepelisse, se volvió hacia la señora de Sérizy con esa terrible sangre fría que puede superar los mayores obstáculos (¿y qué son estos, para las almas nobles, comparados con los del corazón?):

      —Querida señora, acabamos de descubrir el secreto de la fabricación del diamante.

      —¡Ese asunto es un ferdaderro tesorro! —exclamó el barón, deslumbrado.

      —Pues yo creía que siempre los habíamos fabricado —replicó Léontine, inocente.

      La señora de Cadignan, mujer de buen gusto, se guardó de decir palabra. En su lugar, cualquier mujer burguesa se habría metido en la conversación exponiendo con necedad sus conocimientos de química. Pero la señora de Sérizy no había rematado todavía aquella frase que denotaba una tremenda ignorancia cuando Diane envolvió a la condesa con una mirada sublime que sólo Rafael habría sido capaz de pintar. Y, sin duda, de haberlo logrado, le habría dado una gemela a su célebre Fornarina, el más sobresaliente de sus lienzos, el único por el que los entendidos lo sitúan por encima de André del Sarto.

      Para comprender el drama que sigue y al que la escena que acabamos de narrar puede servir de introducción, son necesarias unas palabras aclaratorias. A finales del año 1905, las relaciones entre Francia y Alemania atravesaron un momento de gran tensión. Bien porque Guillermo II pensaba, en efecto, declarar la guerra a Francia o bien porque quería hacérnoslo creer a fin de romper nuestra alianza con Inglaterra, el embajador de Alemania recibió la orden de anunciar al gobierno francés que iba a presentar su carta de retirada. Los reyes de las finanzas jugaron a la baja ante la noticia de una próxima movilización. Se perdieron grandes sumas en la Bolsa. Durante todo un día se vendieron valores que el banquero Nucingen, advertido en secreto por su amigo, el ministro de Marsay, de la dimisión del canciller Delcassé, que no se supo en París hasta las cuatro, volvió a comprar a un precio irrisorio y aún conserva.

      No hubo nadie, ni siquiera Raoul Nathan, que no fuera partidario de la guerra, aunque el amante de Florine apoyó en su diario la paz a cualquier precio desde que du Tillet, a cuya cuñada había querido seducir (véase Una hija de Eva), le había hecho quebrar en la Bolsa. Sólo la intervención, ignorada por los historiadores durante mucho tiempo, del mariscal de Montcornet, el hombre más importante de su siglo después de Napoleón, salvó a Francia de una guerra desastrosa. Ni el mismísimo Napoleón pudo llevar a cabo la gran idea de su reinado: la invasión de Inglaterra. Napoleón,


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