El escándalo Lemoine. Marcel Proust

El escándalo Lemoine - Marcel Proust


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      El escándalo Lemoine… ¡por el señor Gustave Flaubert! Con Salambó tan reciente, el título ha sorprendido a todo el mundo. ¿Cómo? El autor plantó su caballete en pleno París, en el Palacio de Justicia, en el mismísimo Tribunal de Apelación… ¡Si lo creíamos aún en Cartago! El señor Flaubert —estimable en esto por su veleidad y predilección— no es de esos escritores de los que Marcial se burlaba con tanta agudeza y que, convertidos en maestros en un terreno o tenidos por tales, se acantonan en él, se fortifican, cuidando de no ofrecer carnaza a la crítica y exponiendo tan sólo una de las alas en cada maniobra. Al señor Flaubert le encanta prodigarse y que lo reconozcan, cubrir todos los frentes, ¿qué digo?, encara todos los desafíos, sean cuales sean las condiciones, y nunca reivindica la elección de las armas ni la ventaja del terreno. Pero esta vez, hay que reconocerlo, este giro tan precipitado, esta vuelta de Egipto (o casi) a lo Bonaparte, y que ninguna victoria segura debía ratificar, no parecen muy acertados; hemos visto, o creído ver en ellos, digamos, un atisbo de mistificación. Hay quien ha llegado a pronunciar, no sin razón aparente, la palabra «apuesta». ¿Ha ganado al menos la apuesta el señor Flaubert? Eso es lo que vamos a examinar con toda franqueza, pero sin olvidar nunca que el autor es hijo de un hombre bastante memorable al que todos hemos conocido, profesor en la Escuela de Medicina de Ruán, que ha dejado su impronta en su profesión y en su provincia; y que este amable hijo —por muchas opiniones que se opongan a lo que algunos jóvenes, por amistad, se han precipitado a llamar su talento— merece, además, todas las atenciones por la sencillez reconocida de sus crónicas, siempre precisas y perfectamente seguidas —¡él, que es todo lo contrario a la sencillez en cuanto coge la pluma!— por el refinamiento y la delicadeza invariable de su proceder.

      El relato comienza por una escena que, de haber sido mejor dirigida, habría podido dar una idea bastante favorable del señor Flaubert, dentro de este género inmediato e improvisado del boceto, del estudio tomado de la realidad. Nos encontramos en el Palacio de Justicia, en la sala de lo correccional donde se juzga el caso Lemoine, durante una suspensión de la vista. Las ventanas acaban de cerrarse por orden del presidente. Y aquí un eminente abogado me asegura que el presidente no tiene nada que ver con ese tipo de cosas, como parece, en efecto, lo más natural y conveniente, y que en el mismo momento de decretar la suspensión, sin duda, se habría retirado a deliberar a puerta cerrada. Visto así, no es más que un detalle. Pero yo le pregunto: ¿cómo espera, usted, que acaba de detallarnos (¡como si en verdad los hubiera contado!) el número de elefantes y onagros del ejército cartaginés, que creamos una palabra de lo que dice cuando comete tales errores al hablar de una realidad tan próxima, tan fácilmente verificable, tan breve incluso y en modo alguno prolija? Pero sigamos: el autor quería tener la ocasión de describir al presidente y no la ha dejado escapar. Este presidente tiene «cara de payaso (lo que basta para desinteresar al lector), una toga demasiado estrecha para su corpulencia (rasgo bastante torpe y que no pinta nada), pretensiones de ingenio». ¡Dejemos a un lado lo de la cara de payaso! El autor pertenece a una escuela que no halla en la humanidad ningún atisbo de nobleza o estima. Y aunque el señor Flaubert, bajo normando donde los haya, pertenezca a una región de sutiles chicanas y elevada sapiencia, que ha dado a Francia un buen número de abogados y magistrados importantes, no quiero destacarlo aquí. Más allá de los límites de Normandía, la imagen de un presidente Jeannin, del que el señor Villemain nos ha dado más de una delicada indicación, de un Mathieu Marais, de un Saumaise, de un Bouhier, hasta del agradable Patru, de todos estos hombres distinguidos por sus sabios consejos y por méritos tan necesarios, sería igualmente interesante, creo, y tan verosímil como la del presidente con «cara de payaso» que aquí se nos muestra. ¡Pase, no obstante, lo de la cara de payaso! Pero ¿cómo sabe que tiene «pretensiones de ingenio» si todavía no ha abierto la boca? Y un poco más adelante incluso, el autor nos señalará a un «reaccionario» entre el público que nos describe. Es una designación bastante frecuente hoy en día. Pero aquí le pregunto yo al señor Flaubert: «¿Un reaccionario? ¿En qué lo reconoce desde la distancia? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Qué sabe de él?». Es evidente que el autor se está divirtiendo y que todos estos rasgos son inventados a placer. Pero eso no es nada; prosigamos. El autor continúa pintando al público, o, más bien, a simples «modelos» voluntarios que ha reunido por gusto en su taller: «Un negro se granjeó la consideración de los demás sacándose una naranja del bolsillo…». ¡Viajero!, se le llena la boca al hablar de la verdad, de la «objetividad» que profesa, de la que presume; pero qué pronto lo reconocemos, bajo esta fingida impersonalidad, en ese negro, esa naranja, ese loro… que acaban de desembarcar con usted, en todos esos accesorios recortados que se ha apresurado a pegar en su boceto, el más abigarrado, declaro, el menos verídico, el menos conseguido de todos aquellos en los que ha puesto el pincel.

      Entonces el negro se saca del bolsillo una naranja y, haciendo esto, … «¡se granjea la consideración de los demás!». Según he entendido, el señor Flaubert quiere decir que, en medio de una multitud, alguien puede aprovecharse y alardear de una ventaja, por corriente y familiar que esta sea, como beber de un vaso cuando no muy lejos se utiliza una botella, o hacer uso de un periódico, si se es el único que ha pensado en comprarlo; y ese alguien se gana enseguida la atención y la distinción de los demás. Pero reconozca que en el fondo no le disgusta insinuar, al aventurar esta expresión de consideración tan rara y fuera de lugar, que toda consideración, hasta la más elevada y codiciada, no es mucho más que eso, que está hecha de la envidia que despiertan en los otros unos bienes que en el fondo carecen de valor. Pues bien, queremos decirle al señor Flaubert que eso no es cierto; la consideración —y sabemos que el ejemplo lo conmoverá, pues no es usted de la escuela de la insensibilidad, de la impasibilidad, salvo en la literatura— la adquirimos mediante toda una vida dedicada a la ciencia, a la humanidad. Hubo una época en que las letras podían procurarla también, cuando no eran más que el testimonio, por no decir el culmen, de la urbanidad del espíritu, de esta disposición tan humana que, por supuesto, puede tener sus predilecciones y sus miras, pero que admite, junto a las imágenes del vicio y del ridículo, la inocencia y la virtud. Sin embargo, no nos remontemos a los antiguos (mucho más «naturalistas» de lo que será usted jamás, pero que, en el cuadro recortado de un marco real, siempre hacen descender por el aire, y como si se hubiera abierto el cielo, un rayo divino que proyecta su luz sobre el frontón e ilumina el contraste), no nos remontemos hasta ellos, ya se llamen Homero o Mosco, Bión o Leónidas de Tarento, y centrémonos en pinturas más premeditadas: ¿hay alguna otra cosa —díganos— propia de estos mismos escritores de la que no haya dudado en valerse? Empezando por Saint-Simon, que, junto a los retratos atroces y calumniados de un Noailles o de un Harlay, ¿acaso no empleaba grandes pinceladas para mostrarnos, en su luz y proporción, la virtud de un Montal, de un Beauvilliers, de un Rancé o de un Chevreuse? Y hasta el señor de Balzac, en esa Comedia humana, suponiendo que lo sea, donde, con una suficiencia que se presta a la sonrisa, pretende dibujar «escenas (todas fabulosas, en realidad) de la vida parisina y de la vida de provincias» (él, un hombre incapaz de observar donde los haya), ¿acaso no ha imaginado también a una Adeline Hulot, una Blanche de Mortsauf, una Marguerite de Solis5 en contraste y como en contraposición a los Hulot, los Philippe Bridau, los Balthazar Claes, como los llama, y a los que sus Narr’Havas6 y Shahabarim,7 lo confieso, no tienen nada que envidiar?

      No cabe la menor duda de que habríamos sorprendido, y con razón, a los Jacquemont, los Daru, los Mérimée, los Ampère, a todos esos hombres de sutileza y estudio que tan bien lo conocieron y que no creían que hubiera ninguna necesidad de hacer sonar tantas campanas por tan poco, si les hubiéramos dicho que el espiritual Beyle, a quien debemos tantas ideas irrefutables y fructíferas, tantos comentarios acertados, pasaría a la posteridad como novelista. ¡Hasta él es mucho más verosímil que usted! ¡Hay más verdad en el menor estudio de Sénac de Meilhan, de Ramond o de Althon Shée, por poner un ejemplo, que en su obra, tan laboriosamente inexacta! Todo es tan falso que clama al cielo, ¿no le parece?

      Por fin se reanuda la vista (todo ello desprovisto de circunstancias y determinación), el abogado de Werner tiene la palabra, y el señor Flaubert nos advierte de que, cada vez que se vuelve hacia el presidente, hace «una reverencia tan profunda que se le hubiera tomado por un diácono al abandonar el altar». Que pudiera haber tales abogados,


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