El escándalo Lemoine. Marcel Proust
de haber puesto en duda todas las grandes cosas sin tratar de comprenderlas, se vea obligado a volver a la armonía preestablecida de Leibniz. Y aún hay más: el hombre que estaba entonces a la cabeza del imperio de los diamantes en Inglaterra se llamaba Werner, Julius Werner. ¡Werner! ¿No les hace evocar este nombre extrañamente la Edad Media? ¿No ven al doctor Fausto, inclinado sobre sus crisoles, acompañado o no por Margari ta, con sólo escucharlo? ¿No contiene la idea de la piedra filosofal? ¡Werner! ¡Julius! ¡Werner! Cambien dos letras y obtendrán Werther. El Werther de Goethe.
Julius Werner se sirvió de Lemoine, uno de esos hombres extraordinarios que, si tienen al destino de su parte, se llaman Geoffrey Saint-Hilaire, Cuvier, Iván el Terrible, Pedro el Grande, Carlomagno, Berthollet, Spallanzani o Volta, pero que en circunstancias adversas acaban como el mariscal de Ancre, Balthazar Claes, Pugachev,3 Torcuato Tasso, la condesa de la Motte o Vautrin. En Francia, la patente que el gobierno concede a los inventores no sirve para nada por sí sola. Ahí es donde hay que buscar la causa que paraliza cualquier tipo de iniciativa industrial en nuestro país. Antes de la Revolución, los Séchard, esos gigantes de la imprenta, aún utilizaban prensas de madera en Angulema, y los hermanos Cointet vacilaban en comprar la segunda patente de impresores. (Véase Las ilusiones perdidas.) Pocos comprendieron la respuesta que Lemoine dio a los gendarmes que fueron a arrestarlo.
—¿Cómo? ¿Que Europa va a abandonarme? —exclamó el falso inventor, terriblemente asustado.
La noticia, difundida durante la noche en los salones del ministro Rastignac, pasó desapercibida.
—Pero ¿se habrá vuelto loco este hombre? —dijo el conde de Granville, muy sorprendido.
Precisamente, era el antiguo pasante del abogado Bordin quien debía tomar cartas en este asunto en nombre del ministerio público, tras haber recobrado, por el matrimonio de su segunda hija con el banquero du Tillet, el trato especial que le había hecho perder ante el nuevo gobierno su alianza con los Vandenesse, etc.4
2. El escándalo Lemoine por Gustave Flaubert
El calor era cada vez más asfixiante; sonó una campana; las tórtolas levantaron el vuelo y, como se habían cerrado las ventanas por orden del presidente, un olor a polvo se extendió por la sala. Era viejo, tenía cara de payaso, una toga demasiado estrecha para su corpulencia, pretensiones de ingenio, y sus patillas parejas, llenas de restos de tabaco, otorgaban a toda su persona un toque decorativo y vulgar. Como la suspensión de la vista se prolongaba, afloraron las intimidades; para entablar conversación, los sabidillos se quejaban en alto de la falta de aire y, cuando alguien dijo reconocer al ministro del interior en un señor que salía, un reaccionario suspiró: «¡Pobre Francia!». Un negro se granjeó la consideración de los demás sacándose una naranja del bolsillo y, por mor de popularidad, ofreció los gajos a sus vecinos, excusándose, encima de un periódico: primero a un clérigo, que afirmó «no haber comido nunca algo tan bueno; es una fruta excelente y refrescante»; pero una mujer viuda pareció ofenderse y prohibió a sus hijas que aceptaran algo «de alguien a quien no conocían», mientras que otras personas, al no saber si el periódico les llegaría, intentaban mantener la compostura: algunos miraron el reloj, una dama se quitó el sombrero. Un loro lo coronaba. Dos jóvenes se quedaron asombrados; les habría gustado saber si lo habían colocado allí como recuerdo o tal vez por un gusto excéntrico. Los bromistas habían empezando ya a interpelarse de un banco a otro, y las mujeres, al contemplar a sus maridos, a ahogar las risas en un pañuelo, cuando de repente se hizo el silencio, el presidente pareció abstraerse para dormir: el abogado de Werner pronunciaba su alegato. Comenzó con énfasis, habló durante dos horas, parecía dispéptico, y, cada vez que decía «Señor presidente», se sumía en una reverencia tan profunda que se le habría tomado por una doncella ante un rey, por un diácono al abandonar el altar. Fue despiadado con Lemoine, aunque la elegancia de sus fórmulas atenuaba la dureza de las acusaciones. Y sus frases se sucedían sin interrupción, como el agua de una cascada, como una cinta que se desenrolla. A veces la monotonía de su discurso era tal que ya no se distinguía del silencio, como una campana cuya vibración persiste, como un eco que se atenúa. Para terminar, puso por testigos los retratos de los presidentes Grévy y Carnot, situados encima del tribunal, y todos, levantando la cabeza, constataron que el moho de aquella sala oficial y sucia que exhibía nuestras glorias y olía a cerrado los había vencido. Un gran vano la dividía por la mitad; los bancos se alineaban hasta el pie del estrado; había polvo en el entarimado, arañas en las esquinas del techo, una rata en cada agujero, y era necesario ventilarla con frecuencia por la proximidad de la estufa, a veces por un olor más nauseabundo. El abogado de Lemoine fue breve rebatiendo. Pero tenía un acento meridional, apelaba a las pasiones generosas, se quitaba continuamente el monóculo. Mientras lo escuchaba, Nathalie sentía ese desconcierto que deriva de la elocuencia; una especie de dulzura la invadió y, como se le desbocara el corazón, la batista de su blusa palpitaba como hierba al borde de una fuente a punto de manar, como las plumas de una paloma que va a levantar el vuelo. Por fin el presidente hizo una señal, se levantó un murmullo en la sala, dos paraguas cayeron: íbamos a escuchar de nuevo al acusado. Los gestos de cólera de los asistentes lo señalaron de inmediato; ¿por qué no había cumplido lo prometido, fabricado diamantes, divulgado su invento? Todos, hasta el más pobre, habrían sabido —no cabía duda— sacar millones. Incluso los veían ante sus ojos, en la violencia de la nostalgia de creer poseer aquello por lo que se llora. Y muchos se entregaron una vez más a la dulzura de los sueños que se habían creado, cuando vislumbraron la fortuna, con la noticia del descubrimiento, antes de haber desenmascarado al estafador.
Para unos, habría supuesto el abandono de sus negocios, un palacete en la avenida del Bois de Bolonge, la influencia en la Academia; o hasta un yate que los habría llevado en verano a países fríos; aunque no al Polo, desde luego, donde, a pesar de la curiosidad que despierta, la comida huele a aceite, el día de veinticuatro horas debe de resultar molesto para dormir, y ¿cómo protegerse de los osos polares?
A otros, los millones les habrían sabido a poco; no habrían dudado en jugárselos en la Bolsa: habrían comprado valores a la cotización más baja la víspera de una nueva subida —un amigo los habría informado— con el fin de centuplicar su capital en pocas horas. Ricos entonces como Carnegie, se abstendrían de caer en la utopía humanitaria. (Además, ¿de qué serviría? Mil millones repartidos entre todos los franceses no harían rico a ninguno, se ha calculado.) Pero si dejáramos el lujo a los vanidosos, éstos sólo se preocuparían de buscar la comodidad y las influencias, se harían nombrar presidentes de la República, embajadores de Constantinopla, revestirían de corcho las paredes de sus dormitorios para amortiguar el ruido de los vecinos. No ingresarían en el Jockey Club, pues estimarían el valor de la aristocracia. Un título del papa los atraería más. Tal vez pudieran obtenerlo sin pagar. Pero entonces, ¿para qué tantos millones? En dos palabras, engordarían las arcas de san Pedro a la vez que criticarían la institución. ¿Qué hace el papa con cinco millones de encajes cuando tantos curas rurales se mueren de hambre?
Otros, al fantasear con que la riqueza habría podido alcanzarlos, se sentían a punto de desfallecer, pues la habrían puesto a los pies de aquella mujer que los había rechazado hasta entonces y que por fin les habría revelado el secreto de sus besos y la dulzura de su cuerpo. Se veían con ella en el campo hasta el fin de sus días, en una casa blanca de madera, a la triste orilla de un gran río. Habrían conocido el canto del petrel, la venida de la niebla, el balanceo de los navíos, el recorrido de las nubes, y pasarían las horas la una en el regazo del otro, viendo subir la marea y entrechocarse las amarras desde la terraza, en un sillón de mimbre, bajo un toldo azul listado, entre bolas de balaustre hechas de metal. Y acababan por no ver más que dos racimos de flores violetas descendiendo hasta el agua veloz que apenas rozan, en la cruda luz de una tarde sin sol, por un muro rojizo que se desmoronaba. La angustia que éstos sentían era tan grande que los despojaba de la fuerza necesaria para maldecir al acusado; pero todos lo odiaban, pues estimaban que los había privado del derroche, de los honores, de la celebridad, del genio, a veces de quimeras más indefinibles, de lo más dulce y profundo que cada uno guardaba en secreto, desde su infancia, en la necedad particular de su sueño.