La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez
remite, además, al pensamiento de Theodor Adorno en torno a la paradoja de la representación en el arte político. Concretamente, a la objeción adomiana respecto a los modos en que el arte representa los hechos o las consecuencias de la violencia, por la vía de una estilización que termina por empeorar las cosas, bien sea porque atenúa el sufrimiento, al volverlo un objeto de disfrute; porque mitiga la violencia, al hacerla un objeto atractivo, o porque al embellecerla, acaba redimiéndola, razón por la cual, para Adorno, hacer del horror algo bello, lejos de ser un acto civilizatorio, es un acto de barbarie.38 En su escrito sobre la literatura comprometida, publicado originariamente en 1962 bajo el título Commitment, Adorno alude a esta disyuntiva que surge cuando el arte y la representación intentan mostrar lo que no se puede mostrar, o hablar de lo que no se puede hablar. Y esto lo hace a propósito de la composición El superviviente de Varsovia de Arnold Schöenberg, de la que Adorno afirma que, pese a que a dicha obra musical la asiste la fuerza auténtica de la aflicción y el sufrimiento, esta también “se acompaña de algo desagradable”, ya que al “convertirse en imagen, es como si se estuviera ofendiendo el pudor ante las víctimas” (1962, p. 407). Para Adorno,
La llamada elaboración artística del desnudo dolor físico de los derribados a golpe de culata contiene, se tome la distancia que se tome, la posibilidad de extraer placer de ello. La moral que prohíbe al arte olvidarlo ni por un segundo se desliza en el abismo de lo contrario a ella. El principio estético de estilización, e incluso de solemne plegaria del coro, hace sin embargo que parezca que el destino impensable tendría un sentido cualquiera; es transfigurado, pierde algo de horror; con esto solo ya se inflige una injusticia a las víctimas, mientras que sin embargo un arte que se aparta de ellas sería inadmisible desde el punto de vista de la justicia (1962, p. 407).
En Adorno, la paradoja de una composición artística como esta radica entonces en que, por una parte, las víctimas terminan convertidas en obras de arte, “que se ofrece[n] como carroña al mundo que las asesinó”, y donde el principio estético de estilización acaba transfigurando y removiendo el horror; pero, por otra, en la consideración de que ningún arte que evite a las víctimas, que se aparte de ellas, puede hacer frente a las demandas de justicia. De ahí que la condena de Adorno a la representación estética de la violencia remita a su advertencia de que “hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara” (1962, p. 14), pero también al llamado que suele hacerse respecto a que solamente las obras que evitan caer en una tontería o en una estilización placentera de la barbarie lograrán permanecer. Solo que, como lo señala Andreas Huyssen, las estrategias a las que acuden las representaciones artísticas o documentales para esquivar la charla inocua o el placer inane, “no están talladas en piedra” (Huyssen, 2001, p. 40).
Entender esta discordancia es, para Mieke Bal, una tarea fundamental. Para ella, “si la paradójica frase de Adorno condenaba la poesía después de Auschwitz, no es a causa de la representación como tal”, sino porque la estilización estética tiene la capacidad de transformar, de mitigar el horror “de un modo injusto con las víctimas” (Bal, 2014, p. 130). Por tanto, “lo bárbaro no es representar con exuberancia sino transformar, mitigar, suavizar: en cierto sentido, la discreción misma” (2014, p. 130). Y no hay manera más radical de borrar la violencia, agrega Bal, que hacer de ella “un objeto atractivo y así mitigarla, embellecerla e involuntariamente redimirla” (2014, p. 64). Por eso, numerosos estudiosos sobre eventos catastróficos para la humanidad, como el Holocausto, frecuentan citar la condena de Adorno, ya sea para defender la documentación –la palabra del testigo o la escritura crítica– “como única forma de representar esa u otras atrocidades” (Bal, 2014, p. 65), puesto que no tiene la pretensión de ser arte ni aproximarse a la realidad con las reglas del arte, o ya sea para acudir a la interdicción de la recreación estética, al tabú que obliga a su prohibición, por cuanto se trata de tragedias inefables, desemejantes y monstruosas de la historia, que no pueden comprenderse, explicarse o representarse y que, por lo mismo, no pueden ser comparadas con otros genocidios o asesinatos sistemáticos de la era moderna, ni mucho menos deben ser incumbencia de la representación artística, ya que se corre el riesgo de caer en un exceso de presencia material que traiciona la gravedad del acontecimiento excepcional (Todorov, 2002, pp. 191-198; Rancière, 2011, pp. 119-143).
El director de cine Claude Lanzmann es, sin duda, uno de los mayores exponentes de este ascetismo visual, pero no el único. En Shoah (1985), un film monumental de nueve horas y treinta minutos de duración, Lanzmann plasmó su decisión estética y política de no incluir fotos o imágenes de archivo documental para la representación del Holocausto, al inclinarse por la supremacía de lo decible (el testimonio) sobre lo visible (la prueba), al optar por los relatos orales de sobrevivientes, testigos y perpetradores que rememoraban en tiempo presente sus vivencias en el Lager (campo de concentración) ante la comparecencia de la cámara. Rodada durante una década, la película optó por no intentar ninguna restitución de archivos, ni siquiera imágenes de época que mostraban, por ejemplo, la liberación de los campos, ya que su fuerza testimonial estaba en otra parte: en las palabras de los protagonistas, en “el rostro del que habla, su mímica, sus gestos [...] en la longitud de la frase” (Lanzmann, 2003
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