La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez
cuando la gente mira y qué ocurre en el acto mismo de mirar: el primero es reconocer que se trata de un “acto profundamente impuro, orientado por los sentidos y fundamentado en la biología”, en que “la mirada se encuentra inherentemente encuadrada, delimitada, cargada de afectos”; pero, asimismo, está atravesada por una acción cognitiva intelectual que “interpreta y clasifica” (2004, p. 17); el segundo es asumir que esta impureza es susceptible “de ser aplicada a otras actividades basadas también en los sentidos como escuchar, leer, saborear u oler” (2004, p. 17), que están mutuamente permeados unos de otros; y el tercero es entender que la simultaneidad entre textos e imágenes demanda un acercamiento no esencialista de ambos registros, que permita cuestionar por igual, tanto el desprecio a la analogía lingüística en nuestra aproximación a las imágenes, como la subvaloración de las modalidades sensoriales en nuestra veneración por el pensamiento. Ni las imágenes están destinadas a desaparecer bajo el polvo de las palabras, ni tampoco están condenadas a la mudez.
A esto se refiere Mitchell cuando controvierte la idea de que existen medios puramente visuales o puramente lingüísticos, exclusivamente cognitivos o apenas afectivos. Para este autor, palabra e imagen es el “nombre de una distinción ordinaria”, “una forma fácil de dividir, cartografiar y organizar campos de representación”, “una etiqueta engañosamente simple, no solo para dos tipos de representación, sino para unos valores culturales profundamente contestados” (Mitchell, 2009, p. 11): en este lado la palabra, asociada al flanco de “la ley, la lectura y el dominio de las élites”; y en este otro la imagen, vinculada “a la superstición popular, a la falta de formación, a la disipación y la corrupción” (García, 2014, p. 30). Sin embargo, como el propio Mitchell sostiene,
[…] la interacción entre imágenes y textos es constitutiva de la representación en sí: todos los medios son medios mixtos32 y todas las representaciones son heterogéneas; no existen las artes “puramente” visuales o verbales, aunque el impulso de purificar los medios [alrededor de un solo órgano –la vista, el oído, el tacto–] sea uno de los gestos más importantes del modernismo (2009, p. 12).
Lo cual “no quiere decir que no haya diferencias entre los medios, o entre las palabras y las imágenes”, sino que esas distinciones son mucho más complejas, porque son objeto de cruces: estas aparecen tanto dentro de los medios como entre ellos, “no pueden desligarse de las luchas que tienen lugar en la política cultural y la cultura política”, y se transforman “a lo largo del tiempo, a medida que cambian los modos de representación y las culturas” (2009, p. 11).
Narración y re-personalización
Desde otra perspectiva, pensadoras como Hannah Arendt (1990) han visto las narrativas como poderosos vehículos expresivos, que permiten echar un vistazo a determinados acontecimientos históricos de la humanidad, sin hacer uso de las herramientas conceptuales o del debate especializado de las disciplinas académicas. En Narrar el mal (2009), un libro dedicado a cómo las narrativas pueden ayudar a comprender las diferentes dimensiones del daño moral y la crueldad humana que están presentes en acontecimientos catastróficos como las guerras, la filósofa mexicana María Pía Lara se detiene en el trabajo de la imaginación moral propuesto por Arendt, con el fin de encontrar allí una guía ética para aprender de las catástrofes. Pues, como la propia Arendt decía: “ninguna filosofía, ningún análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse con la intensidad y riqueza de significado de una historia bien narrada” (1990, p. 32).
Arendt “creía que la narrativa nos proveía de una mejor forma de lidiar con las crisis y con los problemas concretos, en contraste con las teorías abstractas y sistemáticas acerca de la política” (Lara, 2009, p. 79). Ella, además, mostró que “cuando necesitamos comprender algo complejo o difícil de expresar lo podemos hacer utilizando una forma narrativa como una especie de puente entre la imaginación y la comprensión” (2009, p. 80), como un vínculo entre lo expresivo y la explicación, cuya relación es necesaria en el proceso crítico que se lleva a cabo en la esfera pública cuando de aproximarse a la crueldad humana se trata. Esto, en la medida en que contar-narrar historias no es algo contrario a los argumentos, sino que estas aportan ingredientes esenciales para el proceso racional, porque al contrastar unas historias con otras, y al constatar que emergen otras nuevas que develan dimensiones no percibidas anteriormente, las sociedades pueden enfrentar su visión del pasado y cuestionarse sobre lo que antes sus integrantes no vieron, o no quisieron ver, de una forma pública y en abierto debate crítico (2009, pp. 51-78).
En todo caso, Arendt sabía que no cualquier narrativa nos enseña algo valioso sobre el daño moral, la crueldad, la maldad, la esperanza, el amor o el odio, ni que todas las historias ejercen las mismas repercusiones en los espectadores: solamente aquellas que pueden proveernos de un “efecto trágico” están habilitadas para hacerlo. En su reflexión sobre si es posible “dominar el pasado” de las guerras, esto es, saber qué sucedió en ellas, volver a la memoria de lo que allí ocurrió mediante historias bien narradas, Arendt alude a Una fábula, aquella novela publicada en 1954 por el escritor estadounidense William Faulkner, basada en un hecho sucedido durante la Primera Guerra Mundial, en la que
[…] se describe muy poco, se explica aún menos y no se “domina” nada en absoluto; su final son lágrimas que el lector también derrama y lo que queda más allá de esto es el “efecto trágico” o el “placer trágico”, la demoledora emoción que nos da la capacidad de aceptar el hecho de que algo como esta guerra haya podido suceder realmente (Arendt, 1990, pp. 30-31),
y que para Arendt está asociado a una forma de creación de lazos que vinculan a la comunidad a través de recursos expresivos, “pues también nosotros tenemos la necesidad de recordar los sucesos significativos de nuestras vidas narrándolos a nosotros mismos y a otras personas” (1990, p. 32). Hablamos de aquel efecto –el “efecto trágico”– que permite, por medio de la narración de una historia acontecida, del relato de un evento acaecido, que “los espectadores puedan cuestionarse acerca de por qué podría ocurrir algo como lo representado” (Lara, 2009, p. 90); que surge cuando “uno es capaz de aceptar que un hecho como el narrado también pudo no haber ocurrido” (Lara, 2009, p. 93), o haber sucedido de una forma diferente; que habilita echar a andar nuestra imaginación. Porque
[…] cuando somos capaces de comprender lo que ha ocurrido, podemos ser conscientes de que el pensar y el juicio no solo son “facultades profilácticas”, sino también procesos de construcción moral que permiten establecer criterios normativos para visualizar nuevos patrones de acción (2009, pp. 91-92).
Ahora bien, si la imagen fotográfica carece de narración en el sentido que le otorga Susan Sontag, o no está en la ruta del relato literario, poético o dramatúrgico al que se refiere Hannah Arendt, ¿por qué, entonces, acudir a la narración para comprender las potencialidades o los defectos de la imagen fotográfica en este recorrido? Porque, a pesar de sus críticos, la imagen fotográfica comparte con la narración cierta forma común de aprehender la realidad: ambas ofrecen una conexión emotiva, afectiva, re-personalizada del mundo,33 en un proceso de aprehensión donde se ponen en juego las imágenes, las palabras, los sonidos, los recuerdos y los productos de nuestra imaginación. Narramos historias, miramos imágenes, no solo para alentar una compresión racionalista del mundo que permita entender, al decir de Susie Linfield, las contradicciones internas del capitalismo global, las razones del genocidio en Ruanda, o el porqué de la guerra fratricida en Colombia, sino para otra cosa: “para tener una idea de a qué puede parecerse la crueldad, la extrañeza, la belleza, la agonía, el amor, la enfermedad, las maravillas naturales, la creación artística o la violencia depravada” (Linfield, 2010, p. 22; traducción propia). Solo que la dimensión escritural-narrativa,