La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez
1999, p. 28), porque al regodearse en el lugar común de que la guerra es el infierno o lo absurdo, esto deja por fuera a las narrativas que explican sus causas, que nombran a los responsables, que señalan a los beneficiarios, los cuales quedan absorbidos bajo el cúmulo de escenas horrorosas. Y cuando esto ocurre, dice Ignatieff, aparece la tentación de refugiarnos en el asco, que se ofrece como sustituto del pensamiento, de buscar consuelo en una misantropía superficial: “¡Están todos locos!”, actitud que socava las bases del compromiso moral con el otro que sufre, debido a la ausencia de una narrativa esclarecedora que ayude a comprender. ¿Por qué esto? Porque, según este autor, en su condición de mediador moral entre los hechos violentos y la audiencia, el conjunto de imágenes, sobre todo televisivas,
[…] son más eficaces presentando consecuencias que analizando intenciones, más adecuadas para señalar cadáveres que para explicar por qué resulta tan provechosa la violencia en ciertos lugares. De ahí su responsabilidad en el aumento de la misantropía, en esa irritante resignación ante la locura criminal de los fanáticos y los asesinos que legitima uno de los aspectos más peligrosos de la cultura actual: la sensación de que el mundo ha enloquecido de tal forma que ya no merece la pena reflexionar (1999, p. 29).
Por tanto, para Ignatieff, “la vuelta del desencanto [lo que Sontag llama la ausencia de una conciencia política relevante] coincide con la desaparición de aquellas narraciones morales en las que se fundamentaba el compromiso”, esos “relatos con los que dotamos de significado a los lugares distantes y explicamos por qué nos interesan sus crisis” (1999, p. 95). De modo que “la sola pintura de las atrocidades o del sufrimiento no hace surgir el compromiso o la compasión necesariamente y en todo lugar”, pues para esto se requiere prestar atención al tipo de narrativa que nos proporcionan los intermediarios especializados en la palabra pública –“escritores, periodistas, políticos, testigos”–, cuyos relatos, explicaciones y testimonios pueden acercarnos al horror, pero alejarnos del entendimiento. Para este autor, cuando solo vemos el “caos” más allá de nuestras fronteras físicas y morales, la tentación de acudir a la repugnancia se hace irresistible. Y cuando esto ocurre, la ausencia de narración se traduce en una erosión del compromiso, y abre paso a la impotencia. He ahí nuestro dilema, en palabras de Ignatieff: “ayudamos a la gente como nosotros mismos porque comprendemos con facilidad sus historias y sus crisis, pero no tanto a las víctimas de situaciones que no sabemos interpretar” (1999, p. 96).
¿Pueden las palabras salvar el déficit narrativo de una imagen, la falta de interpretación de la fotografía? Para Sontag, aquí radica la esperanza de quienes ella denomina “moralistas” o “escritores con inquietudes sociales”: aquellos que piensan que la incapacidad de la imagen de hablar por sí misma la puede suplir el pie de foto o la leyenda que suele acompañarla, bien sea a través de un texto breve, que es al que acude el fotoperiodismo, o de un pie extenso, característico del llamado “ensayo fotográfico”. Uno y otro realizan lo que ninguna fotografía “puede hacer jamás: hablar” (Sontag, 1996, p. 111). En Sobre la fotografía, Sontag plantea esta problemática, invitando a Walter Benjamin a formar parte de la discusión, porque es él uno de los pensadores más esperanzados en el poder de las palabras para salvar las imágenes, al proporcionarles, no solo el contexto necesario, sino la posibilidad de otros usos distintos a los del consumo. En el tiempo en que el arte abstracto y el fotoperiodismo de las revistas ilustradas europeas acostumbraban escoltar las fotografías con apenas poco texto, Benjamin pensaba que una leyenda debajo de una imagen podría “rescatarla de la rapiña del amaneramiento y conferirle un valor de uso revolucionario” (Benjamin, citado en Sontag, 1996, p. 110). Por eso, invitaba a los escritores a convertirse en fotógrafos, y a estos a ponerle leyenda a sus instantáneas, con el fin de derrumbar las barreras de competencia entre escritura e imagen y, sobre todo, de ocupar los espacios basados en divisiones previamente definidas entre fotógrafos y escritores, escritores y lectores, técnica y contenido.26
En su célebre ensayo “Pequeña historia de la fotografía”, publicado por primera vez en 1931, Benjamin insistía en la necesaria presencia de la escritura para que la imagen no se quedara en “aproximaciones”:
La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez está dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende en quienes las contempla el mecanismo de asociación. En este momento debe intervenir la leyenda, que incorpora a la fotografía la literaturización de todas las relaciones de vida, y sin la cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones. No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo –descendiente del augur y del arúspice– descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable? “No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía”, se ha dicho, “será el analfabeto del futuro”. Pero, ¿es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos? Son estas cuestiones en las que la distancia de noventa años que nos separan de la daguerrotipia se descarga de sus tensiones históricas (Benjamin, 1989, p. 82).
Con el tiempo, el vaticinio de Benjamin se hizo realidad. Hace décadas que el pie de foto o las leyendas son elementos esenciales del fotoperiodismo e, incluso, de la fotografía documental cuando esta se convierte en arte. Con una aclaración: históricamente, las imágenes han sido consideradas las pelusas del texto informativo o del reportaje de no ficción, materiales evaluados apenas como secundarios que aparecen de manera adjunta al texto escrito (Zelizer, 2010), “aproximaciones” que son etiquetadas bajo la rúbrica de “ilustraciones” que, por lo mismo, deben se completadas mediante la estabilidad de las palabras. No en vano, la supremacía de las palabras sobre las imágenes es una práctica incrustada en la historia del periodismo moderno y en los códigos de conducta con los que este ha buscado su inserción en el debate público racional a través de la producción diaria de la realidad, ya sea en forma de opinión, noticia o reportaje.
Sin embargo, no siempre la escritura hace más legible la imagen. Al contrario, la puede volver más borrosa de lo que es. En esto Sontag se distancia de Benjamin e introduce un contrapunto a su propia reflexión. Si, como ella sostiene, “solo aquello que narra puede permitirnos comprender”, ¿por qué no habríamos de esperar lo mejor de las palabras en su misión de salvar una imagen? Porque para ella, si bien “las palabras dicen más que las imágenes”, y aunque los pies de foto tiendan “a invalidar lo que es evidente a los propios ojos”, ninguno “puede restringir o asegurar permanentemente el significado de una imagen” (Sontag, 1996, p. 111). Hay un filme que Sontag cita para llevar a cabo este contrapunto. Es el mediometraje producido por Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, realizado a la manera de posdata a su película Tout Va Bien, titulado Letter to Jane (1972), en el que los citados cineastas hacen una dura réplica al pie de foto que acompañó una fotografía de la actriz estadounidense Jean Fonda en su visita a Vietnam del Norte, tomada por el reportero estadounidense Joseph Kraft y publicada por la revista francesa L’Express en agosto de 1972, y que motivó a Sontag a plantear cómo, para los norvietnamitas, el valor de uso revolucionario de una imagen resultó saboteado, no por la ausencia del texto, sino por la escritura misma que escoltó la fotografía.
Fijemos nuestra atención en esta imagen. El pie de foto que aparece debajo de la fotografía publicada por L’Express explica que la actriz Jean Fonda, una militante de la paz, viajó a Vietnam del Norte en compañía de un periodista moderado y famoso de Estados Unidos para percatarse personalmente de la guerra. El texto dice que Fonda formula preguntas a los vietnamitas de Hanoi, en una aparente concordancia con la imagen que muestra el rostro definido la actriz, de lado en el recuadro de la foto, mientras los interrogados están de espaldas, a excepción de un anónimo vietnamita que aparece junto a ella con el rostro borroso. “¿Realmente está Fonda preguntando?”, dudan Godard y Gorin. En la revisión que hacen del encuadre, el ángulo y el enfoque de la cámara, ellos