La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez


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de la existencia de abundantes imágenes amontonadas y desmedidos estímulos desencadenados en los frágiles cerebros de las mentes menos preparadas para ordenar y apreciar correctamente su multiplicidad ilusoria: las masas, los pobres, el pueblo (2008, p. 73), y cuyo

      […] lamento por el exceso de mercancías y de imágenes consumibles fue parte, de entrada, de la descripción de la sociedad democrática como sociedad en la que hay demasiados individuos capaces de apropiarse de palabras, imágenes y formas de experiencia vivida (Rancière, 2010, pp. 49-50).

      Hablamos de un debate asociado a la corrupción de la sensibilidad del hombre moderno y a la crisis de la atención (como pérdida de la cavilación) en las sociedades de masas, cuyos alcances negativos han sido denunciados tanto por las elites intelectuales de la primera modernidad, al estilo de Graham J. Barker-Benfield, William Wordsworth o James Turner (Halttunen, 1995), como por los críticos sociales que les sucedieron cien años después (Georg Simmel, Henry Bergson, Siegfried Kracauer, Theodor Adorno, entre otros); y, de igual forma, por una corriente de pensadores más contemporáneos, que han relacionado los problemas de la insensibilidad y la desatención con el auge de los modernos “dispositivos” ideológicos de la visión –el televisor, al cámara de video y el computador–, los cuales han contribuido a la configuración de sociedades de la vigilancia (Foucault), el espectáculo (Debord), o del simulacro (Baudrillard), al producir cuerpos dóciles, controlables y útiles a los mecanismos de poder difuso del statu quo (Crary, 2008, pp. 22-83).

      Una crisis de la atención que, como lo recuerda Jonathan Crary, se puede apreciar en el pensamiento predominante de no pocos comentaristas de finales del siglo XIX y principios del XX, para quienes “la distracción era producto de una ‘decadencia’ o ‘atrofia’ de la percepción, parte de un deterioro generalizado de la experiencia” (Crary, 2008, p. 55), una respuesta “regresiva” a la sobrecarga de estímulos sensoriales,21 que “contrastaban con ‘el ritmo más lento, habitual y de flujo más suave de la fase sensoria-mental’ de la vida social premoderna” (2008, p. 55), ajena a los avatares de la estimulación nerviosa proporcionada por las máquinas, las mercancías y el consumo al servicio de la llamada “sociedad de masas”. O también en las ideas de críticos más recientes, como Guy Debord, para quien los asuntos del control de la atención y la normalización de las imágenes hay que buscarlos en la “restructuración de la sociedad sin comunidad” propia del capitalismo, esto es, en el advenimiento de una “sociedad del espectáculo”, orientada al exceso, al despilfarro y a la administración unilateral de existencia producida por la comunicación instantánea (Debord, 1999, pp. 37-60), y donde el “espectáculo” alude a un modo de relación social entre personas mediatizado por las imágenes (1999, p. 43), a un instrumento de unificación social, pero a la vez de separación del tejido colectivo, gobernando por el prefijo del engaño, lo fraudulento, la apariencia: es el seudogoce, la seudonaturaleza, la seudo-cultura, la seudorrealidad, esa vida invertida ante la cual la voz del crítico se alza soberana al denunciar la imagen falsa y enseñarle al consumidor pasivo que las cosas no son lo que parecen (Rancière, 2010, pp. 87-90).

      Se trata de debates que, por caminos diferentes, nos devuelven al terreno inicial del pensamiento crítico: “el de la interpretación de la modernidad como la ruptura individualista del lazo social y de la democracia como individualismo de masas” (Rancière, 2010, p. 45), responsables, una y otra, de la destrucción del “tejido de las instituciones colectivas que congregaban, educaban y protegían a los individuos: la religión, la monarquía, los lazos feudales de dependencia, las corporaciones, etc.” (2010, p. 44). Al problematizar la génesis del pensamiento crítico moderno, Rancière afirma que, desde el siglo XIX,

      […] la crítica marxista de los derechos del hombre, de la revolución burguesa y de la relación social alienada se había desarrollado, efectivamente, a partir de esa tierra abonada por la interpretación posrevolucionaria y contrarrevolucionaria de la revolución democrática como evolución individualista burguesa que habría desgarrado el tejido de la comunidad (2010, p. 45).

      Según este autor, para comprender el énfasis que el pensamiento crítico pone en la pérdida de la comunidad, hay que volver al sentido original de la palabra “emancipación”, que él la define como “la salida de un estado de minoridad”. Continúa Rancière:

      Ahora bien, ese estado de minoridad del que los militantes de la emancipación social han querido salir es, en su principio, lo mismo que ese “tejido armonioso de la comunidad” con el que soñaban, hace dos siglos, los pensadores de la contrarrevolución y con el que hoy se enternecen los pensadores posmarxistas del lazo social perdido. La comunidad armoniosamente tejida que conforma el objeto de esas nostalgias es aquella en la que cada uno está en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le corresponde y dotado del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función: la comunidad platónica en la que los artesanos deben permanecer en su sitio. Porque el trabajo no espera –no deja tiempo para parlotear en el ágora, deliberar en la asamblea y contemplar sombras en el teatro–, pero también porque la divinidad les ha dado el alma de hierro –el equipamiento sensible e intelectual– que los adapta y los fija en esa ocupación (2010, pp. 45-46).

      ¿Qué lectura hizo el pensamiento crítico de la emancipación? Que “la emancipación no podía aparecer sino como la apropiación global de un bien perdido por la comunidad” (2010, pp. 46-47), con lo cual la dominación quedó ligada a la separación, mientras que la liberación terminó asociada a la reconquista de una unidad perdida: aquella en la que cada quien está en su sitio, dotado de las capacidades de sentir, decir y hacer adecuadas para esas actividades, pero sin aspirar a ocupar otro espacio, otro tiempo, otra sensibilidad (2010, p. 46). De ahí la necesidad, por ejemplo, en Debord, de un programa teórico que ofreciera las llaves para descifrar las imágenes engañosas y desenmascarar las formas ilusorias que someten a los individuos a la trampa de la ilusión, el sometimiento, la obscenidad y la miseria. La emancipación, así experimentada, señala Rancière, solo podrá sobrevivir como el final de un proceso global que debe dar cuenta de cómo hemos separado a la sociedad de su verdad. Esta debía aplicarse “a la lectura crítica de las imágenes y al develamiento de los mensajes engañosos que ellas disimulaban” (2010, p. 47).

      Todo lo cual ayuda a explicar por qué, para algunos analistas de la imagen, la repetición propiciada por la tecnología es vista como un menoscabo de la singularidad, la novedad y la originalidad de la “fuente” primigenia, que se asume como aurática y libre de la contaminación favorecida por la reproducción tecnológica. Una reproducción que también aparece asociada al extravío de la sorpresa, en palabras de Roland Barthes; esto es, al detrimento de lo “raro”, la “proeza”, el “hallazgo”, en fin, a la pérdida de lo “notable” que, según él, ha hecho que la fotografía se asuma ella misma como algo destacable, al decretar como “notable lo que ella misma fotografía”, de modo que “‘cualquier cosa’ se convierte entonces en el colmo sofisticado del valor” (Barthes, 2009, pp. 51-52). Debates estos que, además, remiten, como ya lo señalábamos antes, a cierta fascinación hacia los temas judíos de la prohibición bíblica de la imagen, algo sobre lo que Martin Jay ha llamado la atención, al referirse a la sospecha ascética suscitada por la “lujuria de los ojos”, por la hipertrofia de lo visual, que está presente en la tradición antiocular del pensamiento occidental contemporáneo, especialmente del pensamiento francés, con su desconfianza en la visión como herramienta de conocimiento del mundo (Jay, 2007, pp. 324, 411).

      W. J. Thomas Mitchell encuentra en esto lo que él llama una “falacia del poder”, según la cual las imágenes son expresiones de relaciones verticales de poder en las que el espectador cree que domina los objetos visuales, cuando en realidad son los productores de la


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