La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez


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diabólico […] eso no significa que entendiesen el experimento, y sí más bien que, demasiado ocupados con su propia supervivencia, quizá se hallan en la peor situación posible para entenderlo. Tolstói afirma en Guerra y paz que “el individuo que desempeña un papel en el acontecer histórico nunca entiende su significado”. En la undécima parte de esa novela, Pierre Bezujov se adentra en la batalla de Bordino; va en busca de las glorias que ha leído en los libros, pero lo único que encuentra es un caos total o, como escribe Isaiah Berlin, “la confusión habitual de los individuos, ocupados en satisfacer al azar tal o cual deseo humano […] una sucesión de accidentes cuyos orígenes y cuyas consecuencias, en general, no se puede rastrear ni predecir” (Cercas, 2014, p. 277).

      ¿Y sí están realmente tan desinteresados de los demás aquellos que han sufrido las tragedias de la guerra? A contrapelo de Sontag, habría que decir que las personas que han experimentado la destrucción de sus vidas, han tenido mucho que contarnos, y lo han tratado de hacer de múltiples maneras, en distintos momentos, en diferentes circunstancias. A esto se refiere Susie Linfield cuando plantea que, a lo largo de la historia, en medio de las catástrofes humanas, y pone ella como ejemplo la del exterminio de los judíos en la Alemania nazi, los hombres y las mujeres hicieron todo lo posible para comunicar su situación bajo las condiciones más inimaginables, al borde de la desesperación. Y lo hicieron mediante informes, fotografías, hojas sueltas, radios y periódicos clandestinos, con la esperanza de que sus testimonios, pensamientos, poesías, relatos, imágenes se pudieran escuchar en medio del naufragio, de que el conocimiento que los ciudadanos libres obtuvieran de lo que allí estaba sucediendo, permitiera detener los crímenes cometidos por los verdugos del nazismo (Linfield, 2010, p. 99). No lo lograron. Pero entonces, no es que los muertos no tengan nada que decirnos, como finaliza Sontag su libro, sino que somos los vivos los que tenemos problemas para ver, entender y escuchar. Una dificultad que tiene que ver con el segundo litigio que Sontag sostuvo con la fotografía.

      Algunas fotografías son horribles porque las miramos desde una posición de libertad

      Geneviève Serreau, Bertold Brecht

      A Sontag le preocupaba la capacidad de la fotografía para modificar nuestra valoración política de la guerra y actuar en consecuencia. Si su malestar inicial apuntaba a cuestionar la promesa con que nació el invento de la cámara, esto es, la de ser representación mimética del mundo, y con ello erigirse en una prueba suficiente de verdad, la segunda contrariedad se dirige al exceso de presencia de la imagen –esta como narcótico y espectáculo–, a su efímera familiaridad que lleva a la pérdida de la experiencia o, peor aún, al entumecimiento de la razón. A diferencia de las fotografías de atrocidades que Virginia Woolf evoca en Tres guineas, en el invierno de 1936 a 1937, o de las que Sontag rememora en Sobre la fotografía, a propósito de la liberación de los campos de concentración alemanes en 1945, aquí la situación que Sontag señala es otra: es el tránsito que ha tenido la imagen que va de la novedad a la saturación, de la escasez a la repetición, y esto debido al paso del tiempo y a su excesivo uso.

      En Sobre la fotografía, Sontag insistía en una idea que se ha convertido en legión, a pesar de que años después ella misma se encargaría de refutar: la exhibición repetida de fotografías de dolor ha hecho más por anestesiar las conciencias que por despertarlas, ya que “el impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición” (Sontag, 1996, p. 30). Allí, Sontag advertía que cuando los espectadores se enfrentan a imágenes de eventos dolorosos que contienen una fuerte carga emocional, por lo general siguen la ruta que conduce de la perturbación a la fascinación, luego al acostumbramiento y finalmente a la indiferencia o la impotencia. Un problema que apunta a la “apariencia de participación” que fomenta la fotografía, situación que, por una parte, posibilita que un acontecimiento conocido mediante imágenes adquiera más realidad de la que jamás hubiera soñado; pero, por otra, produce un efecto contrario: de tanto reiterarse, ese acontecimiento se desgasta, pierde realidad, deja de ser auténtico (1996, pp. 20-21). Así, Sontag señala que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia”, las fotografías tantas veces repetidas de los campos de exterminio –esas que ella vio por primera vez en 1945, cuando el mundo apenas despertaba a las atrocidades cometidas por los verdugos de la Alemania de Hitler– terminaron por anestesiar la experiencia de la atrocidad, porque normalizaron lo terrible y pusieron el horror en los límites de la comprensión, “volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo familiar, remoto” (1996, p. 30). De modo que si en “la época de las primeras fotografías de los campos de concentración nazis, esas imágenes no eran triviales en absoluto”, décadas después “quizá se haya llegado a un punto de saturación” (1996, p. 30). Lejos de cambiar el mundo, son imágenes que han trabajado en un sentido contrario: estas han adormecido la capacidad emocional de los pasivos espectadores frente a las catástrofes humanas, en una mezcla de exceso y entumecimiento que ha dado lugar a una “fatiga de la compasión”, un término que más adelante retomamos.

      Este capítulo afronta las anteriores preocupaciones, pero inscribiéndolas en un debate más amplio sobre la imagen. Se inicia con un breve recorrido que plantea que la tesis del efecto analgésico de las imágenes a la que Sontag se refiere no es un tema nuevo; esta es una idea de más larga duración, que es preciso examinar en una doble dirección: por un lado, hace parte de un pensamiento que ha asociado la repetición de las formas simbólicas de la experiencia humana con el declive de la acción colectiva o, en todo caso, con la insensibilización de nuestra capacidad de reacción cuando el placer se apodera de la contemplación y la distancia se adueña de la realidad; y, por otro, es una tesis que ha estado vinculada a un litigio más complejo sobre cómo y desde dónde asumir la autenticidad, la originalidad y la respuesta correcta del espectador en una cultura moderna circundada por imágenes. Posteriormente, se propone una sucinta discusión sobre algunos de los temores más frecuentes en torno a la demasía de las imágenes, esto es, al hecho de que la repetición sea asumida, por algunos críticos de la cultura visual, tanto como un menoscabo de la autenticidad, como una partera del vicio, la indiferencia y la corrupción de la mirada, que es otro modo de encarar la discusión sobre el efecto narcotizante de la imagen. Por último, se aborda la autocrítica de Sontag respecto a sus planteamientos iniciales acerca de la pérdida de poder de la imagen fotográfica debido a su saturación, una reconsideración que algunos de los teóricos de la imagen que frecuentan citar a Sontag no se percataron, o no leyeron con cuidado.

      En la crítica inicial de Sontag al modo en que las fotografías del Holocausto normalizaron lo terrible subyace la tesis del efecto analgésico de las imágenes. Según esto, la repetición constante de fotografías de sufrimiento no necesariamente fortalece la conciencia o la compasión del espectador, sino que, por el contrario, pueden llevarlo a la corrupción de la mirada, al consumismo inocuo y, por aún, a una adicción pasiva de las imágenes (Sontag, 1996, p. 29). Algo que, por cierto, nos recuerda la larga marcha del ilusionismo, esa experiencia fundacional con lo sensible y lo intangible, a la que nos remite la “Alegoría de la caverna” de Platón: dejarse engañar por medio de las imágenes o, en cualquier caso, narcotizarse con ellas (Huyssen, 2009; Machado, 2009). Y cuyas causas se pueden cotejar en varias afirmaciones que recorren Sobre la fotografía: por ejemplo, en la compulsión al exceso, las apariencias y la curiosidad sin consecuencias, que son comunes al capitalismo contemporáneo (Sontag, 1996, p. 33); en “la supresión gradual de los escrúpulos” y la disminución de la tolerancia a lo grotesco, propia del arte moderno, lo que “refuerza la alienación” e “incapacita las reacciones de la vida” (1996, p. 48); en


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