La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez


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en fin, en el “consumismo estético al que hoy todos son adictos” (1996, p. 33).

      Esta es una ansiedad que tiene una larga historia. En su lomo cabalga la idea de que la sobrecarga de imágenes y la normalización del evento perturbador por cuenta de la visión reiterada de este conducen a la insensibilización del espectador (Cohen, 2005, pp. 204-211). Susan Sontag ha sido una de las intelectuales más acuciosas para alertar sobre esta situación, pero no la única. A finales de la década de los cuarenta del siglo anterior, dos reconocidos investigadores de la tradición funcionalista liberal, Paul Lazarsfeld y Robert Merton, ya habían incursionado en las mismas preocupaciones de Sontag. En un texto clásico, dedicado a estudiar las funciones de los medios de comunicación en la integración social y en el establecimiento del consenso a favor del cambio social dirigido, ambos aludían a un efecto no estimado de la información masificada, a una consecuencia social de los mass-media que, en su entender, había pasado hasta entonces desapercibida; o “al menos, ha recibido muy pocos comentarios explícitos y, al parecer, no ha sido sistemáticamente utilizada para promover objetivos planificados. Cabe darle la denominación de disfunción narcotizante de los mass-media” (Lazarsfeld y Merton, 1985, p. 35). Con este nombre, los autores se referían a los desarreglos producidos por el constante suministro de información que “puede suscitar tan solo una preocupación superficial por los problemas de la sociedad” y, en consecuencia, “servir para narcotizar más bien que para dinamizar al lector o al oyente medio”, puesto que “a medida que aumenta el tiempo dedicado a la lectura y a la escucha, decrece el disponible para la acción organizada” (1985, p. 35). Según esta perspectiva,

      El ciudadano interesado e informado puede felicitarse a sí mismo por su alto nivel de interés e información, y dejar de ver que se ha abstenido en lo referente a decisión y acción […] Llega a confundir el saber acerca de los problemas del día con el hacer algo al respecto. Su conciencia social se mantiene impoluta. Se preocupa. Está informado, y tiene toda clase de ideas acerca de lo que se debiera hacerse, pero después de haber cenado, después de haber escuchado sus programas favoritos de la radio y tras haber leído el segundo periódico del día, es hora ya de acostarse (Lazarsfeld y Merton, 1985, pp. 35-36).

      Años antes, a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Georg Simmel ya había alertado sobre algo parecido cuando se refería a tres dimensiones básicas que la vida moderna había desatado. Una de ellas era el anonimato, o esa pérdida del vínculo social y de las creencias compartidas, resultado de los procesos de urbanización y masificación de la existencia; la otra era el aumento en la libertad, que comenzaban a experimentar de un modo más abstracto los individuos de las grandes ciudades, lo que, entre otras cosas, les permitía a estos recurrir a distinciones cualitativas para llamar la atención, distinguirse y diferenciarse de los demás, ya fuera por las vías de la educación, el gusto, el refinamiento, la clase o la excentricidad; y la tercera era lo que Simmel denominaba la actitud blasé: esa “disposición desatenta” del citadino para sobrevivir en medio de la sobreinformación que la ciudad produce; esa “actitud de reserva”, indiferencia y hartazgo propia del espíritu moderno que, al decir de Simmel, arrastra a los ciudadanos de las urbes a vivir en una especie de “trance urbano”, esto es, a ser selectivos, a prestar atención a aquellas cosas que tienen un interés particular para la construcción de su personalidad individual, luego de ser bombardeados por una cantidad de estímulos visuales y auditivos provenientes de la vida urbana (Simmel, 1986, pp. 5-10). Solo que, a diferencia de Sontag, que observa en la repetición incesante de la imagen fotográfica el motivo del embotamiento de la razón, o de Lazarsfeld y Merton, que perciben en el constante suministro de información de los mass-media la causa de la inmovilidad social, Simmel advierte en la actitud blasé una forma de disposición necesaria que emana del sujeto moderno –no únicamente de la imagen, ni de los mass-media– frente a la sobrecarga de nuevas excitaciones y promiscuidades físicas propias de la emergente vida en las sociedades de masas.

      Parte de este trayecto se puede cotejar también en los planteamientos de Adam Smith, uno de los primeros filósofos morales en abordar la cuestión de la experiencia visual como factor clave en la formación de la conciencia cívica del espectador moderno (Wilkinson, 2013). En La teoría de los sentimientos morales, un libro cuya primera edición data de 1759, Smith indaga por el tipo de actitud que podría asumir el hombre humanitario de Europa cuando se entera, tal vez por los periódicos de la época, quizá por las voces que le llegan del puerto de la ciudad donde vive, que hubo un enorme terremoto en la China, una región con la que no tiene vínculo alguno. Y agrega: “Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones sobre la precariedad de la vida humana”, pero “una vez manifestados estos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún incidente hubiese ocurrido”. En cambio, “si fuese a perder su dedo meñique al día siguiente, no podría dormir” (Smith, 1997, p. 252).

      Smith se ocupaba con este ejemplo de la figura del “espectador imparcial”,14 ese observador no involucrado que contempla desde la distancia el sufrimiento de personas, grupos y culturas con las cuales no tiene filiación alguna, ya sea porque habita otros territorios, porque no participa de sus creencias, no comparte su identidad, o simplemente porque le son desconocidos, pero cuya naturaleza compasiva le puede llevar a simpatizar con las desgracias de los infortunados lejanos, esto es, ponerse en su lugar por el hecho de advertir su semejanza, aunque esto no siempre ocurra. Un espectador que, al salir a la calle, se cruza, además, con un hombre que camina afligido porque ha perdido a su padre, y ante quien se muestra indiferente, pues tanto él, como su progenitor fallecido, le son por completo extraños (Smith, 1997, pp. 17-18). ¿Debería ese espectador imparcial sentirse avergonzado por su falta de involucramiento con la escena que observa? Para Smith, más que renegar de su incapacidad humana de identificarse totalmente con las desdichas de un tercero, o repudiar la felicidad que lo habita porque esas cosas no le suceden a él, el problema que tendría que superar ese observador desapasionado, ese hombre europeo que disfruta de los beneficios plenos de la civilización, es su desatención para simpatizar imaginativamente con las circunstancias relevantes de aflicción del sufriente, una simpatía que, sin embargo, es sumamente imperfecta, puesto que jamás dicho espectador podrá sentir lo suficiente por quienes han sufrido las calamidades de la vida, a pesar de que busque, mediante el viaje de la imaginación, ponerse en su lugar. El remedio, entonces, para esta falta de preocupación hacia el prójimo distante sería, según Smith, la disposición de prestar atención, de estar atento a los sentimientos de los infortunados, puesto que este es un hábito que requiere de la voluntad del espectador para darse tiempo y ponerse honestamente en el lugar del otro, lo que, entre otras cosas, constituye el cimiento de la mirada humanitaria (1997, p. 35).

      La época de Smith no era propiamente de una sobreabundancia de información, por lo que sería inapropiado afirmar que el hombre humanitario de su tiempo estaba condenado a la indolencia debido a una sobreproducción de imágenes y noticias. La suya era una época en que el periodismo, como hoy lo conocemos, apenas insinuaba su largo camino en procura de domesticar la realidad bajo los valores noticiosos de la actualidad, la novedad, la controversia y la prominencia (Abril, 1997; Ortega y Humanes, 2000). Que esto haya sido así, no impide constatar que durante la segunda mitad del siglo que a Smith le correspondió vivir, y en la primera parte del siglo siguiente, una gama creciente de expresiones populares y literarias abrieron el camino a una poderosa fascinación por el dolor y a una creciente predilección por escenarios ficcionales de sufrimiento que no estaban necesariamente circunscritos a la simpatía ilustrada del espectador imparcial smithiano, dispuesto a simpatizar con los sentimientos de su semejante y a dejarse conmover por el espectáculo del dolor humano y la miseria con fines altruistas (Halttunen, 1995). Aludimos a una serie


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