La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez


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del espectáculo y la vigilancia, la propaganda y de “todas aquellas estrategias desarrolladas para controlar poblaciones y erosionar las instituciones democráticas” (2003, p. 29), gracias a su naturaleza misma: porque no son lenguaje, estética ni arte. Como el propio Mitchell sostiene,

      […] aunque no hay duda de que la cultura visual (igual que la cultura material, oral o literaria) puede ser un instrumento de dominación, no pienso que resulte productivo singularizar los campos como el de la visualidad, las imágenes, el espectáculo o la vigilancia como los vehículos exclusivos de la tiranía política (2003, p. 33).

      Pues con esto lo que emerge es una “desafortunada tendencia a caer en una suerte de crítica iconoclasta que imagina que la destrucción o desenmascaramiento de las falsas imágenes significará una victoria política” (2003, p. 34), o cuando menos un triunfo dedicado a “sustentar nociones de ‘pureza’ estética o crítica ideológica” (Mitchell, 2009, p. 10).

      Volviendo a Sontag, en Ante el dolor de los demás ella se encargará de refutar su idea inicial acerca del efecto analgésico de la imagen fotográfica, cuando advierte que se trataba de un argumento conservador que pretendía defender la realidad y las pautas de juicio de la autenticidad ante la amenaza de la “sociedad del espectáculo” (Sontag, 2003, p. 126). Para esto, Sontag viaja hasta la primera modernidad, con el fin de volver sobre el temor expresado por algunos intelectuales de la época ante el hecho de que ser espectador de imágenes e informaciones reproducidas de manera técnica podría neutralizar el despliegue de una “fuerza moral” en el individuo y, por esa vía, corromper la sensibilidad, un aspecto que ya tuvimos la oportunidad de tratar en las páginas anteriores. Sontag cita al propio William Wordsworth, quien en el prefacio al libro Baladas líricas, escrito en 1798 en compañía de Samuel Taylor Coleridge, denuncia la corrupción de la sensibilidad, producida por “los grandes acontecimientos nacionales que tienen lugar a diario y la creciente acumulación de los hombres en las ciudades”, fenómenos responsables de producir un proceso de sobreexitación en el individuo, que incide en “el embotamiento de las capacidades mentales de discernimiento” y “las reduce a un estado de torpor salvaje” (Wordsworth, citado en Sontag, 2003, pp. 123-124). Al traer esta cita del pasado, Sontag tiene el mérito no solo de “ilustrar la amnesia de quienes descubren en el presente una pura originalidad” (Sarlo, 2003, p. 8), sino también hacer evidente que “el argumento según el cual la vida moderna consiste en una dieta de horrores que nos corrompe y a la que nos habituamos gradualmente es una idea fundadora de la crítica de la modernidad” (Sontag, 2003, p. 123).

      Un cuarto de siglo más tarde de su primer libro sobre la fotografía, Sontag entabla entonces una discusión con dos de sus planteamientos tempranos acerca del efecto de la fotografía: la idea de que “la atención pública está guiada por las atenciones de los medios: lo que denota, de modo concluyente, imágenes” (Sontag, 2003, p. 121); y la sospecha de que el poder de la imagen radica en volver insensible al espectador. Detengámonos en la segunda. Si, en el ensayo que da apertura a Sobre la fotografía, Sontag afirmaba que la exhibición repetida del dolor anestesiaba la percepción, en Ante el dolor de los demás se encargará de sembrar la duda. ¿Es cierto esto? “Lo creía cuando lo escribí, ya no estoy tan segura”. Y agrega: “¿cuál es la prueba de que el impacto de las fotografías se atenúa, de que nuestra cultura de espectador neutraliza la fuerza moral de la fotografía de atrocidades?” (2003, p. 122). En la respuesta a los motivos que la llevaron a modificar su posición inicial frente a la imagen se encuentra parte de esta reconsideración: “¿Que le hizo cambiar de opinión?”, le preguntan en una entrevista en abril de 2003:

      La realidad –responde–. La imagen de Cristo, por ejemplo, ¿cuántos años llevan sus fieles contemplando ese hombre ensangrentado, agonizante, desnudo, a tamaño natural? Si fuera cierto que nos acostumbramos al sufrimiento, hace mucho que los católicos habrían dejado de conmoverse. No lo han hecho. A veces tenemos que someter lo que pensamos a este tipo de verificaciones decisivas. Si te sientes comprometido con determinadas imágenes, las hayas visto una o cien veces seguirás sufriendo (en Espada, 2004).

      De ahí que, para Sontag,

      […] el punto de vista propuesto en Sobre la fotografía –según el cual nuestra capacidad de responder a nuestras experiencias con renovadas emociones y pertinencia ética está siendo socavada por la incesante difusión de imágenes vulgares y espantosas– puede catalogarse como la crítica conservadora de la difusión de tales imágenes (2003, p. 126).

      En una clara alusión a Guy Debord y Jean Baudrillard, pensadores con los cuales inicialmente coincidió, Sontag señala que “la afirmación de que la guerra, como todo lo demás que parece real, es médiatique, resulta común”. En el desarrollo de esta crítica, dice,

      […] no hay nada que defender: las enormes fauces de la modernidad han masticado la realidad y escupido todo el revoltijo en forma de imágenes […] La realidad ha abdicado. Solo hay representaciones: los medios de comunicación (2003, pp. 126-127).

      Por tanto, para ella, la constatación “de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es de un provincialismo espantoso”, porque “convierte en universales los hábitos visuales de una reducida población instruida que vive en una de las regiones opulentas del mundo, donde las noticias han sido convertidas en entretenimiento”; y porque, además, “supone que cada cual es un espectador” e “insinúa, de modo perverso, a la ligera, que en el mundo no hay sufrimiento real” (2003, p. 128).

      De ahí su autocrítica al llamado que hace al final del libro Sobre la fotografía a instaurar una “ecología no solo de las cosas reales sino también de las imágenes” (Sontag, 1996, p. 175), que tenga por objetivo limitar el despilfarro consumista de estas últimas y regular su producción, en el contexto de un mundo cada vez más saturado de imágenes. En Ante el dolor de los demás, Sontag vuelve sobre este diagnóstico, y sobre lo que ella y otros intelectuales reclamaban décadas atrás. ¿Cuál era ese reclamo? “¿Que las imágenes de la carnicería se limiten a, digamos, una vez por semana? En sentido más general, ¿que porfiemos en lo que pedí en Sobre la fotografía: ‘Una ecología de las imágenes’?”. Frente a lo cual responde: “No habrá ecología de las imágenes. Ningún Comité de Guardianes racionará el horror en aras de mantener plena nuestra capacidad de conmoción. Y los horrores mismos no se acentuarán” (Sontag, 2003, pp. 125-126).

      Sontag desautoriza por esta vía sus afirmaciones iniciales respecto al efecto analgésico de la fotografía:

      […] la gente no se curte ante lo que se le muestra –si acaso esta es la manera adecuada de describir lo que ocurre– por la cantidad de imágenes que se le vuelcan encima. La pasividad es lo que embota los sentimientos. Los estados que se califican como apatía, anestesia moral o emocional, están plenos de sentimientos (2003, p. 118).

      De este modo, los factores de la habituación y la repetición con que los críticos han examinado el tránsito del poder de la imagen a puro simulacro, o simple normalización, encuentran en la autocrítica de Sontag un punto de vista interesante para volver a preguntar: ¿de dónde viene, entonces, el acostumbramiento, si no es por la cantidad de imágenes repetidas de lo intolerable? Aquí la respuesta de Sontag retoma su primer litigio con la imagen, visto en páginas anteriores, cuando se refiere a la ausencia, o existencia, de un espacio propicio de conciencia política para interpretar la imagen. Para ella, la apatía, el entumecimiento y la anestesia hablan “menos de la imagen y de su proliferación, que de la imposibilidad de participar significativamente en una esfera política para cambiar aquello


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