La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez


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“pero es el momento que se captura y se ve en Occidente”, dice una de las voces en off que guían el filme (Godard y Gorin, 1972). ¿Es casual este detalle? Godard y Gorin consideran que no. Porque además de la boca cerrada, la fotografía encuadra la mirada consternada de la actriz, no lo que ella ve. Sin embargo, sus ojos miran a ningún lado, están perdidos en la imagen. Para ambos cineastas, a pesar de que hay solo dos personas de frente a la cámara, y que el resto está de espaldas, el rostro borroso del anónimo vietnamita es claro, mientras el de Fonda es confuso. ¿Por qué? Porque la expresión facial de Fonda es la de una actriz dramática que ya ha ensayado ese gesto en algunas de sus películas. La del vietnamita, en cambio, es una cara de lucha. Sus ojos reflejan a lo que se enfrenta a diario. “¿En qué piensa Fonda?”, se preguntan ellos. Puede ser en Vietnam, pero puede ser en otra cosa. Esos ojos y esa boca requieren, por tanto, de la leyenda que ayude a explicar este vacío de la imagen, pero a costa de sabotearla, de tornarla más opaca.

      ¿Quién comunica entonces el significado: el texto o la imagen? A propósito de Accidental Napalm Attack, una de las fotografías más icónicas de las guerras contemporáneas tomada por Nick Ut, el fotógrafo de la Associated Press (AP), en junio de 1972, en la que aparece una niña desnuda escapando a un bombardeo cerca de la frontera con Camboya, los académicos Robert Hariman y John Lucaites afirman que el texto que acompaña esta imagen ciertamente proporciona un contexto que es revelador. ¿Cuál? Que la fotografía fue tomada en Vietnam, que la horrorizada niña tiene quemaduras en la espalda y que está huyendo, desnuda, junto con otros niños vietnamitas, por una carretera luego de que la aldea donde vivían fuera bombardeada con napalm (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40). Por medio de la leyenda, el espectador recibe señales que le ofrecen una información que la imagen no suministra: es una descripción que combina un significado que, por un lado, se encuentra en la imagen, pero, por otro, está por fuera de ella. Sin embargo, así como esta fotografía requiere de las palabras para comunicar un significado específico al espectador, no depende del texto para afectarlo moralmente. Su significado moral, dicen estos autores, está precisamente en la ruptura, en el desgarro que la imagen de la aterrorizada niña produce en las narrativas oficiales que justificaron la acción militar en Vietnam e inhibieron la conciencia moral sobre sus desastres (2003, p. 41). El poder de fotografías como Accidental Napalm Attack se deriva de la imagen misma, aunque esta sea difícil de aprehender.

      ¿Por qué son poderosas este tipo de fotografías? Esta imagen es poderosa por múltiples razones: porque “muestra lo que las narrativas de la prensa ocultan” (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40); porque presenta verdades incómodas que la gente ha sospechado; porque revela que los niños no deben estar envueltos en la guerra y, mucho menos, ser objetivos de esta; porque las fotografías de niñas desnudas no deben difundirse; o porque, como espectadores, nos sentimos incómodos si tomamos conciencia de que estas cosas suceden (Möller, 2009). Para Frank Möller, la respuesta al poder de una imagen como estas puede estar en una combinación de las anteriores conjeturas, pero en todas ellas habrá siempre un grado de desasosiego y ambigüedad en cuanto a lo que constituye dicho poder. El meollo es que esa pluralidad de sentidos se suele interpretar como una carencia del significado estable, del significado brindado por el texto, en el marco de una obsesión que consiste en reducir las imágenes al lenguaje, lo cual, según Möller, refleja una incomprensión de cómo trabaja la cultura visual y, por ende, un desconocimiento de ese residuo de incertidumbre inherente a las imágenes que es difícil de domesticar, por mucho que lo intentemos (Möller, 2009, p. 176).

      Dudas como estas coinciden con la afirmación de Sontag de que si bien se espera que el pie de foto –la voz ausente de la fotografía– diga la verdad, “aun un pie absolutamente preciso es solo una interpretación, necesariamente limitada, de la fotografía que acompaña” (Sontag, 1996, p. 111). Pero, al fin y al cabo, es una interpretación, que además introduce un modo de conocimiento que, según Sontag, la fotografía no tiene. Porque, aun cuando ella reconoce que mirar el dolor de los demás es el primer paso para articular un proceso cognitivo, la sola reivindicación de la imagen no basta para que el sufrimiento del otro “sea percibido y pueda sostener un juicio intelectual (de conocimiento) y moral (de práctica)” (Sarlo, 2003, p. 10), razón por la cual las imágenes deben esperar a que alguien las interprete, a que exista un ambiente adecuado que les permita hablar: un espacio político por fuera de la imagen misma. De ahí que, siguiendo a Sontag, a la fotografía no se la pueda dejar sola, y que sea preciso apoyarse en los pies de foto que suplan lo visual, en las narraciones que suministren los contextos y en los análisis que complementen las imágenes obsesivas y puntuales de la fotografía, como si estas fueran apenas un vehículo de transmisión de respuestas primarias que se instalan en un estadio anterior a la interpretación e inferior a la comprensión: son preinterpretativas e infracomprensivas.

      ¿Es la interpretación visual un oxímoron? Judith Butler no lo piensa así. En el capítulo 2 del libro Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Butler entabla una interesante discusión con la dificultad que tiene Sontag para entender “la manera cómo [sic] elaboran sus ‘argumentos’ [los] medios de comunicación no verbales o no lingüísticos” (Butler, 2010, p. 104). Lo que, según ella, obedece a que, en el pensamiento de Sontag, “existe una especie de persistente escisión entre estar afectados y ser capaces de pensar y comprender, una escisión representada en los efectos diferentes de la fotografía y la prosa” (2010, p. 104), que lleva a la escritora a disociar la comprensión del afecto, la emoción de la explicación, o, en otras palabras, a asumir que las imágenes son cruciales para el afecto, pero inocuas para el pensamiento. A propósito de las escenas de tortura ocurridas en la cárcel de Abu Ghraib, Irak, entre 2003 y 2004, Buttler sostiene que “la fotografía no es meramente una imagen visual en espera de interpretación; ella misma está interpretando de manera activa, incluso, a veces, de manera coercitiva” (2010, p. 106). ¿Cómo? A través del frame, es decir, del “marco”, “encuadre” o “enmarcado”, que funciona no solo como frontera de la imagen, sino también como estructurador de la misma (2010, pp. 105-106), porque

      […] al enmarcar la realidad, la fotografía ya ha determinado lo que va a contar dentro del marco, [lo que constituye] un acto de delimitación que es interpretativo con toda seguridad, como lo son, potencialmente los distintos efectos del ángulo, el enfoque, la luz, etcétera (2010, pp. 100-101).

      A igual que Sontag, Butler está interesada en la representación visual de la atrocidad, razón por la cual dirige su atención a los modos en que respondemos al dolor de los demás a través de esquemas normativos de percepción y reconocimiento de lo humano –los marcos–, que hacen posible que, en situaciones de guerra, unas vidas sean calificadas como dignas de ser lloradas, de salvarse y defenderse, mientras que otras no; son esquemas perceptivos que hacen que reaccionemos ante ciertas formas de violencia con horror, mientras que a otras las afrontamos con aceptación, superioridad moral e, incluso, con triunfalismo (Butler, 2010, p. 78). “¿Qué permite a una vida volverse visible en su precariedad y en su necesidad de cobijo, y qué es lo que nos impide ver o comprender ciertas vidas de esta manera?” (Butler, 2010, p. 80). Para Butler, lo que hace posible llorar unas vidas, elaborarles el duelo público que a otras se les niega, radica tanto en una estructura del pensamiento como también del afecto, algo que en las confrontaciones bélicas se experimenta de modo diferencial, ya que ni los cuerpos ni los objetos comprometidos en la violencia generan de forma natural afectos. A ella le llama la atención cómo, en las guerras actuales, los poderes político y militar trabajan detalladamente en los ámbitos de la percepción y la representabilidad, esto es, en apropiarse de los campos de percepción inmaterial, “con el fin


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