Mi pequeña guerra inútil. Pablo Farrés

Mi pequeña guerra inútil - Pablo Farrés


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pie embadurnado de la mierda de Jack —así se llamaba el bendito perro—. Fui hacia el baño, me lavé el pie, tomé el papel higiénico y la botella de lavandina, volví al cuarto y limpie la mierda de Jack. ¿Era yo el que había decidido marcharse de esa casa para no volver nunca más o era esa mujer la que me estaba echando? Ya no tenía la menor importancia, sólo importaba irme cuanto antes. Terminé de preparar el bolso y me vestí con mi uniforme de teniente coronel. El auto del ejército debía pasarme a buscar para llevarme al aeropuerto.

      Mary debía estar como siempre en la cocina, por lo que me encaminé en dirección contraria, hacia el comedor, intentando que ella no escuchara mis pasos y me obligara a la palabra y algún tipo de despedida. Para mi mal, ella estaba despatarrada en el sillón del comedor como si estuviera esperando que yo pasara por allí.

      Hablaba por teléfono, se reía y no sé de qué se reía.

      Sí tenía claro con quién estaba hablando. No su nombre, nunca quise saber los nombres de los tipos con los que Mary se encamaba cada vez que yo me iba de viaje a alguna misión o quedaba acuartelado en Londres.

      Lo sabía porque era ella la que me lo decía. No sus nombres, nunca me decía sus nombres, solamente hacía mención de que se trataba de un negro —acaso se trataba de un solo negro que la complacía como si se tratara de un pelotón de negros, pero a mí se me daba por pensar que se trataba de un pelotón de negros que en la cabeza de Mary funcionaban todos en conjunto como un mismo y único negro.

      No podía recriminarle que se encamara con el que quisiera, en el fondo sabía que aquello era mi culpa. Desde hacía mucho yo la incitaba a encamarnos con un tercero, y ella siempre se había negado. Un día accedió, aunque ciertamente no había accedido sino de mala gana y seguramente forzada por las pastillas que había metido en su copa de champagne durante cierta fiesta que habíamos organizado en casa. Tres o cuatro copas después, tres o cuatro pastillitas allí disueltas, y nos encontrábamos en la cama: ella con los ojos vendados, las manos atadas detrás de la espalda, con la cabeza contra el colchón, de rodillas y con la cola levantada; yo sobándole el ano hasta dejarlo lo suficientemente dilatado como para que un camarada que yo había seleccionado para la cuestión solamente tuviera que introducir su pene y sodomizarla. El camarada sodomizó a mi mujer y mi mujer no dijo nada. Desde entonces comenzamos un raid en busca de tipos con los que encamarnos. La segunda o tercera vez que lo hicimos la escena había perdido magia. Los dos lo sabíamos, pero ella había tomado el mando de la nave y me obligaba a continuar. Todo iba en decadencia, no sólo el deseo, sino también los lugares y los tipos: de boliches swingers super ambientados y racionalizados para el encuentro de clientes que compartíamos el mismo target, fuimos derivando en el puro nomadismo nocturno por los barrios bajos de Londres al acecho de cualquier tipo que por más apestoso y reventado que se presentara le sirviera a Mary para mostrarme de lo que era capaz. Sabía yo que aquello era su venganza, pero no esperaba la crueldad que me tenía reservada: la siguiente fase, la fase superadora, fue un negro. Había sido el día del festejo de mi cumpleaños —todos se habían marchado, Mary me había llevado a la cama, había apagado la luz del cuarto, me había atado boca arriba contra los barrales, se había subido arriba mío y ya había empezado a moverse; de pronto vi que su cabeza estaba dirigida hacia un lado y que su cabeza se movía como un pájaro carpintero contra el árbol y que su boca se metía dentro la pija de un negro. No dije nada, nada podía decirle, aunque en verdad me hubiese gustado decirle que ya era suficiente, que la cortara con aquello, que sabía que los negros a mí no me gustaban, que me daban alergia y que me parecía mejor coger con un mono que coger con un negro. Eso es lo que me hubiese gustado decirle y no le dije cuando el negro la tomó del pelo, le sacó la verga de la boca, se subió arriba de la cama y la sodomizó de una, así como si nada.

      Asco es la palabra —¿es comunicable la palabra asco o el asco ya es la expresión física y directa, efecto orgánico del hecho de sentir asco?—, asco no sólo de tener al negro ahí sodomizando a mi mujer sino enseguida asco también de la cara del negro acercándose a mi cara, mirándome como si estuviera escarbando en mi cerebro, metiéndome finalmente su lengua de mono colonizado dentro de mi boca apabullando mi propia lengua, enroscándola con sus movimientos de serpiente. Entonces ocurrió lo que Mary debió haber proyectado. El negro se paró y zarandeó su pija delante de mi boca. No podía haber nada más humillante. La desesperación me ganó. Me quité las cuerdas con las que me habían atado, empujé al negro, y le di un cachetazo a Mary. Mary golpeó su cabeza contra la pared. Me llamó “puto”. Le di otro cachetazo. Volvió a llamarme “puto”. Le di una piña en la cabeza, y luego una patada en las costillas. Después…, no sé qué pasó después. Pero ¿puedo decirlo?, ¿vale decirlo? Sé que a Mary no le gustaban los negros, no podían gustarle los negros. Era una cuestión biológica, orgánica. Sé de dónde ella venía, y de donde venía era imposible que un negro tuviera mayor entidad que una garrapata, incluso que una garrapata negra. Era a propósito, siempre había sido a propósito, sólo se encamaba con negros para humillarme y que todo el mundo se enteraba que la mujer de un teniente de los ejércitos de la corona se encamaba con negros.

      En fin, esa vez Mary estaba despatarrada sobre el sillón hablando con unos de sus negros, mientras yo me encaminaba hacia la puerta buscando mis Malvinas. En el momento en que tomé la manija, Mary me chistó como si yo fuera el negro con el que se comunicaba. Tenía el brazo levantado en mi dirección con un sobre que tomaba entre las yemas de sus dedos, como si aquello le diera el mismo asco que a mí me daban sus negros.

      —Es para vos —dijo, alejándose por un instante del teléfono. A propósito, hoy ni se te ocurra volver antes de las ocho de la noche. Voy a estar ocupada.

      Tomé el sobre, nada le respondí, pero me gustó la idea de que ella todavía pudiese esperar que yo volviera alguna vez, después de las ocho de la noche o cuando fuera. Me gustó no decirle que ya no volvería a verla, que se quedara con todos los negros mugrientos que descendieran de los árboles para aparearse en sus entrañas.

      Abrí la puerta y salí. En la vereda estaba estacionando el auto oficial. Rápido subí al asiento trasero, acomodé mi bolso, y luego levanté la vista hacia el espejo retrovisor: ¡dios mío, otro negro!, otro negro y encima trabajando para el ejército.

      “Londres apesta”, le dije al negro sin que el negro me escuchara, o quizás el negro me escuchó pero no era capaz de comprender cuestiones del lenguaje tan básicas como el enunciado “Londres apesta”. Digo porque encima se trataba de un negro esforzado, no sólo porque el tono oscuro de la piel verdaderamente debió haberle demandado un buen tiempo de concentración física y espiritual acumulando noche, sino fundamentalmente porque era un negro peludo que parecía no tener ningún problema con ostentar su condición de mono.

      Me sorprendió porque en general a los negros les gusta el camuflaje, y como todo el mundo sabe, al menos todo el mundo que vive en Londres y es como mínimo teniente coronel del ejército inglés, sabe que los negros son monos depilados, muy depilados, esforzadamente depilados.

      Y se sabe además que los monos depilados se depilan para no parecer monos y al menos contentarse con ser negros.

      Aunque también los negros tienen su propia épica y una vez que dejaron de ser monos quieren también dejar de ser negros, y entonces se vuelven latinos pero los latinos tampoco quieren ser latinos y hacen de todo para no parecerlo y entonces se transforman en argentinos.

      Pero claro está, las ínfulas del argentino intentando trascender su condición de latino, negro y mono chocan contra las fuerzas inglesas que los devuelven a su condición verdadera.

      Todo soldado inglés ha sabido que matar a un argentino siempre significa matar a un negro y con ello desde luego matar a un mono.

      Por eso ganamos la guerra.

      Porque la guerra es una cuestión zoológica.

      Porque la guerra siempre es entre el animal y el hombre.

      Incluso los argentinos saben de su condición de monos depilados que parecen negros y por eso cada tanto envían al sacrificio a sus monos más negros y peor depilados.

      Pero, bueno, allá ellos. En la otra punta del planeta: nosotros —nosotros con nuestros negros y la pregunta


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