Mi pequeña guerra inútil. Pablo Farrés

Mi pequeña guerra inútil - Pablo Farrés


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oficiales que trasladan a tenientes coroneles?

      Quité la vista del espejo retrovisor y del mono peludo que tenía por chofer, e intentando olvidar aquello perdí la mirada en el paisaje de las calles londinenses para encontrarme, claro está, con monos peludos caminando de aquí para allá vestidos con trajes, jeans, polleras, blusas, zapatos, manejando autos, vendiendo diarios, haciendo de policías.

      Y cuando digo monos, digo monos de verdad, monos peludos, sin ningún tapujo de andar así como monos, monos que ya no necesitaban esconderse bajo el disfraz de un negro, monos que ya no necesitaban hacerse los latinos ni menos aún travestirse en argentinos, monos, simples monos.

      Cerré los ojos. Aquella visión me excedía.

      No era la primera vez que pasaba: últimamente a la realidad se le daba por cometer esos trucos de magia y donde estuviere, todo en derredor se me transformaba en la jaula de monos de un zoológico fantástico.

      Ya no era un problema de políticas liberales multiculturalistas y todo eso, sino concretamente de alucinaciones que se inscribían en el forro interno de mi cerebro. Incluso soñar tan fuertemente ser un soldado argentino, y por lo tanto un soldado negro, y por lo tanto un mono depilado que pretendía retomar la guerra en un parque de diversiones, no podía sino ser parte de lo mismo.

      No, no podía más conmigo mismo. Ni Mary me quedaba. Oh, Mary, ¿por qué me hiciste eso?

      Mary, la carta.

      Todavía tenía entre mis dedos el sobre de la carta que Mary me había dado. La abrí sólo para olvidar lo que me rodeaba y acaso con la esperanza de que Mary se hubiera dignado a ofrecer sus disculpas y rogar que comenzáramos todo de nuevo ya sin negros dando vueltas en nuestra cama.

      Saqué el papel del sobre. La fecha era de ese mismo día. También habían escrito la hora y los minutos: 11 y 46. Miré mi reloj, eran las 11 y 46.

      No pequeño, ese fue un primer asombro. Enseguida me sorprendió que la letra fuese tan parecida a la mía, incluso tendría que afirmar que era absolutamente idéntica a mi letra.

      La carta estaba escrita en mi nombre y dirigida a mi persona.

      Debía estar muy loco como para escribirme a mí mismo como si yo fuera otro.

      Debía estar muy loco como para leer esa carta y no recordar siquiera haberla escrito.

      “Nos conocemos y no nos conocemos. Mi nombre es Gerónimo Elbosco. Ese no es mi verdadero nombre. No lo es porque vos y yo somos el mismo, vos viniendo hacia mí, yo esperándote llegar. Me espero a mí mismo en mi propia llegada. Ese es mi estilo. También será el tuyo”.

      Así comenzaba la carta.

      Pensé, claro está, que me estaban haciendo una broma que todavía no lograba comprender.

      Alguien, acaso Mary enterada de que me iría de paseo por Malvinas, había escrito aquello sólo para reírse de mí y de mi cara leyendo aquellas palabras. Quizás calculó el momento en que la iría a leer y escribió una hora y unos minutos posibles. Conocía mi letra, bien podía haberla copiado.

      ¿Pero cómo podía saber que yo desde hacía meses soñaba que era un soldado argentino llamado Gerónimo Elbosco?

      Nunca se lo había dicho a nadie. Nadie podía saber que existía un engendro fantasmal que cada noche aparecía en mi cerebro con ese nombre.

      Esa fue mi primera reacción: la del rechazo.

      Sin embargo enseguida se dio un asombro mayor: el tal Gerónimo Elbosco no sólo afirmaba que éramos la misma persona sino que además contaba el contenido exacto y detallado de lo que yo venía soñando: que siendo argentino había sido reclutado para participar en la guerra de Malvinas con la misión de asesinar al Teniente John Anderson, que había viajado a Puerto Madryn, que se había embarcado en un buque llamado El Pichi, que las Islas se habían mudado, que tuvieron que atravesar la Patagonia y las montañas de Los Andes con el barco a cuestas, que cuando llegaron a las Islas se encontraron con un Parque de Diversiones, que en el Parque de Diversiones había sido fusilado y luego, por vaya uno a saber qué azares del destino, había revivido con el nombre de John Anderson, teniente coronel del ejército de la corona.

      “No creas en nada de lo que ves. Seguimos en Malvinas…”, me escribió el tal Gerónimo Elbosco. “Mary, su perro Jack, tu casa londinense, Londres mismo, el negro que en este momento está conduciendo el auto oficial no existen. Nada de eso está ocurriendo sino en tu cabeza. No, no creas ni en vos mismo, No sos teniente de nada, no trabajás para el ejército de la corona. No sos más que un simple soldado raso, un soldado argentino”.

      Mi asombro tomó el aspecto de un elefante engordado dentro de una cristalería: no sólo porque me trataba de soldado argentino sino fundamentalmente por la pregunta. ¿Cómo sabía Gerónimo Elbosco que yo tenía una esposa llamada Mary y un perro de nombre Jack?, incluso, ¿cómo podía saber que en ese momento estaba arriba del auto oficial que conducía un negro?

      Llegado a ese punto levanté la vista y miré de nuevo al negro por el espejo retrovisor. ¿Era ese negro el que me estaba boludeando con aquella carta? ¿Era ese mono el que me acusaba de ser un soldado argentino? Seguí buscando su mirada en el espejo, pero sus ojos clavados en algún punto fijo de la ruta que ya habíamos tomado rumbo a la base aérea parecían no registrarme. Acaso ese negro tenía información sobre mí, quizás se trataba de alguno de los amantes de Mary y juntos me estaban montando la trampa. No sabía qué pensar, pero me daba cuenta que ya había comenzado a tomar en serio la carta y la posibilidad de que existiera alguien llamado Gerónimo Elbosco que la había escrito.

      “Estamos atrapados en Malvinas. Lo que te rodea no es más que el efecto de los psicofármacos que contaminan el aire desde hace treinta años. En 1982, el mismo día que se produjo el desembarco argentino, la aviación inglesa lanzó bombas psicofarmacológicas. Los efectos habían sido programados: de pronto la guerra ya había ocurrido y los soldados argentinos supieron que todo estaba terminado antes de que en verdad comenzara: recordaron haber muerto de frío, de hambre, supieron lo que hacía el fuego abrazando el cuerpo de un compañero, vieron sus propios cadáveres destrozados por la guerra y se dejaron hacer entendiendo que ya nada tenía sentido. Los enterraron vivos sin que ninguno se resistiera.

      Eso en algunos casos; en otros se dio que soldados argentinos de pronto se supieran ciudadanos ingleses defendiendo su patria. Se trataba de una jaula psíquica. Ese fue el modo en que ganamos la guerra sin que ni siquiera existiera una guerra.

      Treinta años después, los efectos de las bombas siguen activos. Las tropas inglesas que han quedado en Malvinas sufren alucinaciones semejantes. Las Islas se han transformado en un Parque de Diversiones Psicotoxicológico.

      El efecto alucinatorio es tan radical que distorsiona el pasado, el presente y el futuro. De pronto, no sabés ni cómo te llamás. Puedo estar escribiéndote esto y a la vez vivir un pasado distante en el que estoy leyendo lo que escribí en el futuro.

      Nadie desde el poder lo admitirá; la documentación acerca de los bombardeos psicotoxicológicos ha sido borrada. Las pruebas concretas, es decir, el testimonio de aquellos que habitamos lo que ha quedado de las Islas, presenta una imposibilidad estructural: nadie puede dar testimonio de no estar donde está. Sólo se trata de meter las narices en las cercanías de Malvinas y saber de qué se trata la pérdida, no la pérdida de esto o de aquello, sino ese tipo de pérdidas en las que se juega la propia existencia y uno ya no sabe ni cómo se llama.

      Te escribo para que no vengas. Estuve allí mismo donde vos estás ahora y sé que todavía tenés una oportunidad. Para mí ya es tarde. Ojalá nunca llegues a este lugar donde ya estás, porque acá no existe posibilidad de nada.

      Quedate en Londres aunque Londres no exista. Nada podés hacer acá. Es inútil luchar contra tu propio cerebro, ahí adentro la guerra ya está perdida para siempre. Quedate en Inglaterra. Bajá ahora mismo del auto y volvé junto a Mary. Encerrate en la casa y ya no salgas. Soportá lo que tengas que soportar con ella: sus negros, la mierda de su perro, todo lo que se te ocurra pero quedate ahí, siempre va a ser mejor que tener que volver a Malvinas.


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