Mi pequeña guerra inútil. Pablo Farrés
no sé nada —dije decidido a mantener en silencio todo lo relativo a la carta de Gerónimo Elbosco y las bombas.
—Entonces entérese.
—No tengo nada de qué enterarme. Soy el nuevo comandante, ¿entiende? Es usted el que tiene que enterarse.
—No pretendo ofenderlo, teniente. Es que cosas así pasan todo el tiempo. Y no sólo pasa con muertos que alucinan estar vivos, también ocurre al revés. Hay soldados que alucinan haber muerto y entonces actúan como muertos. Usted los vio en el camino: cadáveres por todas partes, entre los pastizales, a los costados de la ruta, entre las rocas de los acantilados, siempre rígidos, sin que la intemperie, las heladas o la noche los interpele en algo. El efecto psicotoxicológico es sorprendente: nunca se mueven, no respiran, ni el más mínimo latido del corazón registran. Pueden estar así durante años y años. El único modo de facilitarles acabar con la alucinación es, justamente, matándolos. Un tiro les atraviesa el cráneo y de pronto despiertan de la alucinación, y se dan cuenta que siempre habían estado vivos. Claro que así andan después, haciendo sus cosas sí, pero con un agujero en la cabeza que ya no va a cicatrizar ni ellos olvidar.
—Lo que dice es un absurdo. No me haga perder más tiempo, quiero ver a su superior, el teniente Anderson —le dije a Reynols.
—¿Anderson? Anderson está muerto.
—¿De qué habla? El gobierno inglés me envió a suplantar a Anderson en el mando de los destacamentos.
—Le digo que murió hace cinco meses.
—¿Quién está al mando entonces?
—En verdad no hay nadie a cargo, pero el que ordena un poco las tropas es el coronel Thompson. Lo está esperando desde hace mucho tiempo. No veía la hora de que alguien viniera a hacerse cargo de todo esto.
—¿Por qué no informaron de la muerte de Anderson?
—Porque a nadie le importaba ni la suerte de Anderson ni la de ninguno de nosotros. Usted todavía no ha comprendido lo que nos está dado, usted se dará cuenta por sí solo.
—¿De qué me tengo que dar cuenta?
—Para empezar tiene que saber que usted nunca ha venido a la Isla. Siempre ha estado aquí con nosotros. De acá no se entra ni se sale.
No sé qué quise preguntarle a Reynols sobre la cuestión pero entonces los otros soldados que nos acompañaban levantaron sus ametralladoras y dispararon hacia la misma dirección que antes había disparado Reynols, y ya nada pude decir. El polvo se levantó envolviéndonos. Las ráfagas de los disparos no terminaban más y yo no comprendía contra quién estaban disparando si allí delante nuestro no había más que el campo con dos cadáveres arruinados.
Entonces di unos pasos hacia el costado del lugar, salí del corral y lo vi: cientos de hombres desnudos habían aparecido de no sé dónde y corrían a campo traviesa en la misma dirección que los anteriores.
Los disparos de las ametralladoras de nuestros soldados los alcanzaron a mitad de camino y cayeron desplomados aquí, allá y más allá.
Pensé que con aquello todo había terminado. Pero fue entonces que los cuerpos desnudos que no habían sido alcanzados por los disparos, de pronto, se echaron a volar.
Ascendieron unos cien metros hacia el cielo azul, con los brazos abiertos y dando pataditas en el aire.
Pensé que se trataba de alucinaciones. El mundo me interpelaba pretendiendo que yo diera un paso, sólo un paso más para caer en el abismo mental. Pero no se trataba de mi intimidad desbocada. Los soldados que estaban a mi lado necesariamente estaban viendo lo mismo que yo: levantaron las armas y continuaron con las ráfagas de sus metralletas, ahora apuntándole a aquellos hombres voladores. No se trataba entonces de las trampas que el cerebro podía montar sino de un fenómeno compartido.
De un modo u otro, debía resistir aquello, sólo dejarme estar, que lo que me rodeaba transcurriera como una película hasta encontrar alguna coordinación. Mientras tanto, los hombres voladores caían en picada, heridos o fusilados por los disparos de mis soldados. Aquello duró unos diez minutos, los suficientes en todo caso como para no olvidarme del olor a pelo quemado, pólvora y sangre que se mezclaban en el aire. Ninguno se iba a olvidar del silencio en el que nos hundimos cuando los cuerpos cayeron desde el cielo y ya no hubo más movimiento que el de los pájaros negros revoloteando sobre los muertos, para arrebatar pedazos de carne que se llevaban en el vuelo o quedarse allí picoteando lo que podían.
Aquello me había dejado mudo.
No quería volver a hablar con Reynols.
Aprovechando el desconcierto me perdí entre los soldados que se dispersaban hacia los pabellones.
Toda mi vida me había preparado para la guerra —pensaba—, hacer la guerra contra un enemigo externo, un enemigo que, venido desde la otra punta del planeta, me mirara a los ojos y pusiera en juego mi existencia, pero la guerra era contra de mí mismo, contra mi propio cerebro, y para ello no estaba preparado.
Caminaba solo entre los pastizales recordando la carta de Gerónimo Elbosco y lo que Reynols acababa de decir. Empezaba a creer que el gobierno inglés no me había dicho lo que debía decirme: la guerra nunca existió, sólo se la había ganado controlando —arruinando, estropeando— las imágenes mentales del enemigo pero con ello también condenando a las propias tropas inglesas a la pérdida más radical, ¿para qué entonces me habían enviado a la Isla, si en la Isla ya no había nada que hacer más que regodearse en el horror de un mundo que está siempre volviéndose otro? ¿Había sido una trampa? ¿Alguien en el gobierno, alguien en el ejército, había ordenado mi traslado a Malvinas sólo como condena por algo que no lograba identificar?
Pero acaso esa línea paranoica era mi propia defensa ante lo que no quería preguntarme a mí mismo: ¿qué había querido decir Reynols cuando dijo que “de la Isla no se entra ni se sale”?
III
Mis pasos me llevaron hacia los pabellones centrales. Pregunté por la oficina del tal coronel Thompson que Reynols había mencionado como el responsable de las tropas luego de la muerte de Anderson. Necesitaba que explicara, él, solamente él, qué había sucedido con Anderson. Un soldado me acompañó caminando en silencio. Su oficina se levantaba en el borde de los destacamentos.
Tenía mucho para preguntarle a Thompson pero él no tenía nada para decirrme: golpeé la puerta y no respondió, golpeé la puerta tres o cuatro veces más y gritó que me fuera, que no tenía tiempo para atender a nadie.
—Soy el nuevo comandante de las tropas. Usted debe estar informado quién soy.
—Le repito: no tengo tiempo para atenderlo. Vuelva en un rato, o mejor mañana.
—He venido para tomar el mando de las tropas, ¿entiende? Desde ahora soy su superior. Abra ya mismo.
—No puedo abrirle. Vuelva mañana, teniente.
—Abra o lo mando a apresar —le grité mientras golpeaba la puerta con los puños cerrados y pateaba la cerradura.
Fue entonces que Thompson abrió, pero ni siquiera me permitió pasar. Me chocó la palidez de su rostro acentuada por el pelo crespo y sus ojos negrísimos. Se mostraba nervioso, no por mi presencia sino por algo que ocurría dentro de la oficina. Desde allí venían los gritos de un chico que chillaba como si lo estuvieran desollando.
—¿Por qué no me deja pasar?
—No puedo, no le va a gustar ver.
—Es una orden. Quiero ver que hay dentro —dije mientras escuchamos los gritos del chico y la voz de un hombre adulto.
La voz del hombre cesó, pero entonces se escucharon golpes contra una pared o un mueble. Los gritos del chico se repitieron dos o tres veces más, y luego se hicieron continuos. El coronel Thompson giró la cabeza hacia el interior, luego volvió hacia mí e intentó cerrarme la puerta en la cara. Yo puse el pie contra el marco y me eché