Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


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a todo lo anterior triunfó sin necesidad de guerras ni otro tipo de conflictos. Las religiones dañinas, los nacionalismos enfermizos, el odio al vecino, la codicia desmedida... todos los cánceres de las sociedades primitivas que acababan en enfrentamientos sangrientos y miseria, simplemente se diluyeron como el azúcar.

      Ángela se meció en la butaca y dejó que sus valiosos últimos minutos transcurriesen plácidamente. Percibió un tenue aroma a marihuana. Ahmed llegaba desde el supermercado con algunos encargos: leche —una botella que no acabaría—, pan, fruta, un poco de fiambre de carne cultivada y ensalada. El muchacho llamó a la puerta y aguardó a que su cliente y amiga llegase para abrirle.

      Ahmed la encontró débil, le preguntó si necesitaba compañía o si quería que la visitase el médico, pero ella le respondió que su salud era de hierro. Mintió.

      Intercambiaron unas palabras. El chico estaba contento como todos, porque aquella noche era «la del lanzamiento». Ángela sabía que aquel maravilloso acontecimiento se produjo gracias a la semilla que plantó su padre décadas atrás. Sonrió y se despidieron.

      Era musulmán, como otros que décadas atrás fueron causa de tanto dolor. Occidente reaccionó con violencia desmedida y murió mucha gente. Cuando cambió el mundo se castigó a los que tenían las manos manchadas de sangre, sin importar su religión, a quienes saquearon poblados y a los ladrones de guante blanco que expoliaron países enteros. Los acaparadores que procuraron la miseria de millones fueron privados de sus bienes, acumulados a costa de hambre, explotación y mentiras, y aquellos que no renunciaron a la guerra acabaron apartados del mundo civilizado. Las religiones sin excepción, y todas las ideologías, estuvieron tan sujetas a los límites del respeto y la cordura como los individuos. Se impuso una especie de sensatez global. La consideración de «humano» implicaba acatar unas reglas de convivencia básicas; quienes no las aceptaban solo recibían el respeto que se debe a un ser viviente, pero eran apartados de la sociedad. La peor pena imaginable consistía en aislarles, y se reservaba para los seres vivientes que no merecían perdón por sus crímenes, en especial si no trabajaban para enmendarlos.

      Ángela recordó la voz de su padre, los abrazos de su madre, las caricias de su marido, el perfume de sus hijos y los besos de sus nietos y biznietos. Había recibido tanto amor que solo podía estar agradecida a la vida. Se sintió rodeada por ellos, los vivos y los muertos. Todos acudieron a su mente, con sus manías, momentos especiales, confidencias y aventuras compartidas con ella, la abuelita, y se dejó llevar por sus recuerdos. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Les iba a echar de menos.

      La abuelita no llegaría a la reunión familiar para ver «el lanzamiento».

      Decidió salir a respirar el aire de Christiania. Pero no encontró el pomo de la puerta.

      Sorprendida, reparó en que sus ojos no le respondían. Solo percibía imágenes turbias. Palpó la pared y necesitó reunir todas sus fuerzas para desplazarse, guiándose a tientas hasta la cama. Su corazón palpitaba cuando se sentó en el colchón. Guardaba las medicinas en un cajón. Tres pastillas acabaron con el dolor de su pecho, pero la dejaron amodorrada.

      En la butaca estaba su padre con un libro entre las manos. Ella era una adolescente atolondrada y triste, porque el chico que le gustaba no le hacía caso. Le había conocido en los talleres de carpintería que se organizaban en Christiania, pero ella no hablaba bien el danés y él tampoco dominaba el inglés. Tenía la cabeza echa un lío y el cuerpo repleto de hormonas en ebullición. Quería apartarle de su mente, donde irrumpía como un ciclón a todas horas. Pero era tan guapo. Rubio, muy alto y con los ojos azules. Casi podía ver su pecho bajo la camisa, delgado y fibroso. Aquellas miradas descaradas que le dedicaba a su escote, y a su pelo moreno, la hacían estremecer.

      —¡Todo apesta, papá, soy una desgraciada y me quiero morir! —Lloró desesperada. La Ángela anciana esbozó una sonrisa.

      —¿Qué te ocurre, chiquilla?

      —¿Por qué no nos vamos de aquí de una vez? ¡Estoy harta de estos jipis que hablan tan raro! ¡No quiero ver más a ninguno en toda mi vida!

      Su padre cerró el libro que estudiaba, un grueso tratado de matemáticas aplicadas a la computación, se acercó y la abrazó.

      —Creo que ya eres mayor para saber exactamente por qué es tan importante que estemos aquí.

      Ante sus ojos, que ya solo veían trazos del mundo real, se dibujaron las imágenes de la historia que narraba su padre.

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      Sevilla, 15 de Noviembre de 1985

      Barrio de El Cerezo. Calle Doctor Fedriani, Número 28bis, 2ºA

      Gabriel se acurrucó bajo la cálida luz del flexo mientras estudiaba las interminables columnas de caracteres impresos en papel continuo. Hacía meses que leía con soltura el código máquina; el lenguaje ensamblador llegaba a irritarle por obvio. Bajó el volumen del televisor al mínimo imprescindible, hasta percibir como un susurro el sonido de carga de Abu Simbel Profanation, uno de sus juegos favoritos para descansar la mente entre sesiones de programación. Su ordenador dibujó en pantalla la máscara funeraria de un faraón.

      Una manta echada sobre los hombros y su universo concentrado en aquel mundo pixelado, lógico y predecible, esculpido en números hexadecimales. Al otro lado de la ventana no había nada interesante. Solo niebla espesa y fogonazos de ambulancias que llegaban cada pocos minutos al hospital Macarena, situado a media manzana de su casa.

      No podía creerlo.

      Las rutinas de detección de colisiones de aquel juego estaban salpicadas de fragmentos de código sin sentido. Instrucciones inútiles o no ejecutables emborronaban el código continuamente. Se sucedían callejones sin salida, bucles absurdos y subrutinas mal sincronizadas. Un programa de calidad debía escribirse ahorrando memoria y ajustado al reloj del ordenador. La arquitectura de ocho bits era tan endeble que cualquier fallo acababa estropeando la acción. El autor era un genio, pero aquel programa parecía diseñado por aficionados. Pese a tantos y tan evidentes defectos habían vendido decenas de miles de copias. Bastó una portada colorida, épica, adornada con capturas de pantalla de otros sistemas más potentes y textos sugerentes, para generar beneficios millonarios. Gabriel detestaba hablar solo, pero no consiguió contenerse.

      —Matt Statham, tú no eres un patán. ¿Qué significa esto?

      Su padre nunca empleó palabras groseras delante de él. Cuando empezó a oírlas en boca de su madre comprendió que algo no marchaba bien en casa. Él murió muy joven. El único adulto de quien habría deseado aprenderlo todo en su vida desapareció una noche, y nadie le explicó por qué. Ni siquiera le permitieron asistir al funeral.

      Sin haber llegado a la adolescencia sus dos últimos cumpleaños habían sido un tormento pues, desde que su padre falleció, decidió que no iba convertirse jamás en uno de aquellos seres arrogantes, estúpidos y adictos a los cigarrillos. Para Gabriel el tiempo era un enemigo que le empujaba hacia una forma odiosa de vivir, de la que escaparía con todos los recursos que su viva inteligencia fuese capaz de imaginar. Una íntima sensación de triunfo le hacía estremecer con cada problema que resolvía, cada algoritmo que comprendía o habilidad que adquiría, pues todo aquel conocimiento le acercaba a su verdadero objetivo.

      La pantalla del televisor no permitía ver el código completo. Resultaba incómoda para detectar los fallos, pero los listados en papel eran un lujo que casi nunca se podía permitir. Demasiado costosos para su precaria economía infantil. Pocas copisterías en Sevilla disponían de impresora y la única que él conocía estaba situada lejos de su casa. No era sencillo sisar del bolso de su madre las monedas justas para no recibir una bofetada, y además ahorrar en un tiempo razonable para ir a las recreativas de vez en cuando, o tomar el autobús hasta la copistería de los ingenieros.

      Sus párpados eran cada vez más pesados.

      Comenzó a bostezar.


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