Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


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los dedos, que pronto comenzaron a escocerle.

      Ella solo tenía una marca en el brazo izquierdo, y no había regueros de sangre seca entre la muñeca y el codo. Otras veces había sido peor. En una ocasión llegó a casa llorando, con la falda desgarrada, arañazos en las piernas y los labios sangrando. Estuvo dos días sin salir de su dormitorio, sin comer ni beber.

      Gabriel la miraba con ojos perdidos. Su pensamiento permanecía en blanco, como ingrávido en una continua caída libre. Era un robot que actuaba empujado por energía eléctrica, gobernado por su unidad central de proceso, por su CPU, y cumpliendo su programa. No había emociones. Su código las aniquilaba tan pronto afloraban en la conciencia. Ya no sentía el dolor de sus músculos, sobrecargados por el esfuerzo de sostener un cuerpo algo más pesado que el suyo, ni el escozor de sus manos empapadas en ácido estomacal. Ignoró la irritación de sus fosas nasales, saturadas de hedor a acetona.

      La mujer intentó ponerse en pie, pero fue incapaz. Su hijo consiguió levantarla, conteniendo la repugnancia que le producía el vómito esparcido por el pecho y los brazos. Demasiado ebria para articular palabra, pero consciente de la imagen lamentable que ofrecía al niño. Sus fuerzas apenas alcanzaron para llegar a la cama y desplomarse. Gabriel le quitó los zapatos, unas sandalias de tacón con restos de barro adheridos, y la arropó con todo el cariño que su CPU pudo proporcionar. Apagó la luz y se dirigió hacia su habitación, donde le esperaban el ordenador, su MicroZX y el listado de Stygia.

      ¿Lágrimas? No. Algo de sudor, o quizás de vómito, en su rostro. Se secó la cara con la manga del pijama y se dispuso a continuar con el trabajo.

      Estaba cerca de algo mucho más interesante que su madre empeñada en aniquilar su infancia.

      Se aferró al papel continuo y reexaminó el código con todas sus energías hasta que notó que el color volvía a su mente. No lloró. Se concentró en el ritmo. Un mensaje que Matt Statham había diseñado para que él lo descifrase.

      Gabriel probó todo tipo de combinaciones sin descanso, hasta la desesperación. El fantasma del fracaso le aterraba más que cualquier cosa en el mundo. ¿Cómo iba a solucionar aquel rompecabezas para genios? Sabía que Matt Statham era como él: un hijo de la desventura. Un superviviente que aprendió a programar de forma autodidacta, sin más ayuda que un puñado de revistas y libros fotocopiados. Se repetía a sí mismo como un mantra que entender, aprender y memorizar dependían del esfuerzo, no del dinero.

      Pero sabía que se engañaba a sí mismo. Un ordenador con más capacidad, un módem y una conexión telefónica propia le habrían ayudado a progresar más rápido. Estudiar de aquel modo era una tortura. Quería saber más y comenzaba a sentirse incapaz de calmar su sed, encerrado en su minúsculo universo.

      Otra ambulancia a toda velocidad en dirección al hospital Macarena. Por el día se las podía oír desde que pasaban a la altura del cementerio de San Fernando, pero a aquellas horas el tráfico era prácticamente nulo y los conductores atenuaban las sirenas. Luchó con todas sus fuerzas contra el sopor, pero era un enemigo poderoso que le vencía tanto más rápido cuanto más se defendía. Como un oscuro pantano de arenas movedizas. Se hundía sin remedio.

      El monstruo de tres cabezas cobró vida. Se agitaba amenazante ante el guerrero que navegaba valientemente por la laguna Estigia esquivando sus dentelladas. La espada hacía saltar chispas al rozar furiosa contra el esmalte de los colmillos. La criatura mitológica colosal lanzaba sus ataques desplegando todo el poder de sus fauces, pero el bizarro soldado era un competidor formidable, capaz de mantener a raya a la bestia a base de piruetas imponentes y estocadas certeras. En un momento todo a su alrededor eran dientes y mandíbulas, que dejaban unas marcas antinaturales, demasiado regulares, en la barca del guerrero. El ritmo palpitaba. Sus párpados cada vez eran más pesados. Tembló de frío y se acurrucó en la manta.

      Nunca se lo dijo a nadie. Temía que le llamasen raro. Gabriel tenía tendencia a soñar con los problemas que le preocupaban y en ocasiones llegaba a solucionarlos durante la noche. Ya era un niño gordito, al que elegían entre los últimos cuando se formaban equipos para jugar al fútbol en el recreo. Soñar con cómo organizar el aparcamiento del barrio, en qué lugar disponer los muebles del dormitorio para tener más espacio, o en modos de ordenar la despensa para meter más latas, no era demasiado normal a su juicio. Mantenerse al margen y hablar poco había sido una estrategia de supervivencia muy productiva en el colegio. Los demás chicos le rehuían, y no era solo por sus rarezas.

      Ante él las letras del alfabeto bailaban al lado de la columna de lenguaje máquina, tratando de encajar sin éxito. Pero el secreto, si existía, continuaba sin revelarse.

      El monstruo de Stygia se abalanzó sobre el código. Las tres cabezas lo mordieron, dejando marcas profundas allá donde coincidían los colmillos y algunos dientes prominentes. Las cabezas le miraron con seis ojos saltones, por un instante afables, sin el menor rastro de fiereza. Asintieron. Entonces el monstruo saltó hacia atrás con una grácil pirueta, inaudita para su tamaño colosal. Ahí estaba el ritmo, escondido en el código forzado.

      Gabriel, aturdido, contempló unos segundos los agujeros y su evidente regularidad. Por primera vez percibió el orden deliberadamente oculto tras aquella sopa de letras y números.

      —Pam, pam, patapam, pam... —señaló los caracteres que coincidían con las marcas.

      Estaba en cuclillas ante un inmenso lago en el cual en vez de agua había pergaminos, y el código extrañamente perforado por los dientes del monstruo fluía formando corrientes y ondas. En su mano una vela, y su luz comenzó a ser cada vez más intensa hasta que llegó a iluminar todo aquel universo de sus sueños. La realidad se revelaba con una nitidez increíble.

      Recordó el modo en que se escribían los números hexadecimales y de inmediato una hilera de caracteres apareció ante sus ojos, desfilando como guerreros en formación. Algunas marcas estaban situadas justo entre dos dígitos, y el primero de ambos en esos casos era un 1 o un 2; el siguiente era un número entre el 6 y el 9, si el primero era un 1; o entre el 0 y el 5, si el primero era un 2. Recitó las 26 letras del alfabeto inglés del final hacia atrás.

      —No puede ser tan fácil. El 25 es la Z, el 24 la Y... 16 es Q...

      El alfabeto se ordenó, con la misma disciplina que los caracteres del sistema hexadecimal, y formaron una clave de correspondencias. Gabriel contempló extasiado el resultado, enfadado consigo mismo por no haber reparado antes en lo que ahora le resultaba evidente.

      —Matt es inglés. Los ingleses no usan la eñe.

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      De inmediato, los caracteres marcados en la columna mordida por el monstruo se elevaron desde una de las ondas en el lago de pergaminos y, tras emparejarse con el código alfabético que acababa de deducir, el mensaje resplandeció.

      Eran palabras en inglés.

      —Te tengo Matt.

      Gabriel despertó sobresaltado por la alarma de su reloj. Sus sueños habían sido tan lúcidos que, por un momento, no supo dónde se encontraba.

      Era de día, se estaba orinando y tenía hambre, pero no pudo esperar un minuto para aplicar el código que había descubierto. Solo necesitó diez segundos para obtener los primeros resultados sin necesidad de escribir nada. Cerrar los ojos era suficiente. En ocasiones su memoria resultaba tan nítida como una fotografía.

      Su inglés era precario, pero algunas expresiones le eran familiares gracias a horas estudiando el material sin traducir con el que había aprendido a programar. Statham había esparcido por todo el listado palabras sueltas y algunas frases. Gabriel arqueó las cejas y estalló en carcajadas cuando tradujo con un diccionario las expresiones que no conocía: «Hi asshole», «Up yours», «Holy shit», «Motherfucker», «Where the fuck is your brain», «Do not give me any shit»... al principio del programa había un pequeño texto que, traducido, decía:

      Hola, tonto del culo, estarás contento. Has pasado un buen rato descifrando esta mierda que se me ha ocurrido y lo has conseguido. Puedes darte


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