Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


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volvió, pero ya no quedaba medicina en el cajón. Debía relajarse y hacer todo lo posible por exigir el mínimo esfuerzo a su corazón enfermo. Arrastró las piernas y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Después de varios minutos las palpitaciones cedieron y su vista se aclaró.

      La Ángela adolescente ya no lloraba, decidida a aprender danés a toda velocidad antes de que Agnes, su rival, le robase al chico que le gustaba. Era alta y rubia, como él, pero demasiado delgada. Como un fideo pálido y con cara de tonta.

      Pasaba horas mirándose al espejo hasta convencerse de que tenía más «de aquello que gustaba a los chicos» que Agnes. Sus formas ya no eran las de una niña pequeña. Pero la danesa se desenvolvía con descaro, mucho más segura de sí misma, y hablaba sin dificultad con él. Pasó poco tiempo hasta que aprendió a manejar el idioma, incluyendo cierta dosis de acento español que algunos chicos encontraban muy atractivo. Su vida se llenó de descubrimientos, de primeras veces, y comenzó a ser rebelde. Papá protestaba cuando llegaba tarde, la castigaban y escapaba por la ventana.

      Entonces Agnes comenzó a sentir celos. Llegaron a las manos en más de una ocasión. La Ángela anciana suspiró.

      El sol de media mañana proyectaba una brillante columna de luz sobre el escritorio de su padre. Había leído tantas veces sus manuscritos, amontonados en los cajones del mueble que ella le diseñó y fabricó, que los conocía de memoria. Con la perspectiva del tiempo, resultaron ser más que la historia de su vida. Se trató de episodios cruciales para la humanidad en los que estuvo involucrado de forma decisiva. Haber sido su hija era el mayor orgullo que nadie pudiera imaginar.

      El tiempo pasaba tan despacio… Notó un tenue burbujeo en sus pulmones. Era casi imperceptible al principio, pero poco a poco resultó evidente. Tenía otra medicina para eso, pero no le sobraban fuerzas para alcanzarla. Después de tomarla, casi de inmediato, se orinaría encima si no llegaba al retrete.

      La Ángela adolescente tomaba un zumo junto a varias amigas en Israel Plads, reía y era feliz mientras chismorreaba y dejaban que el tenue sol de Copenhague las acariciara. El mundo continuaba cambiando.

      Aquella ciudad la enamoró desde el primer día en que paseó por sus calles. Los pisos donde se fueron instalando durante los meses que siguieron a su llegada, sin embargo, nunca llegaron a gustarle. Le explicaron que los edificios eran antiguos y los cuartos de baño se habían añadido después. Tardó meses en acostumbrarse a aquellos aseos rudimentarios, ridículos comparados con los que ella conoció en Sevilla, a las distribuciones nórdicas o las empinadas escaleras de servicio. Todas las habitaciones olían a madera húmeda, polvo y moho. El primer estudio en el que les alojaron tenía la ducha justo sobre la cisterna. Todo el aseo era solo un poco más ancho que el retrete, y no tenían ni un rincón donde dejar la toalla. Debía ducharse, lavarse los dientes y orinar exactamente en la misma posición, en el mismo lugar.

      El cuarto de baño de su casa, cercana a Pusher Street, era algo más cómodo. Había muchas viviendas perfectamente equipadas en otras partes de la ciudad, pero el precio de estas resultaba prohibitivo. Era más que una cuestión de costumbres. Su madre retiró de inmediato con sus propias manos la moqueta manchada de orina del, por lo demás, digno aseo que les tocó al llegar al alojamiento definitivo en la ciudad autónoma. Ángela conservó toda su vida, casi como una herencia familiar, la aversión hacia los suelos de moqueta, en especial cuando esta era instalada en los aseos.

      La anciana consiguió llegar al retrete y tomó su diurético. El burbujeo en sus pulmones se fue atenuando.

      Una vida era tan efímera. Suspiros insignificantes en el devenir de la humanidad. Sin embargo, quién sabe si por azar, ciertos hombres acababan siendo especiales, como su padre. Su nombre no sería estudiado por los escolares, ni se discutirían sus motivaciones en los artículos de los historiadores. Gracias a él aprendió que una gran persona de verdad no tiene el más mínimo interés en parecer una gran persona.

      Pudo respirar al fin. Relajada, se quedó dormida. Soñó con una de las primeras historias que registró su padre por escrito.

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      Sevilla, 3 de Febrero de 2029

      Barrio de Triana. Calle López de Gomara

      Flotaba sin rumbo, libre, en un espacio cuyo volumen se reducía rápidamente. Tras la oscuridad le esperaba un universo infinito de datos, que se le insinuaban como puntos titilantes adoptando el aspecto de estrellas, nubes de gas y galaxias. No podía ver los límites de la realidad en que se hallaba inmerso, pero de algún modo percibía que estos se acercaban. Aceleró el vuelo buceando en el éter con todas sus fuerzas, desesperado por escapar, hasta que se dio de bruces con los confines de su jaula menguante. El proceso continuó inexorable, consumiendo el aire hasta que las fronteras llegaron a rozarle el vello de la nuca. Y ahí se detuvieron. Inmóvil. Prisionero de una segunda piel que le separaba del Olimpo.

      Comenzó a sonar una música infernal, pues no había otra forma de calificar aquel ritmo enloquecedor. Toda la escena le resultaba familiar; la había vivido cientos, quizás miles de veces en el pasado, con aspectos diferentes, pero esencialmente idéntica.

      A continuación su cuerpo comenzó a encoger a toda velocidad, exprimido por una fuerza arrolladora. El universo ideal de datos volvía a alejarse tanto como para permitirle ver átomos del aire a su alrededor. Luchó por aferrarse a aquellas esferas primordiales indivisibles, pero estas le devolvían chispazos de energía. Menguó más y alguien le susurró al oído que aquel era el límite: la naturaleza cuántica del espacio y el tiempo.

      La contracción frenó y la música cesó. Ante él se desplegaba la realidad, con sus reglas y esencias desnudas. Le pareció hermosa. Se sorprendió a sí mismo odiando el tiempo que pasó persiguiendo nubes de gas virtual, pensando que tras ellas se escondía el Olimpo. Jamás querría volver a vivir en el espejismo que habitó. Le abrasaba el alma pensar que en cualquier momento podría perder de vista aquel mundo de ensueño al que no pertenecía.

      Deambuló maravillado por el nivel cuántico contemplando las interacciones entre unidades de energía, el hipnótico y elegante viaje de las ondas electromagnéticas, y los campos de las cuatro fuerzas fundamentales que, centelleantes y coloridos, formaban bucles en todas las dimensiones de lo real. Pero su relajación no duró mucho. Volvía a contraerse.

      Impotente, se vio a sí mismo filtrándose entre las rendijas del nivel cuántico.

      Se precipitaba en un pozo interminable, acelerando a una velocidad asombrosa hasta que sus miembros empezaron a pixelarse, al tiempo que percibía su propio grito como un sampleado de mala calidad. El vértigo aumentaba, su corazón palpitaba desbocado y la respiración se aceleró hasta que sus pulmones amenazaron con estallar. Los oídos vibraban al ritmo irregular, sincopado, de sus latidos al tiempo que comenzaron a bombardearle enloquecedores fogonazos de luz negra. La música enervante volvió, torturando sus sentidos hasta hacerle vomitar. No llegó a distinguir melodía o instrumentos. Arañaba los tímpanos, metálica, resonando en su cráneo de forma frenética. La sensación de caída libre se prolongó, cada vez más intensa, como un tormento.

      Finalmente se estampó contra una superficie gris y sus pedazos saltaron en todas direcciones. Eran cubos con colores planos, brillantes, que se convirtieron de inmediato en sangre, vísceras, astillas de hueso y girones de músculos.

      Despertó ahogando un grito, con la boca seca y la frente empapada en sudor. Su mente exigía una dosis de realidad virtual, por más que le fuese la cordura en ello.

      El mundo digital le asfixiaba en el sentido físico de la palabra, exactamente igual que la soga en el cuello de un reo. ¿Cómo explicar entonces su dependencia? Se veía a sí mismo como un pobre adicto esclavo de una droga cruel, que primero niega su problema, luego reniega de su grillete y finalmente desea ciegamente aquello que le aniquila. Él había sufrido cada una de las fases hasta entregarse a la adicción a Internet.

      Debía escapar de todo aquello,


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