Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


Скачать книгу
un drogadicto, notó que le invadía el deseo de sumergirse en el mundo virtual de Rooftop. La sensación iba adueñándose de su conciencia, como otras veces, nublando el resto de sus percepciones.

      Caminó unos metros ojeando puestos, tratando de ocupar su mente con pensamientos banales. Se aceleraba su respiración. Llamaron su atención algunos libros antiguos, consolas de ocho bits y juguetes electrónicos apilados al pie de un contenedor de basuras. Pero era tarde. Las manos le temblaban. Su corazón acelerado delataba que estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad. O, pensó, quizás era algo peor.

      La lluvia arreció y notó las perneras empapadas. Se estremeció. Tenía frío y las tripas revueltas. Volvían las ideas intrusas que, implacables, a menudo se colaban en su cabeza: «Ya no soy un jovencito invulnerable sino un programador adulto, y bien adulto, que en cualquier momento puede sufrir un infarto o morir de un ictus». Reparó en el paseo de media hora que quedaba hasta su casa, y dudó de sus fuerzas para completar semejante odisea. «Otro efecto secundario de la edad», se repetía. Cuando padecía ataques de pánico los sobrellevaba intentando no mover ni un músculo del rostro; no le quedaba otro remedio. Ya había recurrido demasiadas veces a los servicios de emergencias y todo quedaba en un informe indescifrable, y miradas de reproche. En el mejor de los casos le dedicaban algunas palabras condescendientes antes de darle el alta.

      ¿Era opresión en el tórax lo que sentía? Seguramente un vello del pecho infectado, o que de algún modo había quedado atrapado en el tejido del chaleco y se arrancó con un movimiento del brazo. Se repetía que aquellas sensaciones eran solo pánico. Ahora que su hija dependía de él, no podía morir. No quería morir.

      Rachas de viento. Notó una gota de agua recorriendo su espalda y frescas salpicaduras en el rostro. Reconfortantes, le animaron a continuar su paseo. Quizás una tila en algún bar le relajaría. Miró alrededor y localizó un establecimiento, pero estaba atestado. La gente se protegía de la lluvia. Tendría que salir de la calle Feria para tomar una infusión y relajarse.

      Apretó el paso, pero las rodillas le temblaban. Necesitó reunir todas sus fuerzas para caminar y dejar de pensar en enfermedades imaginarias. Volvió a ver, sin prestar verdadera atención, los puestos a ambos lados de la calle.

      A su izquierda un vendedor demacrado, cubierto de mugre, bebía cerveza de una botella. El tipo apuró las últimas gotas del litro que acababa de tragar y emitió un sonoro eructo. Luego se apretó contra un escaparate en el que malamente se resguardaba. La ropa deportiva raída que vestía no era abrigo suficiente para soportar aquella temperatura, ni le protegía de la lluvia.

      En aquel momento su cerebro más primitivo captó una instantánea.

      Martín, sumido en sus pensamientos, no había mirado en realidad ningún trasto en concreto. El borrón en su campo visual era solo un conjunto caótico de bultos dispersos por el suelo. Una parte estaba expuesta, la reservada a objetos de metal oxidado y abollado, no siempre reconocibles. También había algunos juguetes de plástico descolorido y sucio. La botella de vidrio anaranjado se escurrió entre los dedos nudosos del vendedor. Cayó y se hizo añicos que saltaron sobre una zona protegida por plástico.

      El programador se detuvo. Estaba considerando si el calor que le derretía la garganta se debía a un infarto que asfixiaba sus ventrículos, o era solo una faringitis incipiente. Olvidó prestar atención al dolor y este, como un espectro que se alimentase de su miedo, se disolvió en segundos. Tenía el cuerpo empapado de sudor por un repunte de su ansiedad, pero los tenebrosos pensamientos que rondaban su cabeza se esfumaron. Reconoció una imagen, justo un segundo durante el cual el vendedor aventó el plástico de su puesto. No cabía duda. Él había visto antes aquel dibujo.

      —Oiga, por favor, ¿puede enseñarme el casete que tiene ahí? —Tenía la boca seca y su garganta emitió algunos sonidos quebrados.

      —¿Cuál? —La voz del propietario de aquel montón de chatarra sonaba como un serrucho masacrando madera vieja y húmeda.

      —Ese, el que está ahí, debajo del plástico —señaló hacia una imagen turbia que le era familiar. Se esforzó por mostrar toda la indiferencia posible. Tenía mucha práctica tratando con los tipos que frecuentaban el mercadillo y sabía que una mirada de más o una inflexión emocionada de cualquier frase significaban más dinero. En ocasiones hasta podían volver imposible el trato.

      El vendedor escurrió las gotas que le chorreaban por la cara y buscó bajo la fina cubierta hasta dar con el artículo. Se lo tendió a su cliente sin molestarse en protegerlo de la lluvia.

      —Aquí está, socio. Baratito por ser para ti. Si quieres escuchar la «cinta» también tengo el cacharro para hacerla sonar, te la dejo por un billete si la quieres.

      —No, gracias, ya tengo en casa un aparato para eso. —Recordó que los casetes de audio también se llamaban «cintas» en su juventud. Desconocía si se trataba solo de una costumbre local, pues no había vuelto a oír la expresión en muchos años, pero se propuso emplearla más a menudo.

      Horrorizado, Martín observó cómo el agua comenzaba a calar el papel de la portada. Al abrir la caja sintió una oleada de calor en las mejillas. Jet Speed Wilson. Copyright Soft Projects 1984. El plástico del casete estaba amarillento, pero aparentemente en buenas condiciones. Cuando desplegó la carátula casi gritó al comprobar que aún conservaba entre sus dobleces el cartón con el sistema de claves y colores.

      —¿Cuánto vale? —preguntó, cubriendo su hallazgo bajo el chubasquero.

      —Dame veinte euros, jefe. Es un juego antiguo muy bueno. Funciona en un ordenador viejo, de hace por lo menos cincuenta años nada menos, pero no lo he podido probar porque el mío se rompió hace mucho. Pero era de un chaval, muy buena persona, que lo cuidaba bien. Cuesta mucho más en Internet, puedes comprobarlo cuando quieras —respondió el vendedor, tratando de aparentar que sabía de lo que hablaba. La cerveza le producía un agradable sopor pero el gas luchaba por escapar de su estómago.

      Le sorprendió que Martín aceptara el precio sin objetar. Dobló el billete y lo metió en una bolsa de plástico, enfadado consigo mismo por no haberle propuesto un precio más elevado. Un acceso de tos le atacó en aquel momento. Acabó limpiándose la boca con un pañuelo sucio. El alcohol borró de inmediato su mal humor y, cuando recobró el aliento, se despidió de su cliente recitando algunos versos de un fandango mal entonado.

      No hay nube que nuble el sol

      cuando yo salgo de pesca

      con mi niña en el timón.

      No hay nube que nuble el sol

      ni amenaza de tormenta

      ni una jabega mejor.

      Martín guardó su tesoro en el bolsillo de la camisa. Su corazón palpitaba, pero no pensó en embolias cerebrales, anginas cardíacas o arritmias imaginarias. Se sentía emocionado por haber encontrado por fin una copia de Jet Speed Wilson, quizás de la primera edición, después de décadas ojeando anuncios y viviendo el mundillo de los foros dedicados a la informática clásica.

      Aún era pronto para cantar victoria. Martín conocía bien la historia de JSW, pero no pudo evitar la tentación de consultar algunas páginas web mientras volvía a casa. No solía pasear cargado de dispositivos, como era costumbre general en aquellos días, pero el cinturón informatizado era sorprendentemente potente para su precio. Acabó sucumbiendo a las prendas electrónicas, que no le hacían sentir estúpido como otros gadgets más absorbentes.

      Según leyó existían numerosas unidades de Jet Speed Wilson falsificadas, como ya sabía, confeccionadas de modo artesanal durante los años dorados de la retroinformática, cuando muchos nostálgicos quisieron conseguir copias físicas de juegos considerados míticos. Prácticamente todas las copias modernas partían de versiones nuevas del juego; algunas eran mods —modificaciones hechas por aficionados— con los gráficos alterados, y obviaban el original sistema de protección contra la piratería. En otras ocasiones el engaño era más elaborado, y se grababa la variante de JSW reparada por Soft Projects, crackeada para no requerir clave de acceso. Difícilmente una de esas copias envejecidas,


Скачать книгу