Efecto Polybius. Manu J. Rico
rel="nofollow" href="http://oldgames.com">oldgames.com mencionaba que, durante 1984, Soft Projects produjo menos de cuatro mil unidades del programa con los errores que lo hacían imposible de completar sin corregir. La mayor cantidad fue fabricada en 1985, pero el juego ya estaba reparado y se habían solucionado sus fallos iniciales. Muchos aficionados trataron de recuperar el programa primitivo, escrito íntegramente por Matt Statham. Los bancos de juegos antiguos disponían de infinidad de variantes preservadas, pero aquel JSW original se había esfumado. Como si nunca hubiese existido. Se llegó a decir que nunca fue programado, que era solo una leyenda, y por tal hubiera pasado de no ser por la cantidad de artículos, reseñas y cartas en revistas que mencionaban aquel juego roto.
Las escasísimas copias físicas supervivientes del primer JSW estaban tan cotizadas en las páginas de subastas que resultaban prohibitivas. Cuando alguien ponía a la venta un casete con apariencia de ser real, siempre surgía algún comprador en el último momento que ofrecía una puja superior. Martín solo conocía a un amigo, Juanfra, cuyo nick en Rooftop era Arkos, que consiguió comprar una posible primera edición, y la empresa de mensajería extravió el envío.
Otros programas eran mucho más deseados por los coleccionistas que el JSW original de 1984, pero este tenía un significado especial para Martín.
Se palpó varias veces el bolsillo de camino a Triana. El juego seguía allí.
Volvió a casa en una nube, excitado como un colegial. Ni rastro de pánico, palpitaciones o temblor de piernas. Prueba inequívoca de que su enfermedad era un producto de su mente, pero se encontraba tan emocionado que ni siquiera pensó en ello. No podía esperar para probarlo, oír los sonidos de carga y comprobar los errores que conocía desde niño. Bugs que habían hecho de la primera versión de JSW toda una obsesión para quienes se empeñaron en acabarlo.
En una esquina de su pequeña sala de estar, arrinconado por los aparatosos interfaces de realidad virtual de la familia, había un escritorio de madera con un amplio cajón donde guardaba un puñado de recuerdos de la infancia. Una televisión de tubo catódico de catorce pulgadas, dispuesta sobre el santuario de su juventud, era otra licencia que le permitió su esposa. Para sorpresa de Martín, ella opinaba que resultaba decorativa. Su hija preadolescente se avergonzaba de aquellos trastos viejos cuando sus amigas iban a casa. Por otra parte, desde muy pequeña había disfrutado jugando con su padre a juegos antiguos, como Abu Simbel Profanation o Terra Cognita, los favoritos de Martín.
Su Speccy ya no funcionaba. La comunidad de aficionados a la informática clásica había desarrollado repuestos para solucionar cualquier problema, pero él no quiso tocar a su viejo compañero. Era el responsable de su vocación por la informática y un amigo más de su niñez, no solo un chisme que reparar de cualquier manera. Cuando se sentía melancólico y necesitaba revivir aquellas sensaciones de antaño, o le abrumaba la vida de adulto, recurría a un moderno clon del Speccy bautizado como ZX-DOS por sus creadores, con el que cargaba sus juegos viejos usando un radiocasete de la época.
Su hallazgo reunía todos los indicios para ser auténtico. Tenía las mejillas encendidas, como cuando probaba un juego que acababa de comprar en el mercadillo de la Alameda. Ya no era un niño, y aquel mercadillo solo existía en sus recuerdos, pero se sintió transportado en el tiempo.
El montaje le llevó algunos minutos. Se trataba de una ceremonia que consistía en enchufar los diferentes artefactos listos para activar la regleta de corriente: televisión, ordenador y reproductor de casetes. Como en los viejos tiempos. Sin embargo desde que su querido Speccy se estropeó, la mesa era presidida por una caja oscura y pequeña con franjas arcoíris, en la que confluía el cableado. También necesitaba un teclado auxiliar y el transformador de corriente era mucho menos voluminoso. El conjunto, aparatoso y anticuado, era un buen sucedáneo del antiguo Speccy.
ZX-DOS podía ejecutar cualquier programa instantáneamente, o acelerar cien veces el registro de un casete, pero Martín no solía abreviar el tiempo normal de carga. El cable de audio estaba manipulado para conectarse también a un ordenador tipo PC y grabar la señal, cuya representación gráfica aparecía en otro monitor.
Rebobinó el casete y pulsó Play en el reproductor de cintas. La grabación sonaba atenuada y arenosa pero a pesar de su mala calidad comenzó la carga. Una imagen simple de bienvenida se dibujó en la pequeña pantalla: «Jet Speed Wilson» escrito con letras de colores. Junto a una caótica danza gráfica, los datos iban apareciendo durante la carga en el monitor del PC. Una segunda columna traducía el binario a hexadecimal simultáneamente.
Dos minutos y sin problemas. La emoción de Martín crecía mientras avanzaba el proceso. En cualquier momento podía surgir una interrupción, o una señal tenue e indescifrable; un solo bit mal leído por culpa de una mota de polvo, humedad o grasa de los dedos arruinaría la carga, en ello consistía parte de la aventura que suponía emplear aquel anticuado sistema de registro. Un programa congelado durante décadas estaba resucitando ante sus ojos. Era algo mágico, más allá de la nostalgia. Al menos él lo vivía así.
Un chasquido en la señal de audio. La ejecución resultaba imposible desde ese punto.
—Joder.
No estaba todo perdido. Los juegos de la época con frecuencia eran grabados en ambas caras de la cinta, por lo que dejó que el sonido continuase, alimentando al PC. La cara B comenzó con una serie de silencios que impidieron la ejecución de la pantalla de bienvenida. Dejó que acabase la carga recopilando todos los datos posibles en el PC. Hubo algunos silencios más. Esta vez el tiempo le pareció eterno.
—Ánimo, Alf, ahora a editar.
El ordenador que él llamaba Alf era un antiguo PC486 cuyo módem de 32Kbps impedía cualquier conexión a la red de fibra óptica. Él mismo escribió el programa que mostraba el código cargado en tiempo real y podía comparar distintas secuencias de instrucciones. Ello resultaba especialmente útil cuando se trataba de reconstruir juegos antiguos, pues era suficiente contar con algunas copias deterioradas para rellenar los huecos hasta completar el código original. Llamaba a su creación LPJ, o Laboratorio de Parque Jurásico, y tuvo cierto éxito en la comunidad de aficionados a la informática clásica.
La primera cara tenía solo dos fallos. Martín los completó rápidamente con los fragmentos de código máquina correspondientes de la otra carga, e imprimió el resultado, que comenzó a depositarse folio a folio en la bandeja de la impresora. Un recuerdo de su niñez, cuando disfrutaba estudiando el código de los pocos juegos que consiguió obtener en aquel formato. Los aficionados comenzaban a preservar los programas impresos; una tendencia que se generalizó cuando algunos juegos se perdieron en inmensas bases de datos mal ordenadas que, al ser depuradas o manipuladas, los arrinconaron en paquetes de datos basura. Por último, navegando entre distintos menús llegó a la opción que le permitía generar los .TXT/.TAP para la conservación digital. Ejecutó el pequeño archivo .TAP en un emulador primitivo instalado en su 486. Existían programas más eficaces, capaces de convertir un PC moderno en cualquiera de los múltiples modelos y clones del Speccy, pero él siempre prefirió una versión completamente operativa del primer emulador de la historia. Su autor, Peter Jimeno, comenzó su diseño en 1989.
Hacía décadas que no introducía el código de seguridad del juego. Él, no obstante, nunca tuvo en sus manos la genuina cartulina con las claves. No recordaba cómo se las ingeniaban para prestar a los amigos aquella ingeniosa llave necesaria para activar el juego pirateado. Las fotocopias en color resultaban prohibitivas a mediados de los ochenta. Su cartulina estaba algo descolorida y, pese a su buen estado de conservación, la clave no acababa de verse bien por culpa del minúsculo tamaño de la cuadrícula de color. En su lugar, Martín encontró una imagen suficientemente nítida en un buscador de recursos y resolvió la clave sobre la marcha. Tragó saliva y se dispuso a jugar, situando los dedos sobre el teclado: O-izquierda, P-derecha, Q-arriba, A-abajo, Space-disparo o acción, como a él le gustaba. JSW solo requería tres teclas, izquierda, derecha y salto, pero estaba habituado a aquel gesto en sus manos cuando iba a entrar en acción. Jamás se adaptó a los mandos analógicos, ni sentía el más mínimo interés por los videojuegos que llegaron después.
Uno tras otro fue comprobando que su programa contenía