Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


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flecha salía de la pantalla corrompiendo el código. Desde aquel punto el juego resultaba imposible de completar. Una serpiente le amenazaba desde la esquina inferior izquierda lanzando bocados en una secuencia predeterminada. La versión original se volvía loca en ese momento. Desaparecían elementos necesarios para progresar en la aventura, y se alteraba la irrupción de enemigos en otras pantallas. No era posible recorrer por completo el resto del mapeado, desordenándose también la transición entre habitaciones. Martín comenzó a notar los efectos del bug inmediatamente.

      El paso de una pantalla a otra dejó de ser coherente con el mapa. Tenía la sensación de que se había perdido. En fin, todo ocurría como habían descrito los nostálgicos que recordaban el juego original y explicaban las revistas de la época.

      El personaje ya no acabaría con la cabeza metida en el inodoro, pataleando después de una noche de borrachera, como en el transgresor final de JSW.

      Excitado por su hallazgo, decidió romper con su propósito para aquel día. Iba a entrar en Rooftop y comunicaría inmediatamente la noticia a sus amigos en la comunidad: tenía un Jet Speed Wilson original en buenas condiciones externas, con su cartulina de claves, y había conseguido reconstruir el programa gracias al LPJ partiendo de una sola cinta.

      Solo tardó unas décimas de segundo en transferirlo a su espacio privado. Tomó la casete en sus manos y sintió que volvía a tener diez años. La carátula, ajada por el paso del tiempo e incontables dedos descuidados, representaba a un psicodélico personaje del que solo se podían ver las piernas y el trasero, pues el resto estaba sumergido en el inodoro. Justo antes de acostarse después de completar su misión, que consistía en recoger una serie de desperdicios que había dejado por su casa, Wilson tuvo que vomitar por culpa de la borrachera que agarró esa noche en una fiesta. «Solo una vez. La ocasión lo merece», se dijo. Estaba decidido a recortar drásticamente las horas que dedicaba a navegar por el espacio sintético.

      Martín ajustó el cinturón de su interfaz de realidad virtual, enfundado en el traje de sensores. Realmente necesitaba sumergirse en aquel mundo que detestaba, en el que el torrente de estímulos le hacía sentir anestesiado. Hacía rato que había desaparecido todo rastro de ideación hipocondríaca, y entregarse a Rooftop portando aquel tesoro le proporcionó cierto placer insano.

      El estudio y ejercicio más seguro en materias de gobierno es el que se aprende en la escuela de la historia. La única y más eficaz maestra para poder soportar con igualdad de ánimo las vicisitudes de la fortuna es la memoria de las infelicidades ajenas. Ello no tiene duda (…). ¿Habrá hombre tan estúpido y negligente que no apetezca saber cómo y por qué género de gobierno los romanos llegaron en cincuenta y tres años no cumplidos a sojuzgar casi toda la tierra, acción hasta entonces sin ejemplo? ¿O habrá alguno tan entregado a los espectáculos, o a cualquier otro género de estudio que no pretenda instruirse en materias tan interesantes como éstas?

      Polibio

      Ángela se sobresaltó cuando despertó desequilibrada sobre el retrete. Casi cayó de bruces.

      La columna de luz se había desplazado sobre el escritorio hasta un mazo de folios polvorientos. Era la hora del almuerzo en Christiania, según dedujo al ver a varios muchachos masticando un smørrebrød, sentados al sol junto al establo que quedaba frente a su ventana. Después de tantos años llegó a acostumbrarse a los horarios de comida nórdicos, pero su estómago siempre protestaba hacia las dos de la tarde. Los daneses se levantaban al alba. Desayunaban y a media mañana tomaban un almuerzo frugal que les dejaba hambrientos para la cena, sobre las cinco o seis de la tarde.

      Pensó que un bocado la haría sentir mejor. La cocina era pequeña y humilde; estaba equipada con lo indispensable, salvo un electrodoméstico que echaron de menos toda la vida. Sin lavadora, debían acudir regularmente a un local situado a más de un kilómetro de casa para limpiar y secar la ropa. Los daneses disfrutaban del breve paréntesis de socialización, durante el cual conversaban un poco con desconocidos e incluso llegaban a entablar relaciones sentimentales. Pero para un español, resultaba chocante no disponer de lavadora en casa. Ángela cortó un trozo de queso. Recordó a alguien que pasó brevemente por su vida y adoraba el queso.

      Comenzó a convivir muy joven con su primer compañero.

      No fue el primer choque cultural que sufrieron sus padres, pero quizás se trató del más difícil de afrontar para ellos. Los jóvenes empezaban a mantener relaciones sexuales mucho antes que en España, e iniciaban periodos de vida en pareja más o menos prolongados cuando eran casi adolescentes. Ella se adaptó bien a la nueva mentalidad, en especial cuando su danés llegó a ser operativo. Aquella época resultó estimulante en todos los sentidos. Copenhague era tan cosmopolita que pronto conoció a gente de todo el mundo.

      Un mundo que cambiaba sutilmente, al principio de forma lenta, casi imperceptible.

      Iván era ancho, muy musculado y vigoroso. Ángela sonrió cuando recordó su apetito. Era un tragón, pero el queso le gustaba por encima de todo. Su cabello casi albino contrastaba con el color de su barba, pelirroja. De origen ruso, pero con abuelos maternos mongoles, su estatura y ojos levemente rasgados eran propios de la raza que conquistó el Gobi. Podría haber pasado por modelo, y a ello se hubiese podido dedicar, de no haber insistido tanto en cultivar sus escasas dotes para el arte. Ángela se divertía viendo cómo se esforzaba por crear algo remotamente parecido a una obra de arte, y le escuchaba embelesada cuando fantaseaba sobre su futura vida entre marchantes y galeristas.

      La ayuda de estudios que les ofrecía el Gobierno era más que suficiente para su sustento, y ella vendía muebles en los muchos «mercados de pulgas» que se celebraban en el área metropolitana. Iván pasaba cada vez más tiempo en casa pintando, y menos practicando deportes a los que era aficionado como la natación, el baloncesto o la carrera de fondo. Solo había que ver a su inmenso progenitor, una especie de abotargado forzudo barrigón, para saber cómo iba a ser en el futuro.

      Ella no llegó a perder el contacto con sus padres, pero se veían muy poco. Su madre intentaba poner orden en un hogar turbulento, con una hija rebelde y bohemia, un yerno con poco seso y mucho apetito, y un marido que pasaba demasiadas horas trabajando.

      Sin haber cumplido los dieciocho dio a luz a su primer hijo, Niels. La cosa más bonita que había sostenido en sus manos. Nunca sintió nada parecido a la paz que la poseyó cuando le pusieron por primera vez sobre su pecho.

      No se planteó en ningún momento qué sería de él, ni si tendría dinero para mantenerle o si su pareja era en realidad la persona adecuada. Simplemente ocurrió, y fue maravilloso. Sus padres la acogieron cuando él se marchó, decidido a hacer carrera como pintor en París. La Ángela anciana sonrió cuando recordó los lienzos del padre de Niels, cuyos trazos bien pudo haberlos pintado su hijo a los tres años. Era un soñador, muy guapo pero no demasiado listo. Sus defectos eran tan evidentes como sus virtudes, y no llegó a estar realmente enamorada de él durante los dos años que convivieron, de modo que la separación no resultó traumática.

      Caminó hasta el escritorio y ojeó los folios iluminados por el sol. Le encantaba la caligrafía de su padre. No era bonita, ni escribía como un profesional, pero había tanta verdad en sus textos, tanto de sus tripas, que llegaba a engancharse a su lectura sin importar las veces que los repasara. Poca gente escribía con sus manos en la época en que él empezó a registrar sus pensamientos. Por fortuna muchos se aficionaron después al arte de la escritura sin dispositivos electrónicos, y se animaba a los escolares a llevar un diario manuscrito.

      Un amigo senegalés, algo más viejo que ella, la saludó por la ventana. Vio cómo se movían sus gruesos labios, enmarcados por una barba debilitada por la edad. Ángela señaló su oído y negó con la cabeza. Él abrió una lama y repitió en danés:

      —¿Cómo está usted, bella sevillana?

      Rhoderik nunca dejó de piropearla desde que se conocieron. Mantuvieron una breve relación hacía casi setenta años, y desde entonces se adoraban. Era un genio informático que colaboró con su padre desde los diecisiete, cuando llegó a Dinamarca por sus propios medios después de una terrible odisea de la que nunca quiso hablar.

      —Un


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