Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


Скачать книгу
sentaban a la puerta de la iglesia de Montesión eran los mismos que pintó Velázquez, y en cuanto a la fauna de pícaros que pululaban por él, poco había cambiado desde que los describió Cervantes en sus novelas.

      Pero Martín no se sentía inspirado para ojear chatarra. La mayoría de los puestos estaban protegidos por sucias sábanas de plástico y comenzaban a formarse charcos. Solía disfrutar de los paseos, el regateo y las charlas con los vendedores.

      Desde hacía algunos años aquella fecha le producía nauseas. Se notaba más viejo, y no podía evitar hacer inventario de su vida. En una palabra: gris.

      Su hija nació cuando él pasaba generosamente de los cuarenta. Quizás tarde, pero Sofía y él nunca llegaron a plantearse la paternidad antes y prefirieron dejar que surgiera naturalmente. Tenía un trabajo cómodo y rutinario revisando código en una modesta empresa cercana a su casa en Triana, La Andaluza De Software S.L., que sobrevivió en tiempos difíciles a costa de ampliar la jornada laboral de sus empleados. Su mujer era profesora de matemáticas en un colegio cercano, y trabajaba más horas que él. Su hija había crecido entre comedores escolares y actividades extraescolares vespertinas. Además estaba Rooftop, que cada vez era más perfecto. Empezaba a ser una parte importante de sus vidas.

      Quedaban lejos sus años de juventud, cuando vivió la época dorada de los primeros hackers y soñó con ser uno de ellos. Un día quiso poner en evidencia al sistema, pero el sistema finalmente pudo con él. Había superado la frustración que suponía asumir su propia mediocridad; solo afloraba en contadas ocasiones, justo al cerrar los ojos antes de dormir, pero disponía de un arma muy eficaz para acabar con el nudo que se formaba en su garganta: la indiferencia. Tenía mucho que agradecer a la vida y ello era más que suficiente para ser moderadamente feliz.

      Depurar código diez horas al día y sumergirse en Rooftop hasta la noche, cuando su mujer y su hija volvían, le dejaba un estrecho margen para relacionarse físicamente con otras personas. Incluyendo a su familia.

      Martín luchaba contra una íntima animadversión hacia ciertos aspectos de la tecnología, dolorosa para alguien con su profesión. Cada minuto que pasaba en el mundo virtual le desgarraba el alma, pues no podía evitar pensar que fuera, en la realidad física, era donde verdaderamente se debía desarrollar una vida. Se trataba de un problema frecuente en gente de su edad, que no solían padecer los nativos digitales. Sabía que la vida en el hiperespacio, el pomposo término que se usaba en Rooftop para definir los entornos virtuales, no era más que una ilusión. Pero las posibilidades infinitas le seducían, como a todos.

      Rooftop enseñaba que las relaciones en persona no eran importantes. El sucedáneo de vida que ofrecía la realidad virtual consistía en que cada cual tenía libertad para buscar su propia tribu, por encima de barreras geográficas o idiomáticas. Los individuos elegían su aspecto y se podían comportar como les viniera en gana, relacionarse con quienes quisieran y ser los dueños absolutos de sus parcelas en aquel universo. Martín pensaba que ello acababa aislando a la gente, que tendía a rodearse de clones desmejorados de sí mismos. Pero nadie se daba cuenta, encantados con la compañía de idiotas que repetían en bucle las mismas bobadas.

      Rooftop era la síntesis perfecta del fenómeno conocido como «redes sociales», gestado durante las décadas precedentes, que llegaba a todos por diferentes medios. La mayoría prefería emplear potentes interfaces de realidad virtual para sumergirse y navegar en el espacio sintético.

      La lluvia amainó y algunos vendedores se animaron a retirar los plásticos protectores. Los que vendían libros antiguos eran más cautelosos. Un rayo de sol entre las nubes infundió valor a José Manuel, amigo de Martín y dueño de la librería Alejandría en el cercano pasaje de los Azahares, para dejar al descubierto su mercancía. Martín saludó a la esposa de José Manuel, Marvelis.

      —¿Qué tal se da el día? —Martín besó en la mejilla a la mujer.

      —Regular. La lluvia no es amiga de los libros —respondió con un suave acento cubano.

      Trató de conducir el agua que se había acumulado sobre un pliego de plástico para que no chorrease sobre los libros.

      —Ya nadie compra en persona, todo se hace desde lejos. —José Manuel detestaba Internet y cómo había cambiado su negocio los últimos años. Era sin embargo un hombre pragmático, que aceptaba por pura disciplina laboral las horas que debía pasar cada día haciendo contactos y vendiendo en el mundo virtual. Rooftop, por otra parte, había simplificado su trabajo, que tiempo atrás implicaba acciones en múltiples espacios sociales. Desde hacía dos años solo existía una red de la que ocuparse. Le seguía exasperando enfrascarse en el mundo virtual, pero las cosas eran más fáciles desde que tanta gente vivía inmersa en Rooftop.

      —La próxima semana nos trasladaremos al pueblo. Abriremos la tienda física solamente los sábados y quizás llegaremos a cerrarla definitivamente el próximo año. —Marvelis adoraba Sevilla y no quería marcharse, pero el alquiler era un gasto del que podían prescindir, teniendo en cuenta cómo conseguían el grueso de sus ingresos.

      —Es una lástima.

      —Llevo cuarenta años en el pasaje de Los Azahares por la lástima.

      El librero destapó una superficie atestada de mercancía. Un leve aroma a papel antiguo se mezcló con el de la calle mojada.

      —A muchos nos encanta pasear por tu tienda.

      —Exactamente. Pasear. Pero no vivimos de paseos. —Martín le conocía y sabía que aquel reproche no iba dirigido a él—. Tampoco de tertulias ni de regalar café. En una frutería no se puede pagar con opiniones ni discursos de bohemios. Si así fuera, sería el librero más rico de Sevilla.

      —José Manuel, a mí tampoco me gusta lo que nos está ocurriendo. Sabes que lo sufro más que nadie, pero al parecer nos ha tocado vivir de esta manera. El mundo está evolucionando hacia la idiotez. No hay alternativa.

      —Discrepo. Cada cual puede elegir, por más que solo nos permitan actuar dentro de ciertos márgenes. Pero la gente se resigna como borregos. —El librero apartó con cuidado una caja forrada de plástico, que había retenido agua encima hasta formar un charco considerable—. No entiendo cómo puedes pasar tantas horas pegado a una pantalla sin volverte loco. Luego, además, en casa todo el mundo se dedica a hacer el bobo con un maldito artefacto encasquetado en la cabeza y el trasero encajado en una butaca. No nos libramos de la lluvia de anuncios en ningún momento; el día en que alguien sea capaz de controlar toda esa basura, nos hará desfilar como marionetas. ¡Es de locos, amigo! Apuesto a que acabaremos imbéciles y gordos como morsas.

      —No le hagas caso, Martín, José Manuel se pone de mal humor cuando tiene que entrar en Rooftop fuera del horario de la tienda. Además la lluvia siempre le empaña las gafas, y eso le enfada aún más. ¡Mírale! —Marvelis tenía una sonrisa encantadora. Las lentes estaban salpicadas y sucias, de tal modo que resultaba milagroso que su dueño viese algo a su través.

      El librero mascullaba mientras escurría sábanas de plástico. Desde que comenzó Rooftop había duplicado sus ingresos. La pulsera conectada al sistema no dejaba de vibrar y los pedidos llegaban procedentes de todo el planeta. Los diferentes husos horarios y la escasa tolerancia a la espera de los clientes, le obligaban a trabajar sin descanso.

      Continuaron la charla unos minutos, sin advertir que una nube oscura volvía a cernirse sobre la ciudad. La lluvia les sorprendió prácticamente sin tiempo para cubrir los libros. No pudieron evitar que una parte se empapase. José Manuel protestó mientras volvían a colocar los plásticos protectores, sin parar de repetir que no volvería más al mercadillo de los jueves. Iba a proponerles desayunar en un bar cercano cuando un grupo de turistas nórdicos se arremolinó ante el puesto, curioseando la mercancía sin reparar en la humedad ni en los plásticos.

      Los dos amigos se despidieron con un apretón de manos. Marvelis negociaba en inglés el precio de una lámina del mapa urbano de Sevilla en el siglo XVII, con una señora casi albina cuya piel cubierta de pecas ya había sufrido el castigo del sol andaluz. Le señaló el punto donde estaban en aquel momento y cerró rápidamente la venta.

      La


Скачать книгу