Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


Скачать книгу
se limitaría a interactuar con máquinas solo lo imprescindible. Desde hacía varios años notaba que sus dedos ardían cuando escribía en el teclado. No tenía una explicación para su enfermedad. De hecho su enfermedad no existía. Ninguna de las bases de datos médicas que consultó recogía el síntoma que, por otra parte, padecía sin lugar a dudas. Asumía el tormento por su familia, pero soñaba con liberarse.

      Sofía continuaba dormida. Se preguntó cómo una mujer como ella le había elegido a él. Dejó caer la cabeza en la almohada, con la mente saturada, bullendo sin control.

      La madrugada acababa.

      Detestaba cumplir años. Para su desgracia, la fecha coincidía con el aniversario de Rooftop. Era esclavo, como todos, de la red social que gobernaba una fracción considerable del flujo de información en Internet. Ellos restaban importancia a su éxito. Siempre recordaban que sus clientes eran libres para conectarse desde otras plataformas. Según decía su eslogan, solo eran una más de las muchas formas de relación que ofrecía Internet.

      Pero habían aniquilado a la competencia.

      Se mostraban como una alternativa a la navegación por la red, amigable y compatible con todas las demás. Lo cierto era que en poco tiempo habían pasado de un éxito arrollador, al práctico monopolio de Internet.

      Se prometió desconectar su mente de la realidad virtual, por lo menos durante unas horas.

      Ignoraría con todas sus fuerzas, al igual que cada uno de los cinco últimos años, la celebración del aniversario de Rooftop. La red social había prevalecido definitivamente sobre otras que surgieron antes y tenía mucho que festejar. Ganaron la partida: game over para todas las demás que, en el mejor de los casos, habían sido absorbidas. Otras corrieron peor suerte, víctimas de maniobras financieras que las asfixiaron u olvidadas por los inversores. Los usuarios se lanzaron en masa a explorar las espectaculares prestaciones de Rooftop.

      Habría regalos tentadores y espectáculos extraordinarios, pero Martín no se sentía en condiciones de soportar semejante bombardeo de información. Aquella temporada estrenaban su propio perfume, gracias al gran éxito que tuvieron los interfaces químicos. No eran una novedad, pues los centros comerciales y algunas tiendas ya empleaban ambientadores para excitar a los compradores desde hacía décadas, pero Rooftop consiguió introducir aquella tecnología en los hogares. «Nos dirigimos directos al cerebro reptiliano», susurraban a escondidas los desarrolladores.

      La mañana anterior había solicitado los permisos para trabajar por la tarde.

      Se levantó mucho antes que su esposa. Ella murmuró algo que no entendió. La besó en los labios con suavidad, casi sin rozarla.

      Desayunó ligero y se dispuso a salir hacia el mercadillo que se celebraba cada jueves en la calle Feria. El café estaba demasiado caliente y le había abrasado la lengua.

      —Hola, papá, ¿dónde vas? —Ángela tenía el oído muy fino y despertaba temprano, como su padre. Medio dormida, tomó un vaso de agua. Se frotó los ojos y bostezó.

      —Buenos días, cariño, voy a dar un paseo por el centro.

      —¡Es tu cumpleaños, felicidades!... —Se tapó la boca. Mamá y ella preparaban una sorpresa y no querían que papá se enterase. Tenía sueño. Temía hablar de más.

      —¡Gracias!

      —¿Vas a ver a tus amigos?

      —Sí, quizás desayune con Marvelis y José Manuel, si no están muy ocupados con los clientes —forzó una sonrisa.

      Martín necesitaba compañía. Trató de evitar que la niña, su queridísima hija, descubriese que se sentía triste y padecía ansiedad. Ella tenía una sorprendente habilidad para saber lo que pensaba la gente solo con mirarla, y la iba afinando de forma natural conforme se hacía mayor. «¿Por qué tenemos que vivir siempre separados por alguna razón absurda? El colegio, el trabajo, las condenadas redes sociales. ¡Maldito sea este teatro de locos!». Era muy pequeña para comprender los entresijos de la mente de un adulto.

      Ángela le miró a los ojos. Se encogió de hombros y sonrió.

      —Tráeme un regalito, ¿vale? —Se acercó a él y le besó en la mejilla. Martín solo tuvo que inclinarse un poco, sorprendido por lo mucho que su hija había crecido en el último año. En un abrir y cerrar de ojos se convertiría en una preciosa adolescente. Se preguntaba si sería capaz de representar el papel de padre de una chica guapa rodeada de moscones. Haría un esfuerzo por espantarlos, y trataría de parecer enfadado de veras cuando ella quisiera llegar un poco más tarde los fines de semana. Pero se veía mayor para tomar en serio una guerra perdida de antemano.

      Quizás en aquella ocasión el sexto sentido de su hija había fallado.

      —Pareces cansado. Pasas demasiado tiempo trabajando y navegando en Rooftop. Menos mal que pronto llegarán las vacaciones de Navidad, pero tienes que dejar el ordenador apagado, papá. —La niña era inteligente y, sin duda, intuía aquello que no llegaba a entender del todo.

      «Eres muy lista, mi niña», pensó.

      —Prometido. Pero debes dormir. Dentro de un rato mamá preparará el desayuno y os marcharéis al colegio. Entonces tendrás sueño.

      La conversación se desarrolló entre susurros, pero había acabado de despertar a Sofía. Su marido solía ser un hombre afectuoso y comunicativo. Sin embargo en ocasiones se volvía reservado. En muchos aspectos se comportaba como lo hacía su padre, al que echaba mucho de menos desde que murió junto a su madre en un accidente de tráfico. Sofía sabía que Martín se resistía a hablar de sus problemas cuando estos le preocupaban de veras, pero poco podía hacer para romper su hermetismo. No le forzó. Ella entendía que el matrimonio implicaba escuchar lo que el otro quisiera contar, y dar su espacio a cada cual cuando era preciso.

      —Cariño, descansa un poco, todavía falta media hora para que suene el despertador. —Sofía encendió la luz de la habitación.

      —Sí, mamá. Hasta luego, papá. Feliz cumpleaños.

      Martín la contempló mientras caminaba con los pies descalzos hasta la cama.

      Se asomó por la puerta para despedirse de su mujer. Ella abrió los ojos. Apartó un mechón de sus rizos. Tenía algunas canas, se hacía mayor, pero a Martín le encantaban y no quería ni oírla hablar de teñirse el pelo.

      —Feliz cumpleaños. ¿Vas a ver a los libreros? —preguntó.

      —Sí, quizás desayune con ellos.

      —¿Y no me vas a dar otro beso antes de salir?

      —Claro que sí.

      Salió a la calle azorado. Le ocurría desde hacía dos años, pero el síntoma era cada vez más intenso. Notó cómo su estómago se contraía. Los espacios abiertos empezaban a asfixiarle, pero era peor sentirse vigilado. Siempre detestó llevar encima un pequeño fisgón, con geolocalización, cámara y micrófono incorporados; odiaba los mensajes publicitarios en los que de algún modo entendía que sabían dónde había estado, qué cosas había comentado en privado o el tipo de información que había consultado en la red. La tecnología de los teléfonos inteligentes quedó obsoleta en poco tiempo, sustituida por prendas que incorporaban todo tipo de funciones informáticas. Con la ropa electrónica era más fácil obviar el hecho de portar una baliza que le identificaba en cualquier lugar, y los publicistas lo sabían. Camisa y pantalón con teclado, proyección en mangas, regulación de temperatura y humedad incorporada. Cinturón con CPU, GPS y funciones básicas. Solo trescientos gramos adicionales. Un buen hacker podía averiguar rápidamente dónde se encontraba alguien si lo deseaba, y ello enervaba a Martín, que conocía el poder de la tecnología integrada.

      La lluvia deslucía el ambiente, normalmente bullicioso y festivo. Se ajustó la capucha del impermeable. El mercadillo era un refugio. Un recuerdo de su infancia cercado por el mundo digital, donde un puñado de idealistas mantenía viva la tradición, y otros tantos mendigos, alcohólicos y desheredados conseguían lo mínimo para no morir de hambre. Abundaban


Скачать книгу