Efecto Polybius. Manu J. Rico
los listados. Sabía qué le obligaba a mantenerse despierto. Notaba oleadas de angustia en la cabeza y el estómago, como una serpiente constrictora que le retorcía las entrañas hasta exprimirle los músculos del vientre.
La carga del juego concluyó. Gabriel notó que sus pensamientos se desenfocaban, desfilando como imágenes desordenadas, absurdas, en su cabeza.
Era el momento de una partida. Esquivó hábilmente la gota de la primera pantalla empleando un truco que a otros les costó horas descubrir, pero que él intuyó en la segunda partida. Su mente amenazaba con naufragar, peleando contra otros pensamientos que nada tenían que ver con aquel adictivo juego.
Minutos después de comenzar, una idea resplandeció. Los dedos manipulaban con soltura el teclado controlando al protagonista de Abu Simbel Profanation, pero en su cabeza flotaban libres fragmentos de otro programa. La obra de Matt Statham adoptaba formas, colores e incluso sabores imposibles que diferenciaban rutinas con distintas misiones, fluyendo sin esfuerzo. Todo cobraba vida en su subconsciente, se desenredaba de forma natural mientras una fracción minúscula de su atención controlaba las evoluciones del grotesco personaje de movimientos robóticos.
No era tonto. Sabía cómo acababa la gente que tenía esas marcas en los brazos. Su padre le advirtió, y él mismo pudo comprobarlo, a la vista del destino de algunos chicos demacrados que frecuentaban su casa. Era solo cuestión de tiempo. Cuando el gusano que le mordía la boca del estómago apretaba sus mandíbulas, él hablaba solo. Y lo odiaba.
—Esto lo puede hacer una subrutina de la ROM.
Apartó su ordenador, un Speccy maltrecho por cientos de horas de uso, y garabateó sobre el papel. Aquel maravilloso ingenio se convirtió en el centro de su vida desde que llegó a casa meses antes del fallecimiento de su padre, importado desde Inglaterra. Repasó el resultado y volvió a escribir algunas anotaciones hasta que quedó satisfecho.
—¿Ves? Te ahorras un montón de memoria.
Solucionado el problema, se sintió relajado y lúcido. Dobló una sección de papel y examinó nuevamente el código a vista de pájaro mientras el protagonista del juego perdía una tras otra todas las vidas hasta volver a la pantalla de menú. Pero ya no le importaba.
Aquel listado escondía algo más, podía sentirlo. Lo tenía delante de las narices, pero no conseguía verlo y ello le exasperaba. Se debatió entre la emoción, pensando que por fin estaba a punto de descubrirlo, y la frustración, cuando la idea se le escurría como agua entre los dedos. Tenía las mejillas enrojecidas y su corazón se salía del pecho.
Tachó una serie de instrucciones que no iban a ejecutarse, pues el código las aislaba en un bloque sin acceso. Estaba tan enfadado que tuvo que contar hasta diez para no hacer trizas el valioso papel de impresora. Lo llegó a arrugar con sus dedos crispados, dejando algunas marcas de uñas y arrancando trozos de las tiras laterales, perforadas para encajar con la rueda de arrastre de una impresora matricial.
—Matt, no tiene sentido. ¿Qué pretendes decirme?
Paco, el dueño de la copistería de los ingenieros, ya sabía lo que buscaba aquel niño gordito que aparecía de vez en cuando por su establecimiento. Un estudiante había conseguido el listado en código máquina de Stygia, el primer juego de Matt Statham. Gabriel sabía que Matt diseñó Stygia a los quince años, y soñaba con emularle. Paco le regaló una copia de aquel tesoro.
Statham se hizo millonario poco después de publicar Stygia, cuando programó Crazy Miner. Compró un castillo que decoró a su gusto, con máquinas arcade y todo tipo de computadores profesionales para trabajar a placer. Gabriel solo deseaba poseer una habitación en la que nadie más que él pudiese entrar, un frigorífico pequeño, cama, váter y su ordenador.
Masticó dos bocados de la cena que había preparado cuatro horas antes. El pan comenzaba a endurecerse.
—El código está forzado. Es la única explicación. Eres un genio pero... —Tosió al tragar. Las porciones de salchichón eran demasiado gruesas— ... repites los mismos errores todo el tiempo. No creo que sea casualidad, tío. No me lo creo.
Tenía un casete con más de diez juegos grabados en cada cara. Stygia era el tercero de la cara B pero, como ocurría a menudo, no se le podía sacar demasiado partido a un programa pirata. Sin instrucciones, sin portada a color, su imaginación podía llegar solo hasta cierto punto. Su intuición de jugador experto y horas martilleando el teclado consiguieron romper los secretos que encerraban algunos juegos. Pero Stygia escondía algo en su código, lo presentía, y necesitaba una pista para saber de qué se trataba.
Buscó en la penumbra. Una revista MicroZX cuidadosamente archivada. En el artículo que comentaba el juego, como recordaba, no decían nada sobre su código. Los programadores solían ser muy imaginativos cuando querían deslizar una broma, o «huevo de pascua», en sus trabajos y detectarlos era cuestión de intuición y perseverancia. Se sintió como el protagonista de El nombre de la rosa, su novela favorita. Un leve descuido y la tinta invisible del pergamino desvelaría los secretos de la abadía, solo al alcance de un detective increíblemente sagaz. Esta vez el sabueso no era un monje erudito, sagaz y sabio a partes iguales, asistido por su aprendiz en una antigua biblioteca repleta de códices. Gabriel era solo un niño desvelado en su dormitorio, de un piso cualquiera, en un barrio humilde de Sevilla. Pero confiaba ciegamente en su instinto e inteligencia. Era todo lo que tenía.
La música que acompañaba al menú del Abu Simbel Profanation era un zumbido discordante que luchaba sin éxito por simular tres canales de sonido.
La portada de Stygia, ampliada en el póster central, mostraba una magnífica ilustración iluminada con aerógrafo donde aparecía un guerrero griego atravesando la laguna Estigia. La muerte acechaba y un monstruo de tres cabezas se cernía sobre la gabarra, gobernada por el barquero Caronte. Gabriel contempló de nuevo la apretada columna de números y letras impresa en papel continuo. Salvajemente compleja y seductora para él. Orden de línea, caracteres del cero al nueve y letras de la A a la F. Cada diez bytes o pares de dígitos, un número a modo de índice aseguraba que los veinte caracteres previos eran correctos. Repasando decenas de veces todo el conjunto comenzó a sentirlo: un ritmo oculto tras los errores.
Lo intuyó, como hizo fray Guillermo en aquella abadía dejada de la mano de Dios, y de forma inconsciente reprodujo la cadencia con los dedos, dando golpecitos en la mesa. Los bucles se insertaban en algunas partes del código, esparcidos aparentemente al azar. Tac, tac, tacatac... ritmos dibujados en su mente, que le hacían evocar sabores y caricias, mientras la luz del flexo se atenuaba y a la vez se concentraba en aquel enigma.
Un sonido metálico le devolvió a la realidad. Como un disparo que aniquiló la maravillosa concentración que disfrutaba. Su sangre se heló en las venas. Alguien trataba de introducir una llave en la cerradura de casa. Arrastraba el metal por la embocadura una, dos, tres, cuatro veces, sin éxito. Gabriel corrió hacia la puerta y acercó una silla para alcanzar la mirilla. Reconoció la maraña de pelos que luchaba por no chocar contra el marco, mientras los dedos temblorosos no atinaban a sujetar las llaves para abrir la puerta.
Descorrió el cerrojo debatiéndose entre el alivio, pues su madre al fin había vuelto, y el temor por el estado en que la iba a encontrar. Ella se estremecía, incapaz de mantenerse en pie. Olor a perfume barato, mezclado con tabaco rancio y maquillaje sudado. Su piel era viscosa y fría, pero el niño era fuerte y consiguió sujetarla.
—Llévame al cuarto de baño —balbuceó. El aliento era fétido.
—Sí... sí, ya he cenado, ¿sabes? —Gabriel creyó que debía decir algo en aquel momento, pero se sintió estúpido tan pronto las palabras escaparon de su boca.
Ella no vivía en su mundo.
—Qué bueno eres, mi niñ... —Las náuseas le retorcieron el estómago. Tuvo que contener con todas sus fuerzas el contenido de las tripas, que luchaba por escapar.
Casi se le escurrió entre los dedos, que se aferraron a los brazos de la mujer hasta que gimió de dolor. Logró arrastrarla hasta el inodoro, y a este permaneció abrazada mientras las arcadas y los vómitos