Efecto Polybius. Manu J. Rico

Efecto Polybius - Manu J. Rico


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en red.

      Cuando al fin se apostó por la realidad virtual, las compañías de hardware reactivaron sus adormecidas divisiones de investigación y desarrollo para poner en el mercado computadores con capacidades notables, al alcance de usuarios ávidos por sumergirse en entornos casi indistinguibles del mundo físico. Si alguien disfrutaba volando por el espacio, habitando mansiones fastuosas o deseaba deambular por detallados fondos marinos, debía hacerse con el equipo adecuado a sus pretensiones. Si por el contrario no se podía permitir el desembolso, o no tenía inconveniente en ir instantáneamente de un punto a otro, moviéndose mediante sencillos menús o en entornos de píxel grueso, un ordenador precario era suficiente. Rooftop se adjudicaba a sí mismo el adjetivo «democrático» cuando la ocasión lo requería. Habían democratizado las redes sociales haciéndolas llegar a todo el planeta y a cualquier nivel de educación, asistidas por la realidad virtual si el cliente lo requería.

      Fabricantes y programadores fomentaron la filosofía mediante apoyo logístico y económico, en una sinergia empresarial nunca vivida desde los lejanos años de la Revolución Industrial, según proclamaba la publicidad de Rooftop. Los usuarios se lanzaron a activar suscripciones que ampliaban el acceso a zonas restringidas y donaciones altruistas, generosamente recompensadas en el hiperespacio. La publicidad explícita era tan escasa, y su precio tan elevado, que solo cuatro compañías en el mundo pudieron costearla. Sin embargo, infinidad de mensajes subliminales inundaban el mundo sintético. Eran objeto de debate, tanto por su contenido como por sus hipotéticos responsables, que aprovechaban la seguridad de Rooftop para ocultarse. Su impacto resultaba aparentemente incontrolable.

      En opinión de sesudos analistas y aficionados con ínfulas de intelectualidad, Rooftop no triunfó por la calidad de su realidad virtual. Las cualidades gráficas del sistema operativo eran notables, pero lo que atrajo más usuarios a la novedosa red social fue su sistema de privacidad inexpugnable. En el diseño personal de realidad se podía regular con total libertad el número, tipo o usuario concreto que tenía permitido relacionarse con cada cual. El servidor solo proporcionaba unos pocos Kb a los clientes, que se consideraban públicos. Todo el espacio personal estaba alojado en el computador del usuario, lo cual aumentó exponencialmente las ventas de discos duros de última generación, tan rápidos y capaces como nunca antes se había visto. Y dentro de la habitación del cliente, este era Dios. El sistema de encriptación y dirección de memoria acoplado al interfaz, permitía ver los más mínimos flujos de datos que se preparasen para salir o entrar de cualquier disco duro o partición. Un morador de Rooftop podría expulsar a quien quisiese en su zona privada. Se trataba de un procedimiento tan eficiente y seguro que, pese a ser invitado a la azotea de alguien, si se denunciaba un contenido o incluso una confesión delictiva, el acusador no tenía posibilidad de obtener la menor prueba en streaming o grabación sin el permiso del huésped.

      La ínfima parcela pública ofrecida para cada usuario aparecía en la realidad virtual como el punto más alto de un edificio, permitiendo alojar un puñado de etiquetas y la identificación del cliente. La Azotea. Cada cual decidía el contenido alojado en la cúspide del edificio. Con frecuencia se trataba de palabras clave para identificar preferencias sexuales, temas de interés o aficiones desarrolladas a cualquier nivel. En ciertas ocasiones etiquetas aparentemente inocentes escondían verdaderas aberraciones. No había límites bajo el techo del edificio personal, más que los impuestos por el usuario de Rooftop. La publicidad no dejaba de anunciar que todo era «más seguro y privado que el propio hogar». Estrictamente era así pues, hasta la fecha, nadie había conseguido burlar la defensa del sistema.

      Era posible diseñar el propio vecindario con total libertad. Un usuario podía ser vecino de alguien que prefiriese tenerle alejado, en el entendido de que la realidad virtual personal se amoldaría también a sus propias preferencias. Era la esencia del hiperespacio de Rooftop. El cliente medio dedicaba la cuarta parte de su tiempo a modelar su entorno, la mitad a construir su edificio y el resto a relacionarse con aquellos que querían interactuar con él. Muchos comenzaban situando cerca de sus espacios a estrellas de cine o ídolos deportivos, pero la cuenta de estos solía limitarse a mostrar publicidad si tenían activado el servicio, algo fuera del alcance de la mayoría.

      Otra prestación que encarecía los equipos era el sistema VRFT o Virtual Reality Face Translator. Diferentes modalidades de sensores leían la expresión facial del morador de Rooftop para plasmarla en el rostro del alterego virtual. Se trataba de un algoritmo que incrementaba el realismo de la interacción social, pero a menudo delataba sentimientos que los usuarios hubiesen preferido mantener ocultos. Existían sistemas expertos capaces de enmascarar los rostros, pero no siempre era posible activarlos a tiempo.

      Martín tenía una cuenta madura. Su entorno se dividía en un área dedicada a familia y amigos, no muy activa, y otra diseñada para disfrutar de sus aficiones. La informática clásica era su pasión.

      Su alterego, apodado Sir Fred, llegó volando desde su área personal hasta la zona semipública que habían organizado entre los más de quinientos miembros del grupo El Mundo del Speccy. La mayoría eran viejos conocidos de las antiguas redes sociales, donde el grupo era considerado uno de los de mayor tradición. El foro estaba lejos de su mayor actividad a aquella hora de la mañana. Fred, el sir barrigón condenado a salvar doncellas y matar dragones, era poco más que un puñado de gruesos píxeles de color blanco, que dibujaban una nariz grotesca, cabeza pequeña y cuerpo achaparrado en el que destacaba su desproporcionado vientre. Idéntico al personaje clásico que imitaba, pero bien modelado en tres dimensiones.

      Un cartel surcaba el cielo, anunciando los festejos del aniversario. Por una cuota mínima, Martín eliminó la mayor parte de la publicidad explícita de su mundo.

      La zona semipública tenía el aspecto de una sala de arcades de mediados de los ochenta. Sir Fred saludó a los parroquianos. Muchos menos de los habituales. A aquella hora una buena proporción de los socios ya disfrutaba de los conciertos, películas y terabytes de regalos. Les acompañaba una potente banda sonora: «Surrender» de Cheap Trick. Estaban algunos de los mayores activistas de la afición como Fray Guillermo y Adso, en realidad Jesús y Alejandro. El primero era un arquitecto madrileño; el segundo, un informático aragonés. Juanfra, conocido como Arkos, era dueño de un desguace en Almería. Javier, apodado Headus, era cartero en Cataluña. Los personajes de Jesús, Alejandro y Javier estaban directamente inspirados en sprites gráficos. Juanfra prefirió modelar el suyo partiendo de una conocida portada de videojuego, y mantuvo su colorido así como los detallados sombreados y efectos de difuminado a aerógrafo. El contraste entre sus apariencias resultaba chocante al principio, pero pronto se habituaron.

      Entre todos formaban interesantes tertulias en la zona de conversación, acompañados de auténticos eruditos del tema como Spidey, Pedja, Fernán, Juanve, Antonio —conocido como Footus—, Velasquillo, Prini, Jesús VF, PDRincon, Kidsaulf, Villena o el veterano McLeod entre otros. Sir Fred disfrutaba generalmente del ambiente. No obstante le llegaba a incomodar cierta tendencia a estar «violentamente» de acuerdo entre ellos, formando facciones que llegaban a enfrentarse en términos poco amistosos para debatir cuestiones de todo tipo. Martín llegó a sospechar que en realidad algunos usuarios manejaban varios alteregos de forma simultánea, algo que por otra parte era imposible en Rooftop.

      El casco dejó de proyectar aire fresco al rostro de Sir Fred cuando este entró en la ruidosa estancia. El aroma también cambió de forma radical. Los miembros del grupo debatían animadamente sobre un tema recurrente: los genuinos pioneros del software recreativo. Existían extensos tratados sobre el asunto, pero los más recalcitrantes se resistían a dar por concluida una discusión que comenzó hacía casi cien años y les entretenía más que jugar a cualquiera de aquellos juegos antiguos. Iba a anunciar su descubrimiento a Fray Guillermo, pero Adso le tenía demasiado ocupado con los pormenores de una nueva sala VIP que proyectaba y casi no intervenía en la conversación.

      —Saludos, señores —elevó la voz.

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