Una música futura. María José Navia
Siempre pensé que vendería la casa al primer atisbo de oferta. Yo me quedé con el departamento de Santiago y me deshice de él lo más rápido que pude. Luego compré otro en un nuevo barrio, que se pareciera lo menos posible al de mis viejos. Pero ella había querido ir allá a perderse y Raúl la había seguido. O a medias, la verdad. Pasaba gran parte del año de gira. No era una relación a distancia, pero casi. Y ambos parecían satisfechos con el arreglo.
Quién era yo para juzgarlos.
El terremoto los había pillado camino al sur. A ellos, a nuestros padres. Camino a reacondicionar la casa para transformarla en uno de esos bed and breakfast que estaban tan de moda. Su sueño de jubilación.
El auto iba cargado de bidones de parafina. Eran tiempos de emergencia y la gente no andaba manejando con mucho cuidado.
Fue sólo un instante. O eso nos dijeron.
Ayudo a Rocío a preparar el desayuno para los demás. Muelo el café y ordeno las tazas en unas pequeñas torres. Vierto la leche dentro de un jarro de vidrio. Me hago cargo de los huevos. Rocío pasa un trapero y prende la chimenea para que esté al menos tibio cuando lleguen todos.
Son siempre puntuales.
Para gente adicta a sumergirse en sus pantallitas en cuanto abrían los ojos, esas horas de la mañana podían ser funestas.
No quiero dar un mal ejemplo ni tentarlos, así que agarro la camioneta de mi hermana y me invento algún trámite que ir a hacer al pueblo. Allá prendo el celular y espero.
Me cuesta revisar los mensajes. Hay llamadas perdidas, mensajes en el buzón de voz que nunca oigo.
De esa persona a la que yo debería querer.
Cuando regreso, ya hay huéspedes en terapia de grupo. Matías, uno de los psicólogos a cargo, me hace una seña con la mano cuando me ve pasar.
Imagino cómo será sentarse sobre él. Ahí, en esa misma silla en la que ahora se le ve tan compuesto. Cierro los ojos, trato de imaginar sus manos bajo mi falda. Sus jadeos en mis oídos. Pero vuelve el asco y abro los ojos.
El libro que traduzco es una novela de fantasmas. Éxito de ventas en Estados Unidos y Europa, casi no pude creer mi buena estrella cuando me contactaron. Hacía varios meses que yo no me animaba a traducir ni a escribir nada, después del fiasco ese con una editorial española que luego quebró y esos libros que, con suerte, circularon por algunas ferias antes de ir a dar a los mesones de saldos. Todavía tengo un ejemplar en mi repisa con el plástico sin abrir. Así me había relacionado siempre con mis malas decisiones. De lejos y sin poder tocarlas. Selladas al vacío.
No me pidieron que interactuara con los pacientes más allá de la primera admisión pero, la verdad, el día a veces se me hace largo, y siempre me las arreglo para colarme en alguno de sus juegos. Todos con premios lamentables, que mi hermana o yo compramos a la rápida en ese almacén lleno de cosas chinas.
No cuesta mucho acercarse. Están desesperados por hablar, por contar por qué están ahí, por convencerte de que no están locos, que no son adictos, que esta fue una decisión simple, trivial, como elegir un lugar para pasar las vacaciones.
De todos ellos, con quien mejor me llevo es con Esteban. Quizás porque no anda dando tantas explicaciones. O porque día por medio me ruega que lo lleve al pueblo para conectarse desde algún cibercafé y horas más tarde me pide perdón con notitas que desliza bajo la puerta de mi oficina.
Me da las gracias por decirle que no.
No sabe que cada vez me cuesta más.
Fue su mujer quien le pidió que ingresara. Tiene dos hijos, pero no habla mucho de ellos. De Laura, en cambio, habla en cuanta oportunidad tiene. No sé si para dejarme en claro que está comprometido y que no trate nada, o tal vez de puro aburrido. A veces me pregunta: «¿Habrías hecho lo mismo tú?» Y yo le respondo que no sé, que me faltan detalles de la historia, que con las pocas piezas de puzle que me ha entregado, todavía no sé si estoy armando un paisaje o un cuadro dentro de un museo. Y él se ríe y me pregunta si tenemos rompecabezas en la sala de juegos. Ojalá de esos bien grandes, miles y miles de piezas, que lo mantengan ocupado hasta la salida. Lo dice y hay una chispa de esperanza en el fondo de sus ojos, pero en la sala no hay puzles y en el pueblo sólo encuentro de esos infantiles que se podrían armar con los ojos cerrados.
La mujer sin abrigo –que sigue tiritando, aunque me he ofrecido a comprarle un chaleco, por aquí sobran las ferias de artesanía– lidia con la ansiedad sacándose los pelos de la cabeza. Ahí está, en una esquina, sentada con gesto ausente, escarbándose. Nadie le dice nada, pero de a poquito comienzan a notarse los pelones, ahí al centro, como una calva rara.
En estas semanas he visto a otras mujeres hacerse daño sin darse cuenta o tomándolo como un mal necesario. Chicas que se rasguñan las piernas, que se sacan pedazos de uña, que se muerden los labios hasta hacérselos sangrar. No parece dolerles. Tampoco distraerlas.
Yo, por las tardes, bajo a la bodega a mirar todos esos artefactos. Cromados, de pantallas grandes o pequeñas, con sus botones a los costados, sus carcasas de plástico o de cuero. A veces enciendo alguno y me paseo por sus fotos, por sus correos electrónicos.
Son más entretenidos que los libros que dejan.
Mi hermana es enfermera. Imagino que sus estudios le son útiles en esta posada. Me gusta ese nombre: como un pájaro que se posa, como algo momentáneo que ya va a pasar, que está pasando.
La posada está siempre llena. Me costaba creerlo antes de venir, pero en estas semanas he podido comprobarlo. Las listas de espera, los e-mails suplicantes que debo contestar con mi tono más cortés. «No queremos perder a clientes que podrían venir en temporada baja», dice Clara. Aunque de un tiempo a esta parte siempre es temporada alta.
Para obligarlos a dormir, cortamos la electricidad a las diez de la noche. En cada cabaña hay una vela que no se repone. Una vez consumida, la oscuridad es innegociable. La luz hay que administrarla con cuidado. Al principio, me consta, a todos les cuesta un mundo ajustar sus horarios. Hago rondas por fuera de las cabañas y escucho sus pasos de un lado a otro, entre sus cuatro paredes de madera, desesperados. Algunos salen a dar una vuelta, como sonámbulos. Hay pequeños focos marcando los senderos, apenas con luz suficiente para alumbrar a arañas y sapos. Pero luego de un tiempo se rinden. Imagino que incluso sus respiraciones se acompasan y duermen todos un mismo sueño en el que no echan de menos sus pantallas.
Probablemente me equivoco.
En algún lugar allá afuera está Rodrigo. En algún lugar de mi teléfono –que ahora no tiene señal– se esconden correos amables, mensajes de texto, llamadas perdidas. Fotos.
Mi hermana no pregunta por él. Quiero creer que porque sabe que aún no es el momento indicado, pero lo más probable es que no le interese. O que no se haya dado cuenta. Mi hermana de acero, la que resuelve todos sus problemas de forma civilizada. Con sus perros obedientes y su marido a una distancia que le funciona. Mi hermana con el corazón a cuerda y bien guardado en su caja. Yo con este animal enjaulado que me rasguña por dentro.
No me atreví a encararlo. Dejé una nota sobre el mesón de la cocina.
En alguno de esos e-mails que no abro, me esperan preguntas y, seguramente, más comprensión de la que merezco.
Muchos pasajeros están aquí por problemas de ansiedad. A veces escucho sus sesiones de terapia recostada en el piso que queda encima de la consulta. Ahí se guardan los productos de limpieza y sólo yo tengo la llave de ese clóset. La madera se siente fría contra la piel y de a poco van subiendo las palabras de todos. Algunos obsesionados con las redes sociales de sus exparejas, con crisis de pánico después de leer un mensaje algo coqueto o un emoticón de corazoncito. Hombres confesando pasar más tiempo del necesario mirando las fotos de las amigas de sus hijas adolescentes, incluso enviándoles solicitudes de amistad que a veces llevaban por senderos de lo más oscuros. Otros despilfarrando los ahorros de la familia en casinos virtuales o jugando a videojuegos por varios días seguidos y usando pañales.
Nomofobia se llamaba