Una música futura. María José Navia

Una música futura - María José Navia


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noches no me dejan dormir –llega desde abajo–. Quiero irme.

      Mi cuerpo vuelve a doblarse, ahora sobre el trapo. Siento que algo me late dentro de la cabeza.

      No escucho nada.

      Miro mi reloj. La sesión debe estar a punto de terminar.

      Me arrastro despacio hasta el baño más cercano. Lleno un recipiente con agua y vuelvo a limpiar mi desastre. Me esfuerzo por respirar sólo por la boca. Siento la espalda mojada. Por la ventana veo a Clara, jugando con sus perros. Les tira unas pelotas y se las traen de vuelta. Lleva puesto un chaleco gris larguísimo que le llega hasta las rodillas y que disimula su cuerpecito flaco y a punto de quebrarse.

      Echo desodorante ambiental antes de cerrar la puerta.

      Me quedo en mi pieza el resto de la tarde. Le digo a Clara que algo que comí en el pueblo me ha caído mal al estómago. Me mira con desaprobación, nunca ha entendido mis ganas de comer; ella lo hace apenas y con desgana. El cuerpo entero me molesta: las sábanas, el roce de la ropa, no logro quitarme el olor a vómito de encima, a pesar de haberme duchado ya dos veces.

      Siento que Clara puede olerme y lo sabe todo.

      Fue ella la que recibió la llamada.

      Ese día yo estaba en la casa de una amiga. Tenía diecisiete años. Clara, veinticinco.

      Se demoró dos horas en contármelo.

      Cuando vuelve, me hago la dormida. Escucho cómo deja una bandeja sobre el escritorio, cuidando de no derramar su contenido sobre los libros.

      Abro los ojos: sopa de pollo.

      El olor inunda la pieza y vuelvo a vomitar.

      –Me envenenaron –le digo a Esteban, cuando me encuentra al día siguiente paseando por el huerto.

      Quisiera preguntarle si son estas las plantas que le hablan, pero me aguanto. Está ojeroso, y sin muchas ganas de conversar, pero camina a mi lado, siguiendo mi ritmo de anciana.

      A lo lejos se ve la sección de los adolescentes. Corren en círculos alrededor de una cancha. Allá los instructores son militares retirados y la terapia se combina con ejercicio. No me gusta hacer las rondas por esas cabañas, siempre las dejo para el final. Son jóvenes de miradas vacías, que los primeros días lloran de angustia al no poder conectarse. Incluso hay habitaciones para los padres. Son ellos los que los traen aquí: obligados. Impotentes. En sus sesiones, sus palabras se quiebran en verdaderos aullidos de dolor: hablan de sus vidas conectadas, esas que pueden manejar, mientras el mundo de sus familias está lleno de gritos, expectativas o indiferencia.

      Repaso el mensaje de Rodrigo en mi cabeza. Me pide perdón por apurarme. Dice que puede esperar, que quiere esperar, todo lo que sea necesario. Su voz suena a ruego y odio que me rueguen. Insiste en que respeta mis tiempos. Que, por favor, vuelva pronto a Santiago. Que hablemos.

      El pasto está mojado y nuestros zapatos se van manchando con barro. Esteban me pregunta si quiero volver a la casa, pero le digo que mejor sigamos. Que quiero agotarme, le insisto, mientras miro de reojo a los muchachos que corren y corren.

      –Ya no aguanto esto –agrega él por lo bajo, como si no esperara mi respuesta–, ni siquiera me dejan llamar por teléfono.

      Le tirita una de las manos cuando señala hacia adelante a unos juegos infantiles que están al fondo del bosque. Así le decíamos cuando chicas: ir a jugar al bosque. Esos cuantos árboles dando un poco de sombra justo al fondo del patio.

      Cierro los ojos y puedo vernos recostadas sobre el pasto y sin hablarnos. Enteras. Antes de todo.

      Ahora, en cambio, yo tenía otras vidas a las que no me acercaba. Y, en una de ellas, mi hermana lloraba todas las noches. Vivíamos juntas en un departamento lleno de fantasmas. Cuando se fue, ya no pude seguir ahí.

      –¿Alguna vez viviste acá? –pregunta Esteban.

      –No, sólo veníamos los veranos. Esta casa era de mis abuelos. Después fue de mis papás. Estuvo arrendada mucho tiempo. Mi hermana la transformó hace unos años. Se asoció con un psicólogo que puso todo lo demás.

      Empieza a llover, apenas un poco.

      El bosque está cerca. Seguimos caminando.

      –Laura siempre quiso tener una casa en otra parte.

      No puede evitarlo: su voz sale llena de ternura.

      –¿Y cambió de opinión?

      –No –miro hacia atrás. Ya comienzan a encenderse algunas luces en la casa–. No sé.

      Los perros no están por ninguna parte. Esteban parece cansado.

      –¿Quieres seguir? –le pregunto.

      –Sí, vamos, ya queda poco.

      Lo dice e intenta sonreír. Se ve desvalido, frágil. El agua le corre por un mechón de pelo sobre su frente, que se aparta con algo de rabia. No quiere estar aquí y lo sé, lo sabe, lo sabemos. «¿Te hablan también estas plantas?», pregunto, sólo formando las palabras con mi boca, a sus espaldas, y sin sonido.

      «Ya no quiero estar contigo», ensayo también, y de mi boca sale vapor.

      Clara se puso contenta cuando le dije que iría a acompañarla unos meses.

      Desde el accidente no volvía a la casa. Me hizo un recorrido por ella como si fuera una pasajera más. Tal vez lo era.

      Miro las zapatillas de Esteban: son de tela, debe tener los pies fríos.

      Mis botas son de goma y amarillas.

      –No entiendo por qué no me dejan llamarla.

      La luz cambia bajo los árboles. No son muchos, pero nos esconden del resto.

      Nos adentramos un poco más. Sé que ahora nadie puede vernos.

      Apoyo mi espalda contra uno de los troncos. El olor a tierra me sube por la nariz.

      –¿Pasa algo? –Esteban me mira con preocupación, con lástima, pero sin verme. No está realmente aquí.

      Somos casi del mismo porte.

      No lo dejo reaccionar, ni pensar si esto es una buena idea. Lo acerco a mí con toda la fuerza que tengo.

       La burbuja está quieta; el animal rasguña.

      Su boca está fría, cerrada. Lamo el agua de lluvia en ella, muerdo un poco sus labios. Quiere salir de aquí y no herir mis sentimientos. O quiere estar ahí y ser otra persona. Sin culpa.

      Su cuerpo responde y me presiona contra el árbol, sin mirarme. Lo siento meter una mano fría bajo mi polerón.

      Nadie puede vernos.

      Se lo digo, pero no me contesta.

      Tiene los dientes cerrados. Mi lengua insiste.

      No quiere estar aquí.

      «Lo que tenemos es bueno»: recuerdo la voz fantasma de Rodrigo en la cabina de la camioneta. Aunque la primera vez oí mal y entendí otra cosa.

      Lo que tememos es bueno.

      La corteza del árbol raspa mi espalda. Me duele.

      No quiero estar aquí; la bestia va subiendo por mi garganta.

      Esteban esquiva mi mirada, pero sus dedos presionan con fuerza. Mi gemido lo despierta y me muerde.

      Nadie puede vernos.

      Nadie puede escucharnos.

      Yo vuelvo a su boca hasta que abro su beso con mi lengua.

      Lo que tememos es bueno.

      LOS TÍOS

      Ya nadie nos invita. El teléfono no suena, no llegan mensajes ni llamadas. Pasan los viernes, sábados y domingos y la urgencia se instala.

      Gloria


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