Cuentos. José Libardo Porras

Cuentos - José Libardo Porras


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encausado?

      No responde; piensa: Estoy encausado. Repite en su mente la palabra, así forma una cortina que lo separa de los gritos de futbolistas y espectadores. La única voz que le interesa es la del parlante: en cualquier momento puede llamarlo para que acuda al teléfono. Cierra los ojos. Encausado, encausado, encausado…

      —Le tengo un trato.

      Mira a ese rostro cetrino, quiere verle la mirada antes de responder o de formular cualquier pregunta; el otro continúa pendiente del partido como si lo dicho no lo hubiera dicho él sino un extraño sin importancia.

      —¿Qué clase de trato? –suelta, sin embargo.

      Jáder le explica. Le pagarán veinte millones de pesos si despacha a un hombre del quinto patio ingresado la semana anterior. Él, con sus sesenta y seis años de condena es lo que en la cárcel llaman un copado, y treinta años más por su nuevo homicidio en muy poco variará su condición. Preso, son lo mismo sesenta y seis años que noventa, cien o mil. Ya su destino está decidido. Y un nombre más para su lista de víctimas no es nada.

      Si acepta le entregarán diez millones, una pistola cargada y le dirán qué hacer: con el pretexto de que lo busca el abogado, harán salir al hombre a la reja de la oficina de notificación donde estará Jeyson esperándolo, armado, y allí le disparará hasta asegurarse de su muerte; luego se rendirá a la guardia y entregará el arma; después le pagarán los diez millones restantes.

      Se encamina a los orinales. Mientras vacía la tripa y contempla la espuma que su chorro forma en la taza, sigue oyendo, en fragmentos, la propuesta, las razones de su amigo: Usted es un copado; encanado son lo mismo sesenta años que noventa; son veinte millones… Sale. El partido aún no termina pero Jáder ya no se encuentra entre los mirones. Lo alegra, o lo tranquiliza, poder estar solo. ¡Fulano, al teléfono!, grita el parlante. Fulano, con el rostro embellecido de improviso porque ha finalizado su espera, corre hacia las escalas que lo llevarán al andamio en el cuarto piso. Jeyson ve correr a Fulano y lo envidia. ¿Por qué no habrá venido Cata?, ¿qué le sucedería?

      Las horas han pasado. Catalina no apareció. ¿Por qué no vendría Cata?, ¿se habrá enamorado de otro entre ayer y hoy? Usted es un copado; son veinte millones… Con veinte millones podría comprar algunos enseres para su camarote y para su casa; además poner un pequeño negocio para ayudarse y ayudar a su madre. Muchas veces recibió dinero en abundancia por sus trabajos, nunca tamaña cantidad: veinte millones juntos, en rama, lo harían sentirse empresario, un hombre de verdad. Piensa: Uno, con veinte millones en el bolsillo, es un rey. El sueño tarda.

      Sabe que de cumplir esa comisión deberá acostumbrarse a una nueva vida lejos de la ciudad que lo vio nacer y crecer, en la cárcel de Picaleña, en la de Acacías o en la del Barne, o si acaso en la Guayana, la cárcel de la cárcel, o en el pabellón de seguridad, casi sin ver el sol, rodeado de los pillos más pillos, los desterrados de los otros pabellones por sus conductas. Revuelve pensamientos y en su cabeza se hace un enredo de ideas como hilos sin puntas, ideas locas. El sueño cojea.

      Usted es un copado; son veinte millones… Veinte millones equivalen a un televisor de color y un equipo de sonido para su camarote, para no estar tan solo, y a un televisor de color y un juego de muebles de sala para su casa, para que su madre atienda orgullosa a las visitas y a los pastores evangélicos. Podría comprar un ventorrillo dentro del patio para ocuparse todo el tiempo y ayudarse en sus gastos: sabe de uno por el cual piden cuatro millones, y él le invertiría dos en muebles y surtido; también compraría, por unos tres millones, tres o cuatro camarotes para alquilarlos y obtener una renta: cada uno por treinta mil pesos semanales, sin contar los domingos cuando también se alquilan por diez mil a los presidiarios carentes de un espacio privado para acostarse con sus mujeres; a Cata le regalaría una Auteco Plus para ir al colegio y venir a visitarlo, y le daría un vestido, el mejor, el que ella quisiera, y le diría: Cata, mi amor, te doy este vestido pero después te lo quito, y ella respondería, sonriendo con malicia: Dar y quitar, campanas de hierro derecho al infierno… ¿Y si Cata se enamoró de otro entre ayer y hoy? A más de uno, la mujer lo ha abandonado de un día para otro. Los veinte millones se vuelven insuficientes para sus proyectos, la cifra se empequeñece. Podría cobrar más, reflexiona; ¿Cuánto ganará Jáder por hacer el contacto? ¡Que me dé tres millones más; si no, que coma mierda! El sueño no llegó.

      4

      Cuatrocientos veintiocho, cuatrocientos veintinueve… Las voces de los guardias se oyen más como piedras cuando caen a un pozo vacío que como voces; a los internos les retumban dentro y les determinan el ritmo de sus conversaciones. Sin advertirlo, mientras van en la fila para el conteo de la mañana, hablan en versos de tres o cuatro tonadas marcadas por la pronunciación de los números por parte de los guardias. Cuatrocientos sesenta y cuatro, cuatrocientos sesenta y cinco…

      —Jeyson, ¿qué decidió?

      Jeyson deduce que el otro, como él, trasnochó pensando en el asunto, y tal vez tampoco ha dormido. ¿Se me notará el desvelo? Prefiere ocultar su interés.

      —¿De qué?

      —De la propuesta. Y recuerde que aquí hay más de un copado.

      Teme. Alguien puede adelantársele a aceptar la oferta y él no lo había previsto. Por su cabeza pasan los rostros de los posibles candidatos: muchos desahuciados podrían asesinar nuevamente atraídos por el dinero.

      —Yo cobro veintitrés millones.

      —¡Eso vale veinte!

      Se va adelante de la fila sin darle tiempo de mirarle sus ojitos saltones, entonces Jeyson se conforma con observarlo por detrás, flaco y de caminar atigrado, y piensa: Sí, vale veinte.

      5

      Soy un copado. Desde cuando estaba en la fila para el primer recuento del día se lo ha recalcado, y lo ha hecho con tanta insistencia que por momentos olvidó a Catalina y no la odió por faltar al teléfono. Soy un copado, soy un copado. A esta hora de la noche, ya en su camastro, mirando al techo y en medio del ruido de los radios y televisores de presos vecinos, esa frase llega a sus sentidos llena de sabor y encanto: por fin sabe qué es él. Soy un copado, se repite, y hasta desea salir a gritarlo en todos los rincones de la cárcel: subir al cuarto piso y por la ventana del teléfono por donde le dice a Cata Te amo –o le decía cuando ella aún lo amaba y no lo había cambiado por otro, y por cuyo motivo, según cree él, no ha vuelto durante los dos días anteriores–, declarar ante el mundo libre quién es, luego recorrer uno a uno los pasillos, bajar al tercer piso, al segundo y al primero, y salir a los otros pabellones y decir a los presos, guardias y empleados de Bellavista que él, Jeyson, es un copado, que está orgulloso y jamás dejará de serlo.

      6

      Es jueves. Como la mayoría de internos, los que no pertenecen al comité de disciplina o no tienen con qué pagar a este el privilegio de emperezarse en el camarote hasta más tarde, se ha levantado a las cinco de la mañana, se ha bañado, ha bajado para el primer recuento, ha ido al restaurante para el desayuno, ha jugado una partida de ajedrez y la ha perdido, ha echado un sueñito, ha regresado al restaurante para el almuerzo y ha renegado de esas lentejas tan simples, de ese arroz tan salado, ha echado otro sueñito, ha visto un partido de microfútbol, ha jugado otra partida de ajedrez y también la ha perdido. ¡Mierda, si soy bien bruto!, se dijo. Ha comido, se ha tirado en su camastro, ha reiniciado el libro prestado en la biblioteca pero es incapaz de pasar de la primera página porque se lo impide la voz de Cata diciéndole: Te amo, mi amor, eres el único; se lo impide el recuerdo del canela de sus piernas, del olor de su sexo y del sabor de sus pechos de colegiala, y también la idea de que ella se ha enamorado de otro y jamás regresará a visitarlo ni a hablarle por el teléfono, a gritarle: Jeyson, mi amor, te amo, te pienso, eres el único; manéjese bien, mi amor…

      Coloca el libro en la pequeña mesa a su izquierda entre los retratos de Cata y de su madre. Recuerda cuando conoció a Cata: él iba por el barrio en un Renault 9 de último modelo con el cojín aún manchado de sangre. Vuelve a ver al propietario con la cabeza echada hacia atrás, empapada de sangre por el costado izquierdo, la boca medio abierta. Piensa: Por no


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