Cuentos. José Libardo Porras

Cuentos - José Libardo Porras


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la llamó y se la presentó: Mucho gusto, Jeyson. Ella se quedó mirando el borde del espaldar, ¿Qué es eso? Zurdo contestó: A Jeyson se le vino la sangre. Ella sonrió, le dio la mano suave, Mucho gusto, Catalina. Ni él ni ella supieron qué más decir, pero Zurdo improvisó un chiste, se apeó del carro y la invitó a subir para dar una vuelta con su amigo antes de ir a entregárselo al comprador. Mientras tanto se tomaría una gaseosa; consultó su reloj y esbozó un gesto como para aclararles que disponían de todo el tiempo. Piensa: ¡Qué vivo era Zurdo!, ¡era un bacán!

      7

      Con veinte millones puedo comprar una cafetería, varios camarotes para alquilar, un televisor y un equipo de sonido, otro televisor y muebles para que la vieja reciba a sus amistades; para Cata, una Auteco Plus nueva y un vestido, el mejor, el que ella quiera, y cuando venga se lo quito con los dientes aunque le dé risa, o me la mando sin quitárselo. Claro que me pueden trasladar y no volvería a acariciarle los pechos y las piernas, ni a darle besitos allá; o me llevan para la Guayana o para el pabellón de seguridad y no podría volver a verla los lunes que son días tan malucos, ni los martes, ni los miércoles, ni los jueves ni los viernes, y gritarle que la amo, que es la única, que me hace mucha falta, y ella tampoco podría volver a decirme por el teléfono Mi amor, te amo, manéjese bien. Pero con esos veinte paquetes haría maravillas y no más levantarme temprano, no más comidas para cerdos, en cambio las tendría en mi propio negocio, con buena sazón, y la vieja estrenaría televisor y muebles, y yo no viviría tan solo en este tugurio de mierda…

      Son las tres de la tarde. Por los intersticios de las tablas de la pared derecha entran a su cuartucho risas y voces que hablan del Deportivo Independiente Medellín, la música de una canción de salsa, un solo de percusión, y el humo de un cigarrillo de marihuana: los vecinos están de fiesta. ¿Por qué no llegará?, ¿qué le pasaría? ¿Habrá tenido algo en el colegio y estará saliendo más tarde?, ¿o no quiere venir?, ¿se enamoraría de otro?, ¿el lunes le diría algo malo? Ve pasar delante de sí preguntas y más preguntas, como si se tratara de un tren, y cada vez lo gana más la certeza de que Catalina lo ha abandonado: nunca, sin prevenirlo, había faltado a hablarle por el teléfono. ¡Qué va!, si no viene le digo a Jáder que estoy listo, que pase la plata y me diga cómo hacer; nada me importa, yo soy un copado, yo soy yo. Si hoy no viene que se olvide de mí porque entonces hago el encargo y me llevan en remisión… A Caballo lo llevaron en remisión. ¿Para dónde lo llevarían? Debe estar en Picaleña o en Acacías, con ese calor de allá. ¡Cómo lloró! Si a mí me llevan en remisión, no lloro. ¡Cómo quería Caballo a esa novia tan linda! Yo también quiero a Cata, pero yo no lloro. ¿Qué me daría para quererla tanto? Uno es un loco. Yo soy un loco. ¡Qué caso!

      8

      Jáder asciende por los escalones del tercer piso, uno a uno, silbando un tema de La Sonora Matancera, y llega a la puerta de La Setenta.

      —¿A quién necesita? –pregunta el llavero del pasillo, parado junto a la reja como un coloso.

      —A Jeyson.

      El llavero abre y Jáder pasa entonando su silbo, con las manos en los bolsillos del pantalón. Llega a la celda de Jeyson y va hasta su camarote, donde lo encuentra recostado mirando al techo, ido. Se queda viéndolo; el otro no se percata.

      —Huy, estás muerto.

      El muerto lo mira en silencio con cierta molestia como si sintiera que desde siempre ese hubiera estado observándolo a escondidas suyas.

      —¿Entonces qué dice? Son veinte millones.

      No responde. Parece esperar una respuesta dictada por el viento. En tanto, sin incorporarse, mira los ojos negros, pequeños y saltones de Jáder, que emiten brillos.

      —Me tiene que decidir ahora mismo –el ojos de ratón, incómodo con la mirada de su amigo, pasa la vista por los afiches en las paredes del camarote: un paisaje campestre con caballos y una panorámica de New York con las torres gemelas en medio, tan descomunales; por el libro, por los retratos y demás objetos ordenados sobre la mesa de noche: un cepillo de dientes con las cerdas gastadas, un tubo de crema dental, una caja de palillos mondadientes, una pasta de jabón en su jabonera con pelos adheridos–. Son veinte, para que compre un televisor y un equipo de sonido, y arregle esta pocilga. Para que viva como un rey…

      Jeyson no cesa de mirarlo a los ojos, casi sin parpadear, y continúa en su camastro sin variar su posición. Escucha. Escucha. ¿Este no se irá a cansar de hablar?, ¿no se cansará de que yo solamente lo oiga y lo mire?, ¿no irá a demandarme una respuesta?

      —Hay más de uno que podría hacerlo pero yo a usted lo estimo. Quiero que se gane ese billete. Aquí hay más de un copado. Usted no es el único…

      ¡Jeyson, al teléfono! La voz del parlante llega desde la puerta de La Setenta. Para los oídos de Jeyson es música pura. ¡Listo!, ¡ya voy!, grita. Como expulsado por un resorte, se incorpora sin dejar de mirar a Jáder; le arrima el rostro.

      —Yo no soy un copado. Yo voy a salir de aquí, ¿entiende?

      Jáder lo mira a los ojos, advierte en ellos un brillo nuevo, bonito, y por primera vez repara en que él es unos centímetros más bajo y menos corpulento.

      Jeyson abandona la celda. Jáder observa los afiches y cuanto hay sobre la mesa; se acerca y toma el retrato de la joven. Lejos, en el cuarto piso, por el teléfono, escucha a su amigo gritar: ¡Cata, mi amor, te amo! Pero no alcanza a captar la respuesta.

      De Historias de la cárcel Bellavista (1997)

      1

      Julio se queda de último a la hora de contarlos: su esposa, sabedora de que las malas noticias, si se llevan, deben esperar hasta el final de la jornada, se rehusó a irse temprano por no hallar las palabras precisas para confesarle su verdad, y desde la garita de la entrada al pabellón, como una ternera huérfana, le suplica: ¡Yo lo amo, Julio, perdóneme, no me haga eso! Salvo los guardias, que intentan persuadirla de marcharse, nadie escucha su lamento ahogado.

      La cuenta tarda más que de costumbre. Julio reprime sus deseos de mirarla por última vez; los guardias, cree, se demoran con el ánimo de molestarlo, como si conocieran su tragedia y esperaran verlo reventar delante de los demás internos. Mas pueden retrasarse cuanto les dé la gana, equivocarse y recomenzar la enumeración cientos o miles de veces, y él no llorará en público. ¿Y si no resiste? ¿Si le brotan lágrimas igual que a una mujer? ¡Que no se confundan, Dios mío!, implora.

      No se confunden. Cruza la reja, sube los escalones de dos en dos hasta el primer pasillo del tercer piso del pabellón número ocho, celda seis, segundo camarote; tira tras de sí la puerta y de un puñetazo parte el espejo donde Marta, al regresar del amor, con un labial rojo encendido, le escribía frases enamoradas. En el piso quedan esparcidos los pedazos de vidrio azogado. Llorando un llanto silencioso, se inclina a tratar de recomponer el corazón atravesado por una flecha y el “Me haces rico. Te amo”; revuelve los vidrios, con furia, hasta llenarse las manos de pequeñas heridas sangrantes. Masculla:

      —¡Puta!

      —¿Qué pasa? –la pregunta de la voz vecina no busca respuesta.

      2

      Los amigos lo visitaron durante los dos primeros meses; el Ñato resistió tres y no regresó cuando él se negó a fiarle su motocicleta; los parientes y hermanos fueron espaciando cada vez más las visitas. Solo habían sido fieles su madre y su esposa, y ya esta se le ha torcido.

      Se olvidará de todo. Jamás volverá a pensar en Marta. Marta no lo merece. Marta es igual a todas las mujeres, se dice, a la primera oportunidad lo cambian a uno por un plato de lentejas. Destruirá las fotografías y todos los objetos que le hablan de ella. Hará vida con alguna de las otras visitantes; recuerda a una que lo mira y le sonríe. Sobre la mesa de noche apenas dejará el retrato de doña Inés, la madre, lo adornará y cuidará como a un altar, y en ese marco grande pondrá también una foto suya: Creo en la madre y en Dios, en nadie


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