Cuentos. José Libardo Porras

Cuentos - José Libardo Porras


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la entrada con los brazos en cruz. Dice:

      —¿Quiere ver a Marta?

      —Sí.

      —¡Páseme una toalla! –le ordena.

      ¿Una toalla? No comprende. Le mira el semblante: no la encuentra tan arrugada como otras veces y se extraña de esa juventud repentina.

      —¡Páseme cualquier trapo!

      Le entrega la toalla limpia; la anciana se va, sube al andamio del teléfono y allí empieza a volear la prenda como si fuera una excursionista comunicándose por medio de una bandera con sus compañeros en la colina opuesta. Él, con temor de que sus camaradas la juzguen deschavetada, la aguarda de pie en la puerta de la celda. La exploradora sonríe, cesa sus señales y se pone a conversar con dos jóvenes.

      Transcurren quince o veinte minutos. Aparece Marta.

      Julio se afana a su encuentro, la abraza y la besa. De un camarote salen Zarco y su amiga y empiezan a aplaudir. Luego se les juntan los de otros camarotes y otras celdas, con sus mujeres, y se forma un gran aplauso en torno de la sólida totalidad conformada por los dos enamorados que lloran felices.

      De Historias de la cárcel Bellavista (1997)

      1

      Cada domingo, Bicicleta-dos es una de las primeras en entrar a la visita, no porque llegue a la fila desde la noche anterior sino porque compra a un guardia el ficho con un número entre el cien y el doscientos. Prefiere desprenderse de diez mil pesos y ahorrarse los trabajos que conlleva pernoctar a la intemperie. Hoy ha debido resignarse a hacer lo de las demás: enfilarse para recibir la papeleta y esperar su turno: es la 4.235. Mira atrás y exclama:

      —¡Hay por los menos mil viejas!

      —Por lo menos mil –asiente la anciana parada a su espalda.

      Entrará al pabellón cuatro a las doce del día y si acaso alcanzará a atender a cinco o seis clientes, aparte del dueño del camarote, quien la goza gratis además de cobrarle una comisión del veinte por ciento sobre lo realizado.

      Llega a la sección de requisa, ahí la tocan y le meten la mano en busca de drogas o armas, pasa a la de reseña y da su cédula de ciudadanía.

      —¡Furcia! ¡Zorra! –murmuran algunas guardianas.

      Los guardianes, con escondido, solapado deseo, la examinan y devoran, le lanzan insinuaciones y obscenidades. Bicicleta-dos sigue avanzando, humillando con sus piernas, pensando en Fredy o, más exacto, en su forma de besarla, acariciarla, ponérsele debajo, hacerla gemir y gritar, comérsele la oreja y secretearle: “Pasito que nos oyen”; cuando esto sucede, ella, sorda, alarga sus gemidos y gritos, después se queda quieta, liviana, sintiendo que flota, que podría volar, pero el abrazo de él la mantiene atada a la tierra, a la vida.

      2

      Teme, a esa hora, no encontrar camarote disponible o no hallar clientes con dinero. La competencia es violenta. Piensa en su hijo. Por primera vez se enferma, se dice. Qué bebé tan aliviado, y saber que yo soy una peste. ¡Mentiras! Me alimento bien y no fumo ni bebo: lo mío solo es pedalear. ¿Por qué le dirán a eso pedalear? ¡La gente inventa cosas raras! Dizque Bicicleta-dos como si me pareciera a esa vagabunda. ¡Qué puta! ¿Quién la apodaría Bicicleta? ¿Cuál será su nombre verdadero? Dizque Bicicleta-dos como si fuera flaca. ¡Qué piernas las mías! Parezco mesa de billar, y qué trasero. Pero lo que más le gusta a Fredy son mis tetas por paradas y duras. Por eso me las mira. ¡Qué mirada tan dulce! Solo él me mira como si yo fuera un ángel. Ojalá hoy me caiga de primero. Hoy no le cobro porque él me gusta. Se lo voy a decir. Le voy a decir: Fredy, yo lo amo; soy una prostituta pero lo amo. Si usted no quiere no me crea; si quiere búrlese, pero lo amo. Por segunda vez me enamoro. Si a ese no lo hubieran matado yo sería una reina. Pero el niño es distinto a él. Qué raro. De ojos claros como si el papá hubiera sido zarco. El hijo mío, con esos ojos, las va a enamorar a todas. Que se las coma, que trabajen para él. Si yo fuera hombre no le pagaría nunca a una hembra. Las mujeres somos arpías. Pero que paguen, ellos son los que gozan. Claro que a veces yo también gozo. Fredy me hace gozar. Huele sabroso y no habla tantas boberías. ¡Dizque palabras de amor! ¡Pendejos! Como si una comiera de palabras bonitas. Que saquen la plata. Para eso gozan. Para eso una les abre las piernas…

      3

      Al verla llegar, los guardias de la entrada al pabellón intercambian miradas, sonríen y hacen chistes. Ella pasa la reja en silencio, da cinco o seis pasos y se planta en pleno patio, donde el sol chorrea lava. Ahí, Bicicleta-dos semeja una de esas estatuillas de la india Catalina que venden en las calles de Cartagena. Los internos detienen sus conversaciones, la observan e imaginan algo grato a sus impetuosas sangres de machos, en seguida las retoman para evitar la tentación de faltar a la regla de no mirar ni piropear a las visitantes.

      Qué pillos tan decentes, opina Bicicleta-dos al verlos ocupados solo de sus propios asuntos, como si ella no existiera; atraviesa el patio con una seguridad y una altivez embellecedoras. Ya son más de las doce. Le quedan cuatro horas. Se promete pagar al dueño del camarote apenas diez mil pesos, o, si no acepta, buscar otro.

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