Perlas en el desierto. Antonio García Rubio
mi intriga cuando vi a un joven inquieto con un extraño artefacto en sus manos paseándolo por encima de la arena de la inmensa playa de La Lanzada, en Pontevedra, apenas el sol iniciaba su tarea diaria de desnudar la belleza de la mañana. Hacía círculos sobre la arena con parsimonia, con pasos lentos, como intentando desvelar algún secreto que yo desconocía. Después me sumergí en el paseo y la oración y, aunque seguí viéndole en la lejanía, lo perdí. Al volver a casa descubrí que era un detector de metales para buscar en las arenas de la playa monedas, joyas u objetos metálicos perdidos con los que ganarse la vida.
Como aquel muchacho, también yo me siento atraído por la búsqueda de perlas. Y lo hago en el desierto. La vida creyente transita por desiertos, y el Evangelio de Jesús, sano y vivo, sigue revelando sus perlas secretas. El desierto está en nuestra sociedad y cultura y también en nuestra Iglesia. El hombre actual es decepcionante, es poderoso, pero débil; compacto, pero fragmentado; sonriente, pero de tristes ojos; comilón, pero desnutrido en su interior; rico, pero inmerso en infinitas pobrezas; sano, pero atrapado en hábitos negativos; seguro de sí, pero sin palabras que cautiven; líder, pero amedrentado por la decepción y las contrariedades; prepotente, pero quebradizo; capaz, pero estancado; solidario, pero encerrado en burbujas; sin Dios, pero atado a muchos ídolos; libre, pero desconfiado; anhelante del bien, pero sometido a la corrupción.
Es preocupante que los cristianos no estemos preparados para sembrar perlas en los desiertos ni para descubrir las que en ellos se esconden. En los desiertos actuales, el hombre no está para asumir palabras rancias o explicaciones frías o lejanas, ni para escuchar planteamientos infantiles, como pudo pasar en el pasado, cuando la información y la formación eran patrimonio de unos pocos privilegiados. Estas palabras corren el riesgo de sonar a doctrinas o verdades oídas «como quien oye llover».
Nos encontramos ante un hombre frágil, fragmentado y roto. Un hombre, como me ha pasado a mí en largas épocas de la vida, que se niega a escuchar lo que viene de Dios si mantiene visos de no autenticidad, de imposición. Así pues, es importante que los cristianos nos planteemos qué hacer, cómo hacer, qué no hacer, cómo no hacer para una renovada vivencia del Evangelio. Porque está en juego que los hombres del desierto, huidizos de la fe y de la Iglesia, descubran la belleza y la hondura de Cristo. Y sabemos que la belleza está oculta en ellos mismos, en su tradición, en sus culturas, en sus universos mentales y afectivos, en sus luchas, en su más íntima intimidad, en su inteligencia, y también en su pecado y en su sentido crítico. El amigo Foucauld nos da una primera pista:
En primer lugar, preparar el terreno en silencio por la bondad, un contacto íntimo, el buen ejemplo; tomar contacto, dejarse conocer por ellos y conocerlos; amarlos desde el fondo del corazón, dejarse estimar y querer por ellos; y así hacer desaparecer prejuicios, obtener confianza, adquirir autoridad –esto exige tiempo–; después hablar. [...] Antes de hablarles del dogma cristiano hay que hablarles de la religión natural, conducirlos al amor de Dios, al acto de amor perfecto 1.
«¿Habremos de abandonar las palabras? ¿Habremos de dejar paso a las obras?», gritaba inteligente y humilde Antonio de Padua en el siglo XIII. Sin duda será un paso lento y largo, nutrido de paciencias, mesurado y callado. Será un tiempo de aprendizaje en el sufrimiento y en la esperanza. El hombre sigue guardando los toques del Creador en sus entrañas, y sigue cultivando las perlas sembradas mientras espera un tiempo en el que se manifiesten entre las arenas y las sombras.
¿Dónde se encontrarán escondidas las perlas para reiniciar una vida cristiana auténtica, alejada de los poderes y las riquezas de este Occidente rodeado de confort y de seguridades? Lo primero es el silencio.
Esta es la hora del silencio. Dice Xavier Melloni:
El silencio no es la ausencia de ruido, sino de ego. El ruido del ego es el murmullo continuo de lo que hay que conseguir o defender. El silencio, en cambio, es el acallamiento de ese murmullo, un estado de apertura y de agradecimiento ante una Presencia que está permanentemente en todo y a la que se llega por medio de la autopresencia 2.
Es hora de volver a nacer «desnaciendo»; de volver a aprender desaprendiendo; de volver a andar desandando el camino o, lo que es lo mismo, renaciendo, reaprendiendo, tras retornar humilde, sana y santamente a la Fuente. Y entrando en el silencio de una sana soledad, como la que buscó Carlos de Foucauld. «Los misioneros aislados como yo son escasos. Hay muy pocos misioneros aislados haciendo este oficio de desbrozadores; me gustaría que hubiera muchos».
Este oficio de desbrozar fue el noble y asombroso propósito que tuvieron en sus corazones, junto a san Juan XXIII, los grandes impulsores del Concilio Vaticano II.
En este siglo XXI, turbulento y violento, aunque lleno de avances científico-técnicos, muchos nos sentimos atraídos misteriosamente hacia el desierto del silencio, hacia un despojo de cuanto somos y tenemos, hacia una búsqueda más auténtica y radical. Algo nuevo está naciendo. De poco o de nada sirven ya los planteamientos y las formas del pasado religioso. Nos urge el empuje del Espíritu, que busca, con Carlos de Foucauld, valentía y arrojo para lanzarnos a una nueva aventura en la vivencia y en la transmisión de la fe. Y nos empuja a ser los primeros en convertirnos al Señor y al Evangelio.
En ese aliento me siento un buscador de perlas. Me sé un afortunado al hacerlo con un guía tan auténtico y santo como el hermano Carlos de Foucauld. Espero no manipular sus palabras, ni sus obras, ni sus pecados. Las sugerencias de Foucauld hemos de entenderlas como una parábola, como un testimonio sorprendente, como una guía en medio del bosque o una luz en medio de la noche.
Vivimos tiempos difíciles y hemos de ser compasivos unos con otros. De nada nos sirve a los testigos del Evangelio ponernos nerviosos e inquietos.
No se trata de elaborar o de ejecutar proyectos extraordinarios, de marcharse lejos o de hacer alguna cosa espectacular, sino de trabajar el lugar allí donde cada uno está inmerso, de cavar y de remover toda aquella tierra que esté bien alejada del Evangelio. Ante todo hace falta trabajar el propio corazón, allí donde haya zonas no desbrozadas, no transformadas por la vida de Cristo resucitado, y también en torno a uno mismo, en zonas a nuestro alcance, allí donde Cristo es ignorado 3.
Entre nosotros existen hombres y mujeres excepcionales, tradicionales y liberales, paralizados y aburguesados, los que creen en la autoridad y los que prefieren la tolerancia. En este momento de la historia de la humanidad, del Occidente donde nos encontramos, de la vida de las Iglesias y de la Iglesia católica, hemos de abrazarnos todos a la humildad con humildad y afrontar con serenidad el presente y el futuro. Y trabajar denodadamente por la unidad y la comunión, siguiendo el mandato de Cristo y de su Espíritu:
No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí (Jn 17,20-23).
No hemos de olvidar que vivimos con él, por él, en él y para él, como proclamamos cada domingo en la eucaristía, con nervio, las comunidades parroquiales y cristianas; y tampoco olvidemos que actuamos en su nombre para consolidar su Reino. Esa es la verdad: «Si consideramos que nuestra fe constituye un movimiento de la humanidad hacia Dios, solo podremos seguir siendo egocéntricos y terrenales. Pero si lo contemplamos como un movimiento de Dios en dirección a nosotros, nos hallamos envueltos en él, en lo más profundo, trascendiéndonos y retornando al Padre por el Hijo» 4. Como advierte John Main, hemos de superar el egocentrismo de nuestra espiritualidad. En la verdad desnuda del Dios que toma la iniciativa de amor hacia el hombre hemos de fundamentarnos para no errar.
Las perlas que ponemos sobre la mesa de la reflexión y la oración están extraídas de la frágil hondura de un hombre solitario, del desierto, de un cristiano creyente tozudo en su ser y en su actuar cotidiano. Charles-Eugène de Foucauld