Perlas en el desierto. Antonio García Rubio
no madurará. Antes de poner la mano definitiva en el arado (cf. Lc 9,62) del Reino aprenderá a dejarse estrujar mediante la práctica de las obras propias de la misericordia y a poner el corazón a tono con el silencio amoroso y comprometido del misterio de Dios.
«Acabo de ser ordenado sacerdote y hago gestiones para continuar en el Sahara la vida oculta de Jesús en Nazaret» 4
Qué buena sería, en los evangelizadores, la aspiración a una vida oculta, alejada del estrellato. Sin dejarse engañar por la doble militancia que impone el ego. Qué bueno el renacer de evangelizadores que abran caminos y puertas y no taponen la gracia, que dejen respirar en la Iglesia al Espíritu e impulsen y desarrollen su acción. Todos, sacerdotes como Foucauld, evangelizadores, obispos, misioneros, religiosos y laicos a los que la Iglesia confía la misión de evangelizar, abrirán caminos nuevos junto al pueblo humilde y desgarrado. La vida oculta y callada de Jesús, como la de Foucauld, ha de ser el eje de atracción del que evangeliza: entrar en el cuarto propio, cerrar la puerta y orar al Padre, que está en lo secreto (cf. Mt 6,6). Sinceros para con Dios. Discernidos por la Iglesia. Ahí está la configuración con Cristo.
«Me di cuenta de que no podía hacer otra cosa que vivir únicamente para él» 5
El cristiano conformado con Jesús está dispuesto a comprender y compartir el Evangelio, entregando su vida a un solo Dios. No a dos dioses, o a tres, o a muchos diosecillos. Vivirá solo para Dios, únicamente para él. Será un hombre de Dios y solo de Dios. El evangelizador vivirá el «solo Dios basta» teresiano. Cada cual en el estado en el que Dios le haya situado. Los laicos han de aprender a vivirlo de modo diferente a los religiosos y clérigos.
«Así pues, debía imitar la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret»
Jesús, el humilde y pobre obrero de Nazaret, es el icono por excelencia para Foucauld. Y es aliento para los obreros estrujados por amor al Evangelio. Muchos evangelizadores se sienten obreros del Evangelio. Han nacido en familias humildes. En sus casas paternas se respiraba el aliento que mantenía la fuerza y la tradición propia de los cristianos comprometidos del posconcilio. Existe una aspiración cada día mayor en toda la Iglesia por la recuperación de unos obispos y unos sacerdotes obreros y pastores, entrelazados en la vida del pueblo, no alejados de él. Se ven cada vez más obispos que se alejan de una vida palaciega y mundana. El papa Francisco proclama proféticamente que, en esta era de la comunicación, los que creen en el Evangelio y lo proclaman no han de comportarse como «señores» en sus lugares de vida y relación. En la era de la comunicación digital y generalizada, y del «humanismo excluyente» 6, la vida de Dios en la sociedad precisa del apoyo de vidas sencillas, coherentes, obreras, honestas, justas, al lado de la gente humilde. Encarnados como el Señor. Y los que se saben llamados y aceptados para vivir y proclamar el Evangelio han de procurar ser como Cristo y adquirir, como Foucauld, la forma de Cristo, viviendo como unos humildes y pobres obreros del Evangelio.
«Leer, releer, meditar el Evangelio y esforzarse en practicarlo» 7
El posible evangelizador adulto es un hombre o una mujer, como Foucauld, asentado en el Evangelio; y esté donde esté, haga lo que haga y hable lo que hable, será puro y llano Evangelio. Pues el Evangelio, o está encarnado en quien lo predica, o no llegará al corazón de la humanidad. El Evangelio busca la entrega del hombre para ser fermento. La gracia de Dios actúa cuando, donde y como quiere. La tarea del evangelizador es leer, releer, meditar, silenciar y practicar con suave delicadeza el Evangelio. Muchos de los que acompañan la fe del pueblo, antes de salir de sus casas leen, meditan y rumian el evangelio del día. Luego lo van aplicando en sus diálogos y decisiones, en el trabajo y en las relaciones en los grupos apostólicos o en los sindicatos y las asociaciones. Y así se lo enseñan a hacer a los que entregan la vida a la proclamación del Evangelio.
«Una caridad fraternal y universal que comparte hasta el último bocado de pan con cualquier pobre, cualquier huésped, cualquier desconocido que se presente» 8
La opción de «una Iglesia de los pobres y para los pobres», que el Papa Francisco asumió como uno de los retos de su pontificado, se hace necesaria para renovar la evangelización. La clave la presenta Foucauld: una caridad fraterna y universal que comparte hasta el último bocado de pan con cualquier ser humano, sin mirar su raza, credo, condición social, nacionalidad o su modo de pensar. Si así se vive y cumple, se dará nacimiento a los hombres adultos que precisa el Evangelio. Hombres y mujeres sensibles con sus prójimos, otros Cristos.
«Y recibiendo a todo ser humano como a un hermano muy querido» 9
La fraternidad universal es un precioso don que renace con el cristianismo. Cuantos se han acercado a la fuente de la fe en Cristo Jesús han bebido un agua fresca con un ligero sabor a Cuerpo y a hermanos, a pueblo y humanidad, o, como dice Francisco, «con olor a oveja». La Iglesia es un Cuerpo. En él todos son iguales y todos diferentes. Y en él todos han de limar sus asperezas, las propias del pecado; se han de dejar estrujar y limar las aristas del ego con el roce del Cuerpo. Redondearse para acoplarse. Todos al unísono y todos empujando con el aliento del Espíritu. Todos, por la acción del Hijo, realizando el poliedro soñado por el Padre. Todos, como hijos de la humanidad, conformados por las manos de Dios y llevando su huella y su marca en las manos. Todos formando la gran familia de la plenitud.
Las religiones –dice Melloni– se han equivocado en su pretensión de totalidad, que les ha hecho secuestrar el Misterio. Cada una ha pensado que agotaba los caminos hacia el Absoluto absolutizando su propio camino, en lugar de aceptar y de alegrarse de que pueda haber otros múltiples accesos para llegar a esa misma Plenitud 10.
Foucauld puede decir que cada hombre es un hermano muy querido. Nadie es ajeno a quien proclama el Evangelio, aunque sea diferente o se postule como enemigo.
«¡Qué grande es Dios! ¡Qué diferencia entre Dios y todo lo que no es él!» 11
«Yo pensaba que el hombre era grande y me equivoqué, pues grande solo es Dios», así rezaba un canto infantil del posconcilio que se cantaba en las catequesis infantiles. Solo Dios es grande. Suena a ese «Alá es grande» de los hermanos musulmanes, con los que Carlos aprendió a volver a mirar la grandeza de Dios y el sentido de su vida. Su grandeza se experimenta cuando está presente en el corazón del hombre. Y la ruina se vive cuando desaparece o no aparece. Un Dios grande, no un dios pequeño y manipulado. El evangelizador conformado con Cristo siente un santo temor de convertir al Dios grande y misericordioso en un diosecillo manoseado al que utilizar en su propio provecho.
«Aquí soy el confidente y a menudo el consejero de mis vecinos» 12
El que vive para el Evangelio sabe que vive para el servicio de los hermanos. Esa es una de las pruebas de la veracidad de la fe de los hombres elegidos para llevar en su mochila el Evangelio.
«¡Sentirse en manos del Amado, y de qué Amado; qué paz, qué dulzura, qué abismo de paz y confianza!» 13
Foucauld enseña algo que está más allá de lo inmediato, de la vida común, de lo que se ve y se toca. Aunque está en el centro. Se ha de entrar a través del silencio y de la oración personal y comunitaria en las entrañas del misterio del amor de Dios. Y ahí el evangelizador ha de sentirse en las manos del Amado, en ese abismo de paz ilimitada y de confianza; las mismas que tiene el niño confiado en los brazos de su madre o su padre, como canta el salmista: «Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo materno. ¡Mi deseo no supera al de un niño!» (Sal 131,2). Todo un proceso vivido místicamente, como paz y dulzura en el Amado. La relación interpersonal con el Amado, en la oración y en la calidez del servicio a los pequeños es el don por excelencia y el motivo para que la Evangelización sea verdadera. Es el Amado el que estruja con ternura, el que le da al cristiano su forma y su figura, el que cambia todo en el hombre y lo vuelve nuevo.
«Es el trabajo que prepara la evangelización: crear la confianza, la amistad, el apaciguamiento, la fraternidad» 14
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