Perlas en el desierto. Antonio García Rubio

Perlas en el desierto - Antonio García Rubio


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con el Amado a la hora de ponerse en marcha como un obrero del Evangelio? Carlos de Foucauld lo retrata perfectamente con cuatro palabras: confianza, amistad, apaciguamiento y fraternidad. Es un trabajo fecundo de preparación de la tierra, para que sea el lugar en el que el Reino de Dios comience su aventura. Una aventura que culminará en la presencia del Hijo resucitado, Señor del universo. El evangelizador se ha de apaciguar, generar confianza, cultivar la amistad, que es don de Dios, y hacer florecer la fraternidad en la diversidad, que es el andamiaje del Cuerpo de Cristo, en la vivencia del Evangelio de la reconciliación de todos en el Uno y Trino.

      «Para los hijos de la Iglesia, incluso las aparentes derrotas son un Te Deum perpetuo, porque Dios está con nosotros» 15

      Nada han de temer el hombre y la mujer que se han impregnado del buen olor del Evangelio y se saben llamados a las tareas del Reino. Su entrega vital, como la de Cristo, la de Carlos o la de tantos cristianos, puede convertirse en una aparente, frustrante o rotunda derrota. Esto nos es fácil de entender en una sociedad que busca con ansiedad el triunfo y el éxito. El creyente es estrujado como la naranja para obtener un buen zumo. Y para el cristiano que dedica la vida a la obra de Dios, toda derrota, la vida misma, acaba siendo alentada y animada con un canto de victoria y de gloria, como el Te Deum:

      A ti, oh Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos. A ti, eterno Padre, te venera toda la creación [...] Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. Sé su pastor y ensálzalo eternamente. Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre para siempre, por eternidad de eternidades.

      La victoria de la cruz ha provocado en el evangelizador la experiencia de una fe adulta que le susurra al oído que todo está bien y que llegará a su culminación victoriosa. Y eso le hace cantar gozoso. Dios camina con su pueblo, y solo él conoce bien adónde va cada vida y la vida entera de la humanidad. Y, a pesar de las noches oscuras, los que proclaman el Evangelio confían alegres y pacientes en él. Y en la espera del día entonan cantos de alabanza; esa es la gran fiesta de la comunidad creyente.

      La alabanza es una necesidad del amor. La alabanza no es otra cosa que la expresión de la admiración; por lo que necesariamente se encuentra (o contenida interiormente, pero existiendo muda, silenciosa en el fondo del alma, o publicada hacia fuera por la palabra) dondequiera que haya verdadero amor. Alabemos por tanto a Dios, interiormente con la muda alabanza de una contemplación amorosa, y exteriormente con las palabras de admiración que, al admirar sus perfecciones, saldrán de nuestros labios. Sirvámonos a menudo para ello de los cantos de alabanza de la Sagrada Escritura, ya que Dios ha sido lo bastante bueno como para entregamos esas palabras divinas con las que nosotros, tan pobres e impotentes, podemos rendirle una alabanza celeste 16.

      SÍNTESIS DE LA PRIMERA PERLA DESCUBIERTA EN EL DESIERTO DE FOUCAULD

      La Iglesia ha de cultivar hoy, como efecto de la profunda crisis histórica del cristianismo, una nueva y revolucionaria generación de cristianos bautizados, transformados por el fuego del amor de Dios y sensibles con el Evangelio.

      Cristianos que, nacidos en el silencio orante y la inserción en el pueblo pobre, sepan ser discretos y humildes portadores de luz. Discípulos y pescadores de hombres.

      Cristianos formados, adultos, capaces de dialogar sin miedos, de ser hermanos, hijos de Dios, miembros de una sociedad plural. Cristianos cuyo objetivo es una comunidad renovada de adultos en formación continua.

      Cristianos que realizan un exhaustivo discernimiento sobre su madurez humana y sobre su grado de vivencia de la fe y del Evangelio, con un auténtico y audaz acompañamiento espiritual.

      Cristianos con una tarea prioritaria: aventurarse en el conocimiento y la vivencia del Evangelio, sustentado en la confianza y la alabanza.

      Cristianos que, si renacen como hombres adultos, hijos de comunidades adultas, profundos en la fe, conformados con Cristo y configurados con él, estimularán el nacimiento de una nueva generación de cristianos capaces de afrontar el diálogo con el humanismo excluyente. Y proclamarán el Evangelio en el ambiente de una sabia y humilde convivencia comunitaria.

      SEGUNDA PERLA:

      LA CONVERSIÓN AGRANDA EL TEMPLE DEL AVENTURERO

      FRAGUAR Y CONFORMAR UN HOMBRE DE FE

      Un curioso afán aventurero me ha guiado a lo largo de mi vida. No puedo negarlo. Me educaron en casa y en la parroquia para ser un aventurero de la fe desde niño. Pero este aventurero poco tiene que ver con los aventureros de siglos pasados, cuando una parte importante del planeta y de las etnias humanas estaban por descubrir. No es así el hombre posmoderno, aunque le apasione investigar y conocer mundos, ya no por descubrir, y descubrirlos por sí mismo. El posmoderno sí que «ha dado en no creer en nada», que decía Machado 1, alardeando de una segunda inocencia.

      La búsqueda de la verdad, objetivo del aventurero del pasado, parece haber desaparecido del horizonte y del pensamiento actual. Y en su lugar, de un modo desgarrador, los hombres huyen de las verdades recibidas. ¿En qué mundo puede rastrear un joven explorador y aventurero de este siglo? ¿En una tableta? Por ahí comienzan los nuevos innovadores. Pero, para los jóvenes, y para una mayoría en el mundo occidental, las aventuras actuales acaban siendo nocturnas. Y las verdades que se buscan vienen cosidas entre salchichas y cervezas, cuando no drogas y fuertes bebidas, para salvar las noches del jueves, del viernes y del sábado de cada semana. ¿En qué laberinto de pasiones inútiles habrá que entrar para favorecer un poco de aventura legítima? Se da una grave frustración en muchos jóvenes aventureros. Por ello, los aventureros del Evangelio han de tener en cuenta esta realidad. Nos lo sugiere la misma vida de Foucauld.

      Carlos de Foucauld puede ser un maestro que oriente la gran aventura del Evangelio. Él es el símbolo de las rodillas que se hunden en el barro de la propia historia y que acaban doblegando a un espíritu indómito, reconvirtiendo magníficamente el afán aventurero. Toda su historia es una historia de aventuras, de conversión, de aventura convertida.

      El camino de la conversión y de la aventura es, según Foucauld, la oración: «La mejor oración es aquella en la cual hay más amor». O como decía Mahatma Gandhi: «La oración cotidiana añade algo nuevo a la vida».

      La llamada de Dios –dice Carlo Carretto– es algo misterioso, porque viene de la oscuridad de la fe. Además, tiene una voz tan débil y discreta que se necesita todo el silencio interior para percibirla. Y, sin embargo, no hay nada tan decisivo y perturbador para un hombre sobre la tierra, nada más seguro ni más fuerte 2.

      En el recorrido de la existencia de cada creyente es necesario tomar algunas decisiones rigurosas, como hizo el vizconde de Foucauld aconsejado por el padre Henri Huvelin. Decisiones que transforman y dan un vuelco completo a la vida. Foucauld, que sintió en su barro la llamada perturbadora de Dios, ya era un aventurero antes de tener fe; y palpitaba con el espíritu aventurero de finales del siglo XIX.

      Foucauld realiza algunos viajes de exploración entre 1882 y 1886.

      Seducido por el África del Norte pide la baja en el ejército y se traslada a Argel para preparar científicamente un viaje de exploración a Marruecos. Estudia las lenguas árabe y hebrea. Como ya hemos visto, llegará a decir: «El islam me ha provocado una honda convulsión» 3. Entre junio de 1883 y mayo de 1884 recorre clandestinamente Marruecos, disfrazado de rabino, con el rabino Mardoqueo como guía. Su vida peligra en varias ocasiones. Queda impresionado por la fe y la oración de los musulmanes. Entre 1885 y 1886 viaja por los oasis del sur de Argelia y de Túnez. Al volver a París se reencuentra con su familia y, de un modo muy especial, con su prima Marie de Bondy. Por aquellos días vive como un asceta, con austeridad espartana. Se interroga acerca de la vida interior y la espiritualidad. Sin fe, entra en las iglesias y repite una extraña oración: «Dios mío, si existes, haz que te conozca».

      El aventurero del desierto se queda atónito y paralizado en su existencia. Los musulmanes, que le han ayudado a entender su vida como radicalmente disoluta, le llevan también a comprender que la


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