Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde


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pero puesto que no se tomaba en serio al Mechas, podía hacerlo en plan experimental.

      Mechas volvió a la carga.

      —La primera vez que vendés el bicho, ya recuperás la plata. La segunda ¡flop! –Mechas se metió un dinero imaginario al bolsillo–, directo a la bolsa.

      Contaba Mechas que el guacamayo estaba adiestrado. Con el pájaro venía un silbato. Uno iba, lo vendía, se alejaba del sitio no más de quinientos metros, soplaba el pito y entonces el pájaro abría la jaula y volaba de regreso a su dueño siguiendo el silbido. Así de fácil, tantas veces como compradores hubiera, a tres mil o cuatro mil dólares la ronda.

      “Maldito imbécil”, un coletazo de la rabia de la noche anterior volvió a sacudir a Juan por dentro, pero ahora dirigida contra Mechas. ¿En serio le estaba planteando ese negocio? ¿Le había visto cara de feriante de cuarta? “¿Por quién me tomas?”, la ridícula pregunta se esbozó en la mente de Juan.

      A Mechas no le gustó la vibra que sintió en el ambiente, volvió a echar el trapo encima de la jaula y dejó el tema. Tal vez Juan no era tan inofensivo como parecía; a fin de cuentas, ¿qué sabía de él? Parecía muy refinado, hasta delicado a veces, pero si un día le decían que aquel español había entrado a un centro comercial con una ametralladora y había acribillado a todo el mundo, él no se fingiría sorprendido.

      —Mechas… –suspiró Juan.

      —¿Qué pasó?

      —En mi próxima vida quiero ser como tú.

      —No jodás –repitió el Mechas esta vez cabreado.

      Lamentó haber traído a Juan al bar, haberle revelado tantos detalles de su intimidad.

      La tercera vez que vio una cabina telefónica dijo para sus adentros imitando al extraterrestre: “Teléfono, Kathy, teléfono, Kathy”, haciendo un chiste consigo mismo con la ayuda de medio litro de ron que ya recorría sus sesos.

      Eran las dos de la madrugada. El teléfono fue lo último que vio antes de entrar en un nightclub con Gianni Tetas, un italiano mafiosillo al que llamaban así porque había sido productor de videos pornográficos, pero también para diferenciarlo de Gianni El Fino, un italiano muy mesurado que trabajaba en la embajada. Costa Rica se estaba llenando de italianos.

      Gianni Tetas había pasado donde Mechas a comprar algo de cocaína. Él y Juan tomaron ron con coca cola y pasada la medianoche Gianni invitó al Menecas. Quien entraba con él no pagaba. Mechas dejó salir su extrañeza por la afición que aquellos europeos le tenían a semejante antro.

      —Una puta de verdad tiene que ser barata –dijo Gianni Tetas.

      —Al sida le da igual el precio –replicó Mechas.

      —Pero Mechas –dijo Gianni uniendo las yemas de sus cinco dedos–, ¿usted todavía cree en el sida?

      Más o menos. Cierto que Mechas nunca le había parado mucha bola a aquella paranoia venérea; pero estaba sensible con el tema desde que se había enterado, hacía unas semanas, de que para dejarlo entrar a Estados Unidos le analizarían la sangre.

      De todas formas, a Gianni le gustaba ir al Menecas a hablar sin parar, y a Juan, a arropar su silencio y acercarse a su fantasía de ser un observador transparente. Pero no le gustaba mucho el sitio, a decir verdad; estaba ahí porque él, últimamente, se dejaba llevar. Juan había soltado riendas.

      Se sentaron en una mesita alejada del escenario porque las chicas se comportaban con Gianni como actrices con los productores de Hollywood, mutatis mutandis, y a veces bajaban de la tarima para sentarse sudorosas en su regazo, cosa que no era agradable de necesidad.

      Pero esa noche Gianni estaba más acelerado que de costumbre y no deseaba interrupciones; no quería ni podía parar de beber, fumar y hablar. Una botella de ron se irguió entre ellos como un micrófono.

      —Hay que largarse de aquí, Juan.

      —¿De dónde?

      —De Costa Rica.

      —¿Adónde?

      —A Nicaragua.

      —¿Por dónde?

      Gianni notó que Juan lo estaba vacilando, pero no se lo tomó personal ni se ofendió, e hizo bien: Juan bromeaba por motivos ajenos a su interlocutor.

      —Este país está dejando de ser lo que era –dijo y añadió una frase que en unos años devendría en cliché–: Aquí hay todo lo malo del primer mundo y nada de lo bueno del tercero. Costa Rica es un país en vías de desarrollo y lo malo es que…

      —…está a punto de llegar… –interrumpió Juan.

      —…el desarrollo en realidad es una… Cosa hai detto?

      Gianni tardó en asimilar la ocurrencia de Juan. Se quedó masticando la frase y repitió–: Costa Rica es un país en vías de desarrollo ¡y lo malo es que está a punto de llegar! Jajaja–. Viendo que Juan no se reía le preguntó–: Hai capito?

      Solo disfrutaba los chistes cuando le parecía que habían salido de su sesera. Volvió a su monorraíl:

      —Nicaragua, Juan. Hay que irse a Nicaragua.

      Juan no dijo ni que sí ni que no. Por eso a la gente le gustaba hablar para él. Tetas se lanzó a contarle de las maderas llamadas preciosas, igual que las piedras, maderas lustrosas, aromáticas como la canela, duras como el diamante y que valían su peso en oro, sin exagerar, un bosque era una mina y además, dijo vengativo, en Nicaragua no había tanta burocracia. Burocracia: era la palabra que usaban los extranjeros para referirse al aparato que intentaba refrenar su apetito depredador.

      —Nicaragua es el nuevo mundo por descubrir –dijo Gianni sacudiendo a Juan por el brazo y cortándole por la mitad un bostezo.

      —A ver si se te repite el golpe de suerte…

      Hacía cinco años, cuando Gianni Tetas había aterrizado en Costa Rica evadiendo al fisco de Italia, se había ido al Caribe y le había comprado a un patriarca de la zona una parcela de cuatro hectáreas por nueve mil dólares. Cuando estaban en el despacho del notario para firmar el papeleo, Gianni había notado algo raro en las cifras. ¿Estaba todo bien?, preguntó. Todo en orden, habían dicho el vendedor, el traductor y el notario. A Gianni le tembló el pulso al firmar. Solo deseaba salir de ahí para llamar a su mamá y contarle lo que acababa de pasar. Resultó que por nueve mil dólares no le estaban vendiendo cuatro sino cuarenta hectáreas frente al mar.

      Con las pupilas dilatadas, Gianni le dijo a Juan que él no creía en la suerte (Juan tampoco y lamentó haber usado la expresión “golpe de suerte”), sino en estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. “Que es lo que llaman suerte”, pensó pero no dijo Juan. Había llegado a la cima y ahora empezaba la cuesta descendente del alcohol. Deseó chascar dedos y aparecer tendido en la cama esponjosa del hotel antes de que empezara a amanecer, y lo consiguió quince minutos más tarde, no por teletransportación, pero nada que no pudiera remediar un taxi.

      Olor a yerba mojada. Una bandeja de frutas carnosas.

      Café humeante y cigarrillos. Llevaba seis meses con la misma rutina y cada día disfrutaba más de sus desayunos solitarios en medio de aquel vergel tropical. Esos largos desayunos eran una conquista nunca perseguida, pero alcanzada. Algunas mañanas se las tiraba enteras siguiendo las batallas a muerte que libraban insectos, gorriones y lagartijas, leyendo entre actos el Babelia. A veces se levantaba de la silla de arabescos de mimbre cuando empezaban a llegar desde la cocina los olores del almuerzo.

      Pero por los rones y los más o menos cuarenta cigarrillos de la noche anterior, esa mañana estaba resultando particularmente densa. Una loción dulzona y el tintineo de múltiples pulseritas precedieron la aparición que terminó de estropear la fragilidad del momento. Una flaca alta cruzó como una flecha el jardín y se lanzó furibunda hacia él.

      —¿Dónde te habías metido… mi amor? –dijo crispando la boca al


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