Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde
a juego con la cartera, los pendientes con el collar de bolas, el pintalabios con el esmalte de las veinte uñas. “¡Pareces una ecuación!”, le dijo un día Juan. Fue evidente que no era un halago así que añadió: “Llena de incógnitas”.
—¿Al final qué pasó ayer? Me quedé toda la tarde como una idiota sentada frente al teléfono.
Juan, que había estado fraguando varias coartadas, se detuvo a pensar por cuál decantarse. Iba lento, esa mañana, más que de costumbre y Kathy lo embistió y le pasó por encima rumbo a otro tema:
—¿Y la silla? ¿Pasaste donde el carpintero?
—Sí…
—¿Y?
—Aún no la tenía.
—Ay, Juan… –dijo ella con ganas de darle la espalda y largarse. En vez de eso se sentó frente a él–. Ese carpintero te está agarrando de tonto, ¿no te das cuenta? Te ve extranjero y cree que puede bailarte así… –Se quedó pensativa y murmuró, mártir–: Voy a tener que ir yo misma a hablar con él.
Juan tomó un sorbo de café. Quería decirle que el día anterior, cada vez que había visto un teléfono, había pensado en ella. Le pareció una frase romántica. Pero no le dio tiempo de abrir la boca. Ella siguió a lo suyo:
—Autoridad, Juan, autoridad y respeto. Tú… –con los extranjeros le salía el tuteo– ¡Tú tienes que darte tu lugar!
Diciendo esto dio un puñetazo en la mesa y la tacita de café bailó en su plato. Sus gestos y entonaciones parecían los de un androide mal calibrado.
—Darse su lugar… –repitió Juan con voz ronca. Esa expresión le causaba una repulsa visceral.
Ella prefirió creer que lo había herido y como si alguien hubiese activado un interruptor cambió abruptamente la cinta por una más maternal y le soltó el sermón que tantas veces le había largado, que no podía seguir viviendo así de paso, que él no era un turista, ¿qué iba a hacer cuando se le acabara el dinero? “Focus, Juan, focus”, le dijo en inglés. Acababa de terminar un cursillo de Gestión y Motivación, y seguía bajo el influjo de ciertos lemas y preceptos.
Todo Juan la desconcertaba. Para ella era incomprensible –y por eso inadmisible– que Juan, desde que había llegado a Costa Rica, hacía dos años, viviera en hoteles. Había venido con la idea de montar un negocio de degustación y exportación de café, pero perdió interés en el asunto casi de inmediato; en realidad, había sido solo una manera de largarse de España, un país en el que uno “se moría de asco”. Kathy no conocía esa expresión tan usual en la península ibérica; la escuchó con toda literalidad y quedó impactada. Morir. De asco.
La de España era una situación desesperada; la única salida a la crisis es por Barajas, decía Juan que decía un chiste. Entre varios amigos (ahora examigos que le mandarían a romper las piernas) habían reunido una considerable cantidad de dinero y habían mandado a Juan, el único soltero sin hijos ni hipotecas, de avanzadilla al otro lado del mar, como un mensaje en una botella.
Nada más llegar, Juan se había instalado en un hotel de cuatro estrellas y había comprado una gigantesca furgoneta americana: una vieja fantasía hecha realidad. Pasaron varios meses y cada día gozaba como el primero de verse subido en aquel trasto. Haciéndose un guiño a sí mismo, se compró un sombrero vaquero; nunca se atrevió a ponérselo, pero lo acompañó por los caminos polvorientos de los cafetales colgando del espaldar del asiento.
“Estimados socios…”. Empezó varias veces la carta para pedirles más dinero; otras, para anunciarles que el negocio del café se iba a pique. Nunca envió ninguna. Abandonó la misión y redujo su nivel de vida: se pasó a un hotel más modesto y empezó a andar en taxi. Un tiempo después, los números de nuevo se descuadraron. Juan se compró un paraguas y se pasó a El Hotelito, una centenaria casona de adobe a las afueras de San José, reconvertida en bed & breakfast. El Hotelito tenía un primoroso patio interior, el patio interior tenía una glorieta victoriana, y la glorieta tenía esa mañana a Kathy intentando enderezar a su novio importado.
Cuánto lamentaba no haberlo conocido cuando acababa de aterrizar; ella hubiera impedido aquella dilapidación, aquella falta de rumbo; hasta el negocio del café habría funcionado si lo hubiera conocido a tiempo, estaba convencida. En una ocasión le dijo: “Esta forma de vivir no es una solución”. “¿Una solución a qué?”, preguntó Juan. “Ay, Juan…”.
Hacía un par de semanas, con mucho tiento, Kathy le había dicho: “Mi amor… Tengo algo que decirte”. Juan tuvo un escalofrío de placer reviviendo el sobresalto que le habrían dado esas palabras hacía veinte años, y que ya no. Pero no era una noticia sino una propuesta lo que desenfundó Kathy: que se fuera a vivir con ella. “Mi apartamento tiene dos cuartos. Puedes usar uno para tus diseños… y eso”. Tus diseños y eso, dijo.
“La convivencia es the end of love”, repuso Juan tan bromista como rotundo. “Quién está hablando de amor”, dijeron sin lugar a dudas los ojos de Kathy, que insistió en su plan financiero: Juan se ahorraría todos los gastos de hotel, la convivencia abarataba la vida cotidiana, podría usar su carro en lugar de estar tirando la plata en taxis… “Ya sin presiones, con calma, puedes ir pensando cómo…” Él la interrumpió. Con solapada y por eso más violenta ironía había acabado la frase por ella: “Cómo ganarme la vida, ¿no?” “Diay… sí…”, había respondido ella impotente. No entendía siquiera de qué se burlaba él.
En balde se proponía Kathy cada día no regañar a Juan, no pedirle explicaciones, no dirigirse a él como la madre abnegada de un niño tonto. Ahora, escuchaba harta sus propios sermones como si los dijese otra. Conforme perdía bríos fue bajando el volumen… hasta que con un suspiro su voz se apagó como una llamita.
Juan sacó el último cigarrillo que quedaba en la última cajetilla, sin darse cuenta de que había dejado su mirada perdida en la de Kathy.
—¿Qué estás pensando? ¿Por qué me ves así? –preguntó ella inquieta.
Por qué estaba tan enamorada de él una mujer que lo menospreciaba tanto, eso estaba pensando.
—En que me he quedado sin tabaco –dijo y se puso a acariciar de arriba abajo el cigarrillo, postergando el momento de darle fuego.
Kathy fingió ver la hora en su muñeca y se levantó sobreactuando tener prisa y montones por resolver en el día laboral que tenían enfrente. Pensaba que así le contagiaría las ganas de hacer cosas. Ella, con aquella vida amodorrada y errática, estaría deprimida.
Repitió su amenaza de pasar donde el carpintero a exigirle la entrega inmediata de la silla piloto que les estaba haciendo; esperó que Juan le prohibiera meterse en sus asuntos, pero ni eso. Le propuso recogerlo para ir a la cena que daban esa noche los Giannis, y tampoco. Juan, tras dudarlo unos instantes, dijo que llegaría por su cuenta. En realidad no lo había dudado. Lo que Kathy vio en sus ojos, un segundo no más, fue un plan para esa tarde, una aventura de la que ella no sería parte.
—Adiós, Juan.
Últimamente cada vez que decía esas dos palabras le entraban ganas de llorar.
Iban a dar las nueve de la noche cuando Kathy notó que por los nervios tenía mal aliento y se llevó un chicle de menta a la boca. Juan, que era obstinadamente puntual, no había aparecido aún. Gianni el Fino veía compungido cómo su vino chianti era deglutido por aquella boca mentolada. Anunció molesto que echaría la pasta al agua, y en eso sonó el timbre. “Nunca falla”, dijo el anfitrión y desapareció hacia la cocina. Kathy sintió un calambre y rio exageradamente con la coincidencia.
Una de las empleadas nicaragüenses bajó a abrir. La casa de los Giannis (el hogar conformado por Gianni El Fino, su mujer Giannina y sus dos hijos, de tres y cinco años) tenía una disposición inusual; las habitaciones quedaban abajo, y la cocina y la zona social, arriba. Era algo muy inconveniente en un país tan húmedo, pero ellos no lo sabían cuando mandaron diseñar la vivienda. Sorprendidos de que nadie lo pensara antes, creyeron darle