Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde
pero, en efecto, a los quince años, en el colegio, había hecho una diatriba contra eso de “ganarse” la vida, ganarse algo que recibes gratis, perder tiempo de vida ganándosela y dándola por ganada el día en que finalmente la pierdes. El escrito era irrecuperable, pero Juan creía recordar algunas frases con exactitud. De dónde, se preguntaba, había sacado aquellas ideas; acaso tiene uno más clara la esencia de la vida a los quince.
—Solo quien no se merece la vida tiene que ganársela –bromeó Juan.
Solo enmascaradas de bromas soltaba semejantes sentencias.
No: no estaba drogado y sí: sí estaba de un talante raro en él, pero el motivo nunca lo sabría ninguno de los convidados a aquella cena.
A las tres de la madrugada subía Juan al asiento del copiloto del 4x4 de Kathy rumbo al apartamento de ella, asumió ella, pero Juan se negó lo más amablemente que pudo y dijo lastimero que al día siguiente requería levantarse tranquilo y solo en su casa.
—Si a eso llamás “tu casa”… –oyó Kathy decir a su propia voz y se espantó de su agresividad; quiso suavizar su comentario, pero temió hundirse más. Juan hizo como que no la había escuchado.
Kathy se quedó callada reprimiendo dentro de ella un maremoto. Hubiera deseado echarse a llorar, agarrarse a sus rodillas y preguntarle qué le pasaba, qué quería de ella, por qué, por qué, por qué le rehuía. Pero si soltaba el llanto terminaría de alejar a Juan. Avanzando a tientas, ciega, sorda, al fin se atrevió a decir, derrotada:
—Juan… ¿Cuáles son tus objetivos conmigo?
—¿Cómo, objetivos? –y sin dar crédito a semejante pregunta, murmuró–: ¡Mis objetivos!
Kathy suspiró. Inspirada por el cursillo de marras, se armó de paciencia y empezó a explicar:
—A ver… En inglés se dice targets.
Kathy tenía que estar de broma. Juan se giró a mirarla y constató que no.
—Darle la vuelta al mundo –respondió Juan. Era lo más bonito que jamás le había dicho a una mujer, pero Kathy, centrada en sus temores, no le dio importancia.
—Yo no sé qué querés de mí ni qué querés de nada –dijo arisca. Cuando se enojaba, volvía al voseo.
No hubo réplica. Atravesaron las calles vacías en silencio. Iría a dejar a Juan al otro lado de la ciudad y volvería sola a su apartamento. Sin nadie que la cuidara. Un día de tantos, en la madrugada, en un semáforo en rojo, unos encapuchados, una pistola por la ventana… La asaltarían, tal vez le harían daño…
¿Por qué los hombres nunca la tomaban en serio? ¿En qué momento había pasado de soltera a solterona? Todas sus amigas eran ya madres; Kathy no solo se había quedado sin pretendientes, sino también sin amigos. En San José eran cuatro gatos, ya se habían acostado todos con todos y no quedaba ningún hombre libre. Cuando le presentaron a Juan, un viernes en un bar de moda, sintió la angustia de recuperar la esperanza. Aquel extranjero era su última oportunidad. Encima era atractivo, limpio y decente, no el típico viajante harapiento y desdentado que iba a parar ahí. Había sido tal su emoción que Kathy creyó que era amor. Tenía treinta y siete años y le acababan de presentar a un hombre guapo, educado y sin hijos: premio.
Cruzaron un portalón y entraron en la finca de El Hotelito. Ese nombre sencillo y desnudo era lo que más había llamado la atención de Juan. Kathy apagó el motor. Entonces se oyeron los grillos. El parqueo del hotelito estaba rodeado de palmeras que brillaban a la luz de la luna. La brisa de diciembre, al filtrarse entre un bosquecillo de bambú, sonaba como lascas de fino cristal.
—Bueno, decí algo –le reprochó a Juan su silencio. Juan se volvió a mirarla. Sin apartar su mirada de la de ella, le pasó una mano casi imperceptible sobre los pechos.
Kathy sintió un calor subirle por el cuello y detrás de las orejas. Qué guapo era. Qué ojos. Qué mirada… Pero en ese mismo instante recordó una advertencia que había leído hacía poco en una revista: a cierta edad, a las mujeres les empezaba el furor uterino y era fácil nublarles la razón. “¿Últimamente todos los chicos te parecen apetecibles? ¡Cuidado!”, empezaba el artículo, y hacía una mezcolanza de temas, entre morales, psicológicos y sanitarios; del sida se hablaba solo de pasada, aunque era lo más inquietante.
La razón, de todas formas, Kathy ya la tenía nublada. No entendía nada de nada. En su juventud, eran las mujeres las que hacían eso de calentar a los hombres sin satisfacerlos; pero es que encima –decía otra voz dentro de ella–, entre adultos maduros, una perdía a un hombre por decirle que no, no por decirle que sí. “Yo, si no follo, no me enamoro”, le había dicho Juan la noche en que se conocieron. Y habían terminado en la cama. Era la única vez que un primer acueste había tenido un orgasmo, cosa rarísima, porque Kathy solo tenía orgasmos con hombres que no la intimidaran en ningún sentido, hombres de los que no esperara absolutamente nada, que de algún modo considerara inferiores. Hombres que a veces hasta le repugnaban una vez pasado el clímax.
Juan había sido la excepción. Sería eso lo que la había enamorado de forma fulminante. Nunca había conocido un hombre tan viril y delicado a la vez. Juan parecía sacado de una película antigua. Era tan… enigmático… Siempre parecía ausente, con la mente vagando por lugares lejanos. Cuando lo conoció, ese mutismo la llevó a pensar: es un hombre interesante.
Él ya había hecho eso de bajarse excitado del carro. Ante la extrañeza de ella, una noche le había explicado vagamente que disfrutaba más la cresta del deseo que la satisfacción del deseo; vagamente lo había entendido Kathy, la explicación había sido bastante clara. “Me gusta quedarme así”, había dicho.
Esta vez no la calentó ni se calentó él. Ya le había parecido a Kathy que más que una caricia había sido un gesto de despedida. Juan abrió la puerta y se bajó del 4x4. La cara de Kathy condensaba todo su desconcierto y desesperación.
—¿Y la silla?
—Ponla en tu tienda. Veamos qué opinan tus clientas… Había sido como tirarle un hueso a un perro. Era bastante evidente, pero Kathy lo consideró una pequeña victoria de esa noche.
—¿Nos vemos mañana?
—Ya es mañana.
—Ay, Juan…
—Claro que sí, mujer.
Rodeó el carro y le dio un beso en la frente antes de dar media vuelta y alejarse hacia la casona por un caminillo de piedras blancas iluminado con focos de colores que lo fueron tiñendo de rojo, azul, verde… No vio, ni sintió siquiera, la mirada de Kathy sobre sus hombros. Una mirada demasiado aprensiva para ser de amor.
Juan abrió candados y cerraduras de la entrada principal de El Hotelito con sus propias llaves. Después trancó todo bien, como ordenaban las normas de seguridad del sitio. Siempre que tenía que cumplir con ese ritual, se sentía él el intruso.
Avanzó sigiloso por el pasillo iluminado por la luna. Estaba impaciente por llegar a su habitación. Estaba pensando en el pájaro; no se lo había podido sacar de la cabeza.
Abrió su puerta con una agitación igual a cuando de niño se levantaba impaciente por tener entre sus manos el juguete que le habían regalado la noche anterior. Tenía ganas de verlo. Sin encender la luz, como si la oscuridad reforzara el silencio, fue hasta la jaula y la destapó.
El pequeño guacamayo azul no le pareció tan esplendoroso como a la luz del sol. Juan tragó saliva… Qué había hecho. “No pierdo nada”, se repitió, como se había repetido en la tarde, camino del Green Bar. En el peor de los casos lo vendería por lo mismo que lo había comprado, y en el mejor, era cierto todo el cuento. Mechas aseguraba haber vendido y recuperado el ave seis veces. Seis por tres, dieciocho.
Juan hizo cálculos mientras se cepillaba los dientes y se quitaba la ropa para meterse en la cama. Ya entre las sábanas se quedó observando la silueta del pájaro en la oscuridad y los ánimos se le precipitaron. Qué cagada, al final Mechas lo había