Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel
poeta se dejó manipular. En realidad, era lo que estaba esperando durante todos esos años. Ella lo tomó suavemente entre sus brazos, como se abraza a un niño que se ama verdaderamente, una mezcla de compasión y protección la embargaba. Pablo la dejó hacer. Su cuerpo temblaba como una hojarasca a merced del viento. Desconocía por completo aquellas lides, mucho más la impronta de aproximación entre amantes inexpertos.
Florencia lo besó dulcemente. Sus labios buscaron el contacto con la delicadeza del amor puro, siguiendo la inocencia del sentimiento que los uniera desde niños. El poeta cerró los ojos. Fue un movimiento instintivo de protección que a su vez le permitía disfrutar plenamente de una instancia tan esperada. Ella fue más allá del beso convencional y comenzó a jugar con su lengua sensualmente. La experiencia cautivó a Pablo. Abrió un poco los párpados. Lo suficiente como para generar una especie de bruma frente a la imagen de Florencia. El efecto lo transportaba a un territorio de ensueño. No se trataba de una proyección mental como a las que estaba acostumbrado en sus viajes metafísicos. Tampoco era un sueño incentivado por la ilusión que ahora se precipitaba en su mundo. Aquélla era una experiencia real, tan real como lo indicaba el contacto con los labios de su amada, o la presión de esos senos contra su pecho.
Con gran suavidad ella comenzó a acariciarle la entrepierna. Pablo sintió la dureza de la situación y de repente un poderoso sentimiento de vergüenza se apoderó de su alma.
Con movimiento compulsivo se apartó de la muchacha. Mantuvo los ojos esquivos contemplando la hierba. No se atrevía a mirarla en forma directa. El rubor en su rostro se intensificó a los pocos segundos.
—¿Qué pasa, Pablo? —preguntó Florencia, al principio sorprendida y luego divertida.
—Yo, no…
—Habla, vamos. Estábamos en lo mejor del momento.
—Ya lo sé. Es que yo… no… no puedo.
La joven lo observó. Tuvo la sensación de necesitar descargarse con una risotada, pero aquel rostro pleno de rubor y mirada esquiva la conmovió.
—Está bien. Ven. No te voy a tocar de esa… manera. Tan sólo quiero abrazarte.
Lo tomó jalándolo suavemente hacia sí. Al principio el escritor se resistió. Luego se dejó llevar y terminó en los brazos de Florencia, como cuando pequeño Clorinda lo estrechaba en su seno y le devolvía la sensación que todo poeta lleva a lo largo de su vida: la metáfora original, el útero materno.
—Pablo Gutiérrez —murmuró ella con expresión cálida—. El joven poeta del Caribe… Mi caballero andante…
La muchacha cerró los ojos. Por vez primera percibió un sentimiento diferente en la relación con su amigo, algo que iba más allá de la protección o la compasión, una sensación de profundidad desconocida por ella hasta ese momento.
Permanecieron durante largo rato abrazados bajo el firmamento de una noche estival, rodeados de murmullos y suspiros provenientes de espacios invisibles. De vez en cuando, acariciando suavemente los cabellos de Pablo, Florencia repetía en voz baja:
—Mi caballero andante…
13
Enero de 2005. San Andrés, Costa Paraíso.
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