Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel

Gaviotas a lo lejos - Abel Gustavo Maciel


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del galponcito. ¡El desgraciado promete ser pijudo como el padre, carajo!…

      —Baja la voz, tonto. Además, no hagas alarde que no es para tanto.

      —¿Así que esas tenemos, eh? —comentó Pedro mostrando nuevamente su sonrisa pícara. A pesar del cansancio reflejado en esas ojeras de color oscuro, apareció el brillo felino en sus ojos—. Vamos a probar “el calibre”, entonces, y así nos sacamos las dudas.

      —¡Despacio, tonto! Juanito duerme…

      Ella sabía que el comentario no detendría sus intenciones y tampoco tenía deseos de que sucediera eso. Emitió una risita cuando Pedro se levantó abruptamente de su silla para atraparla entre sus brazos y comenzar a besarla salvajemente.

      De repente, la puerta de calle se abrió con extrema violencia. El ruido de la madera al quebrarse detuvo las efusivas acciones de la pareja.

      —¿Qué mierda…? —comenzó a decir el dueño de casa mientras giraba el torso en dirección a la entrada del rancho.

      Cuatro personas aparecieron de la nada. Eran hombres uniformados portando armas de grueso calibre. Todos tenían los cabellos rapados al buen estilo militar y demostraban con sus posturas poseer un fuerte estado etílico. Uno de ellos parecía tener la voz cantante. Carraspeaba antes de hablar. Echó un escupitajo en el piso y luego dijo, con voz autoritaria:

      —¡A ver, campesino de mierda, ya es hora de compartir ese bombón que tienes con los héroes que liberamos este país!…

      Los tres acompañantes miraban con ojos vidriosos a Juanita revelando sus verdaderas intenciones. Uno de ellos, de alta estatura y hombros anchos, había comenzado a desbotonarse la bragueta.

      —¡Hijos de puta, van a tener que pasar por arriba de mi cadáver! —gritó Pedro con actitud salvaje.

      Empujó a su esposa a un lado y se precipitó sobre la pequeña mesada para asir la cuchilla de trozar carne. El soldado de la bragueta abierta apuntó con su fusil en dirección al dueño de casa. Su rostro denotaba extrema tensión. El sudor recorría su frente y tenía los labios apretados. Al momento de escucharse la detonación una figura diminuta cruzó por delante del cañón aferrándose desesperadamente a las piernas de Pedro. La bala explotó sobre la espalda de Juanito, salpicando de sangre el entorno. El cuerpo del niño cayó hacia adelante hasta ubicarse debajo de la mesa en una postura desmembrada. Durante algunos segundos se hizo silencio como si el tiempo mecanizado hubiera detenido sus engranajes. Luego se escuchó el grito de Juanita, desgarrador:

      —¡Mi niño!… ¡Mi niño!…

      La mujer se arrojó debajo de la mesa para abrazar el cadáver ensangrentado y todavía caliente de su vástago. Sollozaba y gritaba a la vez, manchando el vestido con la sangre que manaba de Juanito.

      Con el rostro iluminado por una furia indescriptible, Pedro emprendió la carrera contra los uniformados con la cuchilla por delante.

      —¡No, asesinos, hijos de puta, con Juanito no!…

      Los cuatro soldados dispararon a la vez. El estruendo fue tremendo. Un humo gris saturó el ambiente del rancho. El pecho de Pedro pareció estallar ante el impacto de las balas. Se mantuvo en pie durante una fracción de segundo que pareció una eternidad. La sangre salpicó profusamente en todas las direcciones y finalmente el cuerpo de Pedro, campesino de risa fácil y frases pícaras, cayó tres metros más allá de donde se perpetrara el crimen, rebotando contra una de las paredes.

      Juanita dejó de sollozar. Apoyó el cadáver de su hijo en el piso y permaneció sentada en su lugar. Observaba la figura del esposo despatarrado a la distancia. Sus ojos color café se cubrieron de una película opaca y gélida que perduraría durante las próximas décadas.

      Los soldados mantuvieron la posición unos instantes, contemplando el desastre que ellos mismos habían perpetrado. El líder extrajo de entre sus ropas una botella de caña a medio consumir y echó un trago largo, cerrando los ojos debido al ardor en la garganta. Luego le pasó la bebida a sus compañeros. Ellos apuraron el contenido con actitud salvaje. Los cuatro miraron a Juanita. La muchacha los contemplaba desde la pasividad de su estado psíquico.

      —¿Qué esperamos? —preguntó balbuceando el hombre corpulento.

      —Procedamos —dijo el líder con extraño brillo en la mirada—. Tranquilos. Tenemos toda la noche.

      —Sí. Dicen que esta campesina es el mejor trofeo de la zona.

      —Vamos a probarlo. Pero de manera ordenada. Vuelvo a repetir. Muchachos, tenemos toda la noche.

      A pesar de las indicaciones, los cuatro se abalanzaron como perros en celo sobre Juanita. Ella no se resistió. Sentía que su cuerpo ya no le pertenecía. Esos salvajes podían hacer lo que desearan con él. Se mostraría pasiva frente a sus embates.

      Tal como sentenciara el líder de los perpetradores, abusaron de Juanita durante toda la noche en las múltiples formas que el lado oscuro del alma humana puede pergeñar.

      Al promediar la faena abundaba sangre en las partes íntimas de la víctima. Esto preocupó a los violadores y le permitieron a la mujer un descanso de media hora. Luego continuaron con sus salvajes apetencias hasta quedar extenuados. El día comenzaba a mostrar su aspecto diurno.

      —¿Qué hacemos? —preguntó el fortachón—. ¿La matamos también?

      —Tiene un culo delicioso —dijo otro, bebiendo de una botella recién empezada—. Yo quiero echarme otro por atrás, pero ya no se me para…

      —Es cierto. Esta mujer no merece morir. Mejor la llevamos al destacamento, la bañamos, le damos de comer y a la tarde podemos disfrutar de otra fiestita.

      El líder tomó a Juanita entre sus brazos y la dio vuelta. Ella estaba desnuda. Como lo había hecho toda la noche, se mostraba dócil ante las ocurrencias de sus captores. El hombre intentó penetrarla por detrás, obedeciendo a impulsos desatados por los comentarios de sus soldados. Le costó perpetrar sus apetencias. Él también pagaba peaje por la promiscuidad y la ingesta etílica. Sin embargo, en el cuarto movimiento logró su cometido. Se escuchó el típico sonido de un cuero desgarrado. Haciendo caso omiso a la impronta el oficial comenzó a realizar bruscos movimientos. Golpeaba su pelvis contra las nalgas de la mujer. Una y otra vez. Una y otra vez, siguiendo esa cinética compulsiva.

      Las gotas de sangre cayeron sobre el piso, situación que exacerbó aún más al violador. Su respiración se escuchaba jadeante.

      Juanita había perdido sensibilidad en las zonas íntimas. Su esfínter se mostraba laxo e indoloro. La grieta abierta por aquella acción era una más dentro de las penurias sufridas durante toda la noche. En las últimas dos horas había percibido un cierto placer a pesar de la violencia desatada en esas violaciones. El único objetivo anidado en su mente era sobrevivir. Sobrevivir y vengarse…

      El hombre se tomó su tiempo. Una vez finalizado el último coito, tomó asiento al lado de la mujer, jadeando y cerrando los ojos. Los otros tres uniformados no estaban en mejores condiciones. El exceso sexual y las botellas de caña comenzaban a pasarles factura.

      —Y bueno, jefe, si usted pudo hacerlo yo también lo voy a intentar. Esta campesina tiene buen aguante. Nunca vi nada igual…

      —Dale. Cójansela una vez más ustedes y después la matamos —dijo el oficial, exhausto.

      —Sus pedidos son órdenes, señor —respondió el soldado corpulento.

      Como pudo, el hombre se arrastró en dirección a Juanita. Ella era consciente de lo que sucedía, como lo había estado durante toda la noche. Sabía que en algún momento tendría su oportunidad. Cuando el corpachón, con el miembro apenas erecto entre sus manos se acercó a Juanita, los movimientos de aquella campesina dócil y entregada a su destino fueron por demás rápidos y eficientes. Tomó el arma que pendía del cinturón del soldado. Sabía que no se había disparado durante la refriega. En dos segundos, ante la conmoción producida por sus acciones, verificó que el seguro no estuviera puesto y disparó sobre el hombre.


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