Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel
mi pecho, los mismos que observaba detenidamente cuando ella salía del baño envuelta en alguna de sus batas de geisha…
Vuelvo a repetir. No era tío Jorge quien me interesaba al contemplar la difusa escena durante mi fatigosa proyección mental. El centro de atención era, por supuesto, ella. Y allí comprendía que madre era mala persona. La veía gemir bajo el cuerpo musculoso de mi tío, entrecerrar los ojos y abrir sensualmente los labios para emitir suspiros y aullidos entrecortados, moverse rítmicamente bajo el impulso del orgasmo en evidente muestra del placer que recorría su territorio… Entonces, tieso en mi lugar como una estatua de jardín, algunas lágrimas comenzaban a correr por mis mejillas.
Ella era mala, traicionera y egoísta. Su bata de seda permanecía tirada sobre la alfombra, vacía, inexpresiva, a la espera de la conclusión de ese rito sexual que se prolongaba por espacio de una hora. Y sin embargo, a pesar de su actitud perversa para conmigo, yo la amaba…No podía dejar de hacerlo. Sentía que le pertenecía, a pesar de no suceder la situación complementaria. Resultaba evidente que madre no era prenda de nadie o, tal vez, se pertenecía a ella misma, quizás al mundo, en lo que a su cuerpo concernía.
Después de todo, así son las geishas, ¿no es verdad? Es la actitud que uno ha ido asimilando a partir de la difusión de su profesión, mantenida en el más oscuro de los misterios durante siglos y pincelada con un halo de filosofía existencial. Las sacerdotisas atienden al hombre desde una postura de esclavitud… En mis épocas infantes no entendía el corazón de aquel servicio.
Una hora más tarde, me encontraba parado en medio de la sala. Tío Jorge y madre me observaban sonrientes a unos pocos metros de distancia. Ambos me miraban de manera solícita, tal vez con el sentimiento de culpa a flor de piel.
—Saluda al tío, Pablito, que se marcha de regreso a su trabajo.
Una de esas tardes, no recuerdo bien el día pero en la memoria me ha quedado el sol cálido del estío dibujado en un cielo limpio, en tanto contemplaba la escena de alcoba con el dolor de quien se siente traicionado, una alarma interna se disparó en mi cabeza. Lo sentí como un campanazo de fuertes proporciones sacudiéndome el sistema nervioso.
La respiración se me paralizó por algunos segundos. Regresé a mi cuerpo ubicado en la habitación contigua de manera instantánea, con un sobresalto. Abrí los ojos desmesuradamente. El sudor frío me empapaba la frente y caía groseramente sobre mi nariz, goteando. Una profunda angustia se había instalado en mi alma. Sabía que algo terrible estaba a punto de suceder. Observé el reloj de pared que hacía un par de semanas Jacinto instalara en el cuarto.
—Con esto podrá medir mejor las métricas de sus versos, señorito Pablo —dijo una vez finalizada la faena.
En realidad nunca he comprendido bien el alcance de aquellas palabras, pero el reloj me inspiró mayor confianza en mi trabajo sin conocer realmente la causa de ello. Tal vez la frase de Jacinto simplemente resultó lo suficientemente tranquilizadora.
Las agujas indicaban las cinco y cuarto, hora que jamás olvidaré por el resto de mis días. Corrí desesperado en dirección de la ventana que daba al jardín de entrada. No resultaba necesario observar el paisaje, dado que mi precognición me indicaba los sucesos que estaban a punto de suceder.
El automóvil de padre se estacionaba en esos momentos a un costado de la casa. Los guardias que custodiaban la entrada lo saludaron como lo hacían siempre a pesar de lo insólito de la hora. Me pareció que uno de los soldados pronunciaba unas palabras en voz baja a su compañero. Se veía en esos rostros expresiones de preocupación. Afuera, apostado en la calle, esperaba el vehículo de tío Jorge con sus ocupantes dentro de la cabina. A través del vidrio delantero podía percibirse claramente al uniformado que lo acompañaba en el periplo hasta la casa de su amante.
Vi la figura de padre descender del automóvil y observar durante algunos segundos al otro vehículo apostado en la calle. En la lejanía no podía apreciar el tenor de su mirada, pero sí intuirla desde mi difuso poder inductivo. Ningún sentimiento noble destilaba mi corazón en esos momentos. Hizo un gesto vago en dirección de los guardias, quienes respondieron afirmativamente con sus cabezas en actitud resignada. Luego, acomodando su gorra con rápido movimiento de la mano derecha, emprendió con paso firme el camino que lo llevaba hasta la mansión. Pude contemplar el bamboleo de su arma reglamentaria en la cartuchera que pendía de la cintura. Otro escalofrío recorrió mi cuerpo. En ese día la inocencia tenía la muerte asegurada.
Abrió los ojos lentamente al regresar de aquellos espacios internos. La pantalla mental otra vez estaba en blanco. A veces, cuando la sensación de peligro satura los niveles perceptivos en un estadio virtual actúan los mecanismos de defensa y la conciencia regresa a la realidad de mayor densidad. El cielo limpio de fuertes tonalidades azules le pareció familiar. Mucho más tranquilo que el ajado cielorraso de la prisión donde su cuerpo molecular permanecía de costado en el camastro, incapaz de realizar movimiento alguno sin aquel dolor que se había convertido en un persistente estado muscular.
Volvió a sentarse sobre la arena blanca. La tocó con los dedos dejando que los delicados corpúsculos se deslizaran a través de ellos y sintiendo el placer de esa suavidad impregnada en el tacto. A lo lejos, próximas al horizonte, las gaviotas continuaban con su vuelo insistente buscando un mar que se resistía a manifestarse. Otra vez calculó que debían encontrarse en la misma posición relativa a la línea curva donde la playa era devorada por el paisaje, pero a su vez el movimiento de los pájaros resultaba harto evidente.
El sol iluminaba con sus poderosos rayos sin producir sensación de ahogo. El perfume del salitre marino se impregnaba con mayor intensidad. Se incorporó y comenzó a caminar en dirección de los pájaros. El bosquecito a sus espaldas empezó a empequeñecerse. No le prestó demasiada atención al detalle. La playa ofrecía suficiente misticismo como para dejar de lado las precauciones originales. La idea de darse un baño en aguas cristalinas lo subyugaba. Aún podía sentir en el cuerpo las heridas producidas por los golpes de los guardias y las zonas donde ellos hicieran correr la corriente eléctrica. La sal limpiaría esos malos recuerdos.
De repente, detuvo la marcha. Aguzó la mirada intentando separar la visión de la realidad y el espejismo en aquellos niveles internos de su psiquis. A unos doscientos metros de distancia, o quizás más, podía percibir otra forma humana parada dentro de su propia proyección. Se trataba de un hombre. Las ropas blancas que vestía camuflaban su presencia en el territorio arenoso. El extraño, detenido en ese espacio–tiempo, lo miraba con insistencia.
10
Enero de 2005. Un campamento ubicado en algún lugar de la jungla circundante a San Andrés.
Juanita Giménez observó su rostro reflejado en el vetusto espejo ubicado en su carpa personal. Un par de arrugas nuevas habían aparecido en el transcurso de los últimos meses. A sus cincuenta y siete años de edad seguía teniendo la figura atractiva de una morena perteneciente a las tierras del norte, donde el obraje tabacalero dominaba el paisaje desde tiempo inmemorial.
“La jungla conserva a las hembras que le pertenecen”, pensó divertida. Los ojos color café de la imagen, grandes y brillosos, se clavaron en los suyos permitiéndole explorar los confines de su propia alma.
Con ambas manos comenzó a acariciarse el cuello, aún fresco y elástico como en los buenos tiempos cuando trabajaba en la plantación junto a su familia. Los dedos fueron bajando hasta adentrarse en el cuello amplio de la remera de campaña que solía usar.
Los senos se mostraban firmes al tacto, pletóricos como toda dama oriunda de Santo Tomás, ciudad famosa por el ardor de la caña y la belleza telúrica de sus mujeres. A Pedro le gustaba toquetearlos al paso en tanto realizaban la cosecha.
—Hoy está divina, Juanita. Cuando volvamos al rancho nos damos un buen revolcón en la cama, ¿eh?
Podía recordar su rostro redondo, cetrino y normalmente mal rasurado. Se habían casado muy jóvenes. Ella tenía dieciséis años y él veinte.
—No sea cosa que venga uno de esos blanquitos del sur y me la lleve a usted para la gran ciudad. Mejor nos casamos, princesita,