Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel
supuesto. Debe haber muchos como ellos dando vueltas por ahí, ¿no es así?
El chofer disfrutaba del tabaco exhalando volutas de humo en dirección a la ventanilla. Mantenía el vidrio abierto hasta la mitad. La velocidad que desarrollaban en la ruta, prácticamente deshabitada a esas horas, era tranquila. El otro automóvil se desplazaba a unos cien metros detrás, sin dar muestras de querer sobrepasarlos.
—El estado tiene muchos empleados, don. Nosotros los llamamos “los ñoquis”. A ellos no les agrada este apodo. Yo tengo a mi cuñado que trabaja para la guardia civil de don Atilio Fulgencio. Le pagan bien. A veces debe realizar procedimientos nocturnos. Como ya le habrán dicho, en la selva, los guerrilleros se hicieron fuertes en los últimos treinta años. La Patro tiene muchos admiradores, pero el coronel Mauricio Cabral le sigue los pasos de cerca. Ella es idolatrada por los campesinos. Pobre Juana. Un día de estos la van a matar.
—¿Y en la ciudad? ¿También se infiltraron los insurrectos? En Europa se habla mucho de esto…
—Oh, no, no. San Andrés sigue siendo pueblo leal a la Fuerza Gregoriana, pero usted sabe cómo son estas cosas. Hay espías del gobierno por todos lados. Mire, ya estamos llegando a la capital, ¿quiere que los pierda?
A Lino le resultó divertida la sugerencia. Un poco de adrenalina no vendría mal. En verdad, no se había hecho grandes ilusiones de correr aventuras interesantes en Costa Paraíso.
—Y Bueno, veamos, compadre, qué tal maneja.
—¡Pues yo soy el mejor, don! —exclamó el hombre arrojando la colilla de cigarrillos por la ventanilla.
El lugareño decía la verdad. Una vez ingresados en la densidad urbana, aceleraron la marcha y realizaron unas cuantas fintas en esquinas oscuras. Al cabo de cinco minutos, el vehículo escolta había desaparecido del espejo retrovisor.
—Ahora dígame adónde lo llevo.
—Al Hotel Mansilla, por favor.
El hombre hizo un gesto contrariado.
—Como usted diga.
Una vez llegado a destino, Lino le entregó un billete de grueso calibre y el atado completo de cigarrillos.
—Quédese con el vuelto. Vale la pena una buena aventura para comenzar a conocer el país.
—Gracias, don. Usted tiene pinta de escritor, ¿eh? Periodista o algo por el estilo. Mi nombre es Carlos. Acuérdese de mí en sus escritos. Ahora bien… —su rostro se ensombreció un tanto. Bajó la voz para continuar—, tenga cuidado en el lugar, señor. Dicen que en este hotel paran maleantes y algunos enemigos del régimen. Es un territorio peligroso.
—Tomaré en cuenta la sugerencia. Gracias, amigo.
Cinco minutos después, Lino Bardot dejaba caer su cuerpo en la cama de una plaza del cuarto que el propio Charito había reservado.
El Hotel Mansilla era un viejo edificio de ocho pisos. Había sido construido en la época donde el Partido Blanco gobernaba sin oposición, siguiendo una parodia de régimen democrático. Setenta años atrás el coronel don Ricardo Fonseca, padre de don Hilario, a la postre su sucesor, se encargó de construir el edificio. Es decir, una de sus empresas contratistas desarrolló el proyecto.
Sin un correcto mantenimiento en los últimos veinte años, el exterior aparecía lúgubre y vencido por el paso del tiempo. Sin embargo, los pasillos estaban bien iluminados y antiguos gobelinos cubriendo las paredes lucían bastante pulcros. Las habitaciones, a pesar del viejo mobiliario que poseían, eran espaciosas y frescas debido a los ventiladores de techo de baja revoluciones, siempre encendidos. Una pequeña heladera al costado de la cama estaba bastante bien provista de distintos brebajes apetecibles para todo buen escritor, entre ellos, una botella de whisky escocés. Sus primeros movimientos consistieron en colocar hielo en el vaso y derramar la bebida en él. Un viejo aparato telefónico descansaba sobre la mesa de luz. Lo miró con recelo.
Después del tercer trago buscó en la maleta la nota que había desencadenado aquel viaje. La letra del muchacho era pareja y perfectamente legible.
“Estas son cuestiones que se heredan”, se dijo sonriendo. Pensó en su padre, un oscuro periodista de barrio en la zona de Burdeos. Los ingresos entonces apenas alcanzaban para comer. Por eso se marchó Edith, su madre, a continuar el periplo de la vida con un empresario vitivinícola. En fin, el mundo gira y gira y todos hacemos lo que podemos para evitar marearnos.
Abrió la nota en tanto se colocaba los anteojos de lectura. El colchón era bastante mullido y el escocés estaba comenzando a realizar su trabajo de relajación. La leyó por quinta o sexta vez.
“Señor mío. Ciertos contactos que mantengo con los luchadores por la libertad en mi país me han informado que usted se encuentra investigando la vida de mi abuelo, el gran poeta caribeño don Pablo Gutiérrez, asesinado hace veinte años por la Fuerza Gregoriana. Desde hace décadas este régimen se ha instalado en el poder y ha eliminado a toda persona que piense distinto a él.
“Tengo la intención de brindarle toda la información que usted necesite para que salga a la luz la penosa pérdida de este valeroso patriota latinoamericano, así como también parte de su obra inédita que mantenemos oculta quienes creemos en su lucha.
“Mi abuela Florencia está dispuesta a contarle la verdad sobre estos acontecimientos, de manera privada, por supuesto. Los usurpadores del poder aún controlan la información circulante en nuestro amado país y resultaría extremadamente peligroso para todos que ellos se enteraran de esta situación. Por favor, le pido sea precavido una vez instalado en nuestra tierra. Los espías del régimen vigilan a los turistas. En el Hotel Mansilla estará seguro, pero cuide de que no le roben algo valioso del cuarto. Los muchachos en San Andrés están pasándola mal y sobreviven como pueden. Yo me pondré en contacto con usted. Charito.”
En un par de renglones el joven explicaba la ubicación geográfica del hotel y otros considerandos, así como una casilla de correos para enviar telegramas. La noche anterior, Lino le había remitido unas escuetas líneas comunicándole el horario de llegada. De ahora en más quedaba a la espera de los acontecimientos. Charito elegiría el momento más oportuno para contactarlo.
Todo aquel asunto tenía un halo a fantasía folklórica. Conocía parcialmente la historia de don Pablo Gutiérrez. Un antiguo miembro de la embajada francesa en Costa Paraíso había introducido parte de su obra en el continente europeo. En ese entonces el poeta ya era ampliamente conocido en distintos países latinos y su detención clandestina en San Andrés produjo grandes movilizaciones de famosos intelectuales a favor de los derechos humanos, reclamando la inmediata liberación.
Los libros de don Pablo dieron la vuelta al mundo y en los años sucesivos fue reconocido como uno de los grandes escritores de habla hispana. Por supuesto, su lucha por la libertad del país y posterior asesinato en una de las prisiones más salvajes del régimen gregoriano le otorgaron cierta mística a su persona. Debido a esto y a intereses políticos, gran parte de su vida privada se mantenía oculta a los ojos del mundo.
Hacía un tiempo que Lino se había volcado a investigar el asunto. La aparición de Charito fue providencial. La fama de Pablo Gutiérrez había crecido en Europa en los años posteriores a su muerte. Los intelectuales jóvenes se interesaron en su obra literaria y los libros reverdecieron una fama que se había apagado en el olvido que suele invadir la muerte de los escritores.
Ahora, el periodista se encontraba solo en una habitación de segunda categoría a merced de fuerzas desconocidas en un país gobernado por fanáticos y asesinos. Apuró el segundo vaso de whisky con cierto nerviosismo. Su único aliado era un joven de quince años que lo había invitado a participar de una aventura donde la vida estaba en riesgo.
Se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación. Estaba ubicada en el cuarto piso. Intentando permanecer oculto tras la gruesa cortina, se asomó por la ventana que daba al frente del edificio. En la calle observó a los dos personajes que lo siguieran en el aeropuerto. Permanecían parados en la esquina y hablaban animadamente. Uno de ellos fumaba un habano, de esos