Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel

Gaviotas a lo lejos - Abel Gustavo Maciel


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en medio del bosque. Los rayos solares se filtraban a través de las ramas de las casuarinas, altas y orgullosas de gobernar el páramo desde la vera del sendero. Daban un aspecto mágico al encuadre, cual si se desprendiera de una dimensión perteneciente a las fábulas infantiles.

      Tuvo una reminiscencia de su niñez. Sentía que una puerta cerrada en su corazón durante años ahora pugnaba por ser abierta. Estiró los brazos y las piernas con movimientos lentos. Temía que el dolor lo devolviera a la prisión de paredes húmedas y manchas de sangre salpicando el piso. Sin embargo, nada de eso sucedió. Sus miembros respondieron con la armonía que tuvieran de joven, cuando la vida sonreía y cualquier circunstancia resultaba lo suficientemente motivadora como para allanarle el camino a la poesía.

      Sintió la agitación de las energías de aquella comarca movilizándose por su cuerpo. Respiró profundamente y, sin tomar reparos frente al impulso que lo invadía, comenzó a correr libremente por el sendero. La brisa del viento golpeaba su rostro, percibiéndola más bien como una caricia y no como una oposición a su despliegue. El aroma de la vegetación húmeda a consecuencia del rocío lo motivaba a continuar con la carrera. Podía observar la variedad de especies emplazadas alrededor del camino. Ellas lo contemplaban silenciosas, dando la impresión de indulgencia frente a la necesidad de un niño que intentaba conectarse con sus propias posibilidades.

      De repente detuvo su marcha.

      El ritmo de respiración se manifestaba alterado. Las mejillas se mostraban encendidas, cálidas al tacto, vivas. Le tomó un minuto recobrar el aliento. Observó hacia adelante y comprobó el motivo de aquella abrupta detención: el sendero, tanto como el bosque, desaparecía a unos diez metros de distancia. El terreno transformaba totalmente su naturaleza convirtiéndose en una playa de gigantescas proporciones. La arena se extendía en todas las direcciones, una especie de desierto de aspecto hermoso y deshabitado a su vez.

      Caminó con decisión hasta el límite que separaba los dos parajes de su dimensión mental. Entonces, la duda lo obligó a detenerse. El instinto de supervivencia pulsaba a flor de piel en la envoltura del poeta. El bosquecito prolijo producía un sentimiento de protección de fuertes connotaciones infantes. Aquella naturaleza desplegada a su alrededor levantaba las paredes necesarias que lo aislaban de las fuerzas oscuras gobernantes en su realidad molecular. Un muro de contención que no podían penetrar las picanas eléctricas, el “submarino”, las herramientas de tortura del Cirujano o la permanente vejación de los guardias.

      El bosque olía diferente a la prisión donde había permanecido durante el último mes de su vida. Y sin embargo desaparecía allí, delante de su vista, desvaneciéndose en aquel océano de arena sin solución de continuidad. El entramado verde se transformaba en un espacio infinito donde la sensación de vacío producía vértigo a la altura del plexo solar.

      Observó el horizonte curvo donde aquella playa parecía introducirse en la lejanía, repujándose en los orígenes del mismo cielo. La libertad esperaba más allá de la finalización del sendero en cuyo extremo se encontraba parado. Una libertad total, sin paredes a la vista, sin tapujos de ninguna especie. Una libertad verdaderamente libre…

      Volviendo a respirar profundamente, dio el primer paso. Cuesta abandonar la protección ficticia de la tierra para entregarse al misticismo del vuelo mágico, sin andamiaje, sin escudo protector, sin armadura. Y sin embargo, todo es parte de la trama.

      Comenzó a caminar abandonando el sendero. La arena se mostró suave y receptiva bajo los pies. Las huellas de sus pasos fueron quedando detrás de sí, acabando con la virginidad de un territorio aún inexplorado. Después de todo, era el único peregrino autorizado a tales efectos. Nadie más puede reinar en los territorios que nosotros mismos hemos creado.

      El sol en lo alto evidenciaba un mediodía estival. La temperatura, lejos de ser agobiante, se mostraba agradable para el periplo playero. A pesar de no contemplar océano alguno rodeando aquellas arenas, la brisa suave y fresca que las atravesaba denunciaban la presencia próxima de aguas salitrosas. El mar no podía encontrarse lejos. Ocultaba su presencia por algún motivo desconocido, pero en su fuero íntimo él sabía que no pisaba territorio desértico, más bien se trataba de la impronta costera de un océano de proporciones importantes.

      Detrás de sí observaba la entrada al bosquecito prolijo donde había sentido la reminiscencia de sus energías juveniles. No quería perderlo de vista. Comenzaba a sentir el cansancio de la caminata. Sin más, tomó asiento en el piso cálido y a su vez mullido de esa playa donde se podía respirar el perfume salitroso de un mar oculto tras el repulgue del horizonte, lejano y difuso entre la línea curva donde un cielo azul tenía su origen.

      Un movimiento en los cielos atrajo su atención. Hasta ese momento, desde que se instalara en aquel espacio–tiempo producto de sus necesidades psíquicas, la ausencia de cinética ex profesa había pasado desapercibida para su conciencia, ávida en la búsqueda de una libertad oculta.

      En el cielo, poniendo proa en dirección al horizonte lejano donde la playa intentaba sumergirse en un mar ausente, se distinguía una bandada de gaviotas en vuelo lento y parsimonioso. Algún graznido podía percibirse desde el cuadrante donde realizaban el movimiento migratorio.

      “Ésta es una buena señal”, se dijo esperanzado.

      Las gaviotas confirmaban presencia marina más allá de una playa extendida a los cuatro vientos. Y la mar, como todos los poetas lo saben, representa el símbolo más preciado de la libertad…

      6

      Enero de 1965. Santa Elisa, un barrio cerrado de San Andrés.

      Las fiestas en la mansión del ministro eran buenas excusas para dejar momentáneamente en el olvido las dificultades políticas y económicas por las que pasaba Costa Paraíso.

      El doctor Amílcar Bravo pertenecía al seno de una familia acomodada en las épocas de la presidencia de don Hilario Fonseca. Su padre había sido Director del Banco Central y gozaba de prestigio entre los principales circuitos económicos del mundo occidental y cristiano. Desde temprana edad comenzó a pasar temporadas anuales en Boston, donde su progenitor contaba con una propiedad cercana a la prestigiosa casa de altos estudios. Allí obtendría su Maestría en Economía. Harvard se convirtió en su segundo hogar. Entonces, nacieron los principales vínculos que a la postre le permitirían operar financieramente desde su Ministerio de Hacienda.

      Haber pertenecido a la élite de los amigos del poder en los tiempos de Fonseca no constituyó en escollo insalvable para la familia Bravo. Es más, hubo muchos de los beneficiados del anterior régimen que astutamente tomaron contacto con el general Fulgencio meses antes de que descendiera de las selvas aledañas para hacerse cargo de San Andrés en nombre del pueblo soberano. Eran esos mismos personajes que mantendrían sus situaciones de privilegio ofreciendo contactos y manipulaciones económicas, necesarios para el gobierno revolucionario. Las presiones internacionales en dirección de una salida democrática mantenían aislada la precaria economía del país caribeño.

      La familia Bravo sobrevivió a la revolución sangrienta de la Fuerza Gregoriana y en los tiempos actuales se encontraba bien posicionada. El propio don Atilio Fulgencio solía visitar la mansión ubicada en el Barrio de Santa Elisa. En la exclusiva vecindad había pasado don Pablo Gutiérrez su niñez y juventud antes de convertirse en el enemigo intelectual del régimen.

      Era sabido que el general se sentía atraído por doña Carlota Bravo, la mujer de su ministro. Algunos afirmaban que el viejo zorro ya la había hecho su amante. Esta situación resultaba apetecible para el propio don Amílcar. La impronta lo posicionaba en las altas cumbres dentro de las preferencias de Fulgencio. Sin embargo, el general se mostraba recatado con la frecuencia de sus visitas a la quinta de la familia Bravo. No le gustaba mostrar públicamente el lado flaco de su personalidad, por otra parte tan conocido y comentado en privado por los allegados. Las mujeres bonitas lo perdían y doña Carlota era una mujer de belleza irresistible.

      Las reuniones festivas se realizaban una vez al mes en Santa Elisa. La gala dispuesta por los organizadores resultaba rigurosa y a la vez formidable. Todos acudían vistiendo atuendos antiguos, muñidos de largas pelucas victorianas y


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