Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel
un guerrero, un implacable cazador de dragones y liberador de princesas oprimidas.
Sin embargo, extrañaba su figura caminando por el living con el garbo que lo distinguía. Solía lucir el uniforme militar hasta el momento de la cena. Siempre pensé que lo hacía para impresionarnos, buscando el respeto que todo guerrero necesita en el hogar antes de enfrentarse a los gigantes que acechan los senderos del mundo. Su paso era lento, mas no denotaba inseguridad alguna, más bien invocaba la cadencia tranquila de los vencedores. Aquéllos que han adaptado el andar a la grandeza de sus pensamientos, quienes se sienten bien consigo mismos, halcones que a su paso cauterizan las heridas abiertas en la tierra producidas por los soñadores de siempre. Halcones de mirada escudriñadora. Halcones dispuestos a dar caza a las palomas.
Su nombre era Roberto. Pero, a veces, cuando lo asistían extraños excesos de reminiscencias, confesaba que a su madre le gustaba llamarlo Leonardo. Tal era el nombre de un bisabuelo materno. Padre detestaba ese acto fallido. Persona orgullosa de su verdadero nombre, como buen servidor de las filas castrenses gregorianas, no aceptaba apodo alguno por más cariño que contemplara en su origen.
El uniforme le quedaba bien. El esmero de madre en cuidar cada detalle resultaba obsesivo, no se le perdía accidente en la tela sin necesidad de reparo: el alineo de su caída; la superficie de la chaqueta poblada de medallas en el flanco izquierdo del pecho; el color oscuro de la tela almidonada haciendo juego con el correaje lustroso, siempre lustroso, jamás ajado, rodeando su cuerpo robusto cual si fuera el límite perceptible de un espacio viril reservado para sí mismo.
Las botas llamaban mi atención. Relucientes, altas, cubrían la parte inferior de las piernas hasta la altura de la rodilla. En ellas concentraba madre su atención con referencia al cuidado de esa magna presencia. En mi pantalla mental la veía ataviada con su camisón, ése que destacaba un cuerpo joven y bien formado durante las mañanas, cuando dedicaba un par de horas a preparar el uniforme alternativo de padre. El halcón, como todos los oficiales de rango, solía contar con dos trajes castrenses. El segundo era una réplica perfecta del primero, colgado en el placar a la espera del recambio.
Ella preparaba los enseres cuidadosamente: pomada de origen alemán; algodón de finas hebras; agua destilada y tibia, principalmente en la temporada de invierno; alcohol militar que traía a casa el asistente de padre, un muchacho uniformado de aspecto serio y mirada esquiva. En sus ojos podía leerse la angustia provocada por su incursión en nuestro hogar. Ramiro era su nombre. Solía mirarme con gesto suplicante cual si buscara refugio ante la intromisión de su presencia.
Ella separaba los líquidos en pequeños recipientes metálicos y de forma cilíndrica.
Primero utilizaba un paño limpio, extremadamente limpio. Acariciaba el cuero acerado de las botas con la delicadeza de una geisha en plena tarea, limpiando “en seco” los residuos de polvo que hubieran quedado adheridos a la superficie. Como todas las faenas preliminares, resultaba la más importante en aquella liturgia.
Luego reemplazaba el paño por otro limpio. Sus manos realizaban movimientos eficientes, lentos, similares al tránsito de padre por el living vestido con su impecable ropaje, en tanto las medallas permanecían imperturbables en el pecho. Ella mojaba la tela en agua tibia y procedía a realizar la segunda caricia del cuero, cuya superficie comenzaba a mostrarse preservada del medio ambiente, brillando de acuerdo a su propia naturaleza.
Después cambiaba de recipiente y repetía la maniobra utilizando el alcohol militar, líquido de extrema volatilidad. Cada centímetro de la bota recibía la asepsia previa a esa cobertura protectora cuya acción estaba asegurada por las próximas veinticuatro horas.
Finalmente, la geisha completaba el ritual untando suavemente la pomada alemana sobre la superficie previamente preparada para su destino de grandeza y dejaba las botas en reposo durante veinte minutos en un altar del living acondicionado para tales fines.
Recuerdo contemplarlas a distancia prudencial, allí, en su pedestal, inalcanzables para mis brazos de infante. Era la oportunidad de reverenciarlas como reliquias en exposición pertenecientes al mundo maravilloso de padre.
Entonces, madre aprovechaba el tiempo para darse un baño breve. Me gustaba verla emergiendo de su habitación cubierta con uno de esos vestidos de una sola pieza, ceñido al cuerpo. Su larga cabellera oscura caía como cascada sobre los hombros. La sonrisa siempre disponible a flor de labios, la misma con la que recibía a su hombre por la tarde, intentando aflojar las tensiones que seguramente había absorbido en el día de trabajo.
Con el cuidado de preservar su propio alineo, ella retornaba al altar para concluir el procedimiento. Asiendo con delicadeza el cepillo preparado para tales fines, lustraba las botas con la paciencia de quien posee el arte de la alfarería. Concluida la maniobra las dejaba ocultas en el piso del placar, a la espera del recambio de indumentaria que padre realizaba todos los días.
Después del almuerzo que compartíamos en el jardín de invierno, ella realizaba el segundo ritual. La chaqueta y el pantalón de su hombre esperaban en el amplio lavadero de nuestra mansión. El aseo de la vivienda pertenecía a otro orden de cosas. La naturaleza de madre, alejada de las tareas domésticas debido a la liturgia personal emprendida en las cuestiones de su dueño, era de origen pagano. La servidumbre se encargaba del resto. Madre guardaba su arte ancestral para atender al hombre de casa.
De vez en cuando los paisajes de mi niñez acuden al llamado del presente. Después de todo, en esta celda donde se pudre mi cuerpo los recuerdos lejanos representan mi única posesión. Lo veo allí, como una sombra silenciosa, cumpliendo el ritual de aquellas tardes, caminando lentamente por el living, parsimonioso, seguro de sí mismo, presto a relatarme las historias de guerreros y dragones.
Padre era buena persona…
3
Madre era mala persona.
Fui descubriendo la naturaleza de esa telaraña que gustaba tejer a su alrededor en la medida que mi niñez se transformaba en adolescencia.
Al principio observaba su cuerpo radiante desplazándose por el living de nuestra mansión, lo hacía con la curiosidad de un infante a quien le agradan los paisajes bellos. Ella se veía hermosa, vestida con las túnicas de una sola pieza donde la desnudez de su cuerpo podía inferirse a partir de aquellas posturas que asumía de manera natural. Me gustaba mirarla clandestinamente, oculto tras el marco de alguna puerta. Podía pasar horas contemplando la redondez de sus senos insinuados por la delgada tela que los cubría sin mayor éxito. Era la parte de su cuerpo que más llamaba mi atención. También me subyugaba su cabello largo, rizado y mojado a causa del baño reciente. Impregnaba los ambientes con un delicioso perfume que poco a poco iba dominando el clima de la mansión. Siempre pensé que ese aroma formaba parte de la telaraña subyugante que madre extendía a su alrededor, evidentemente con la intensión de cazar a sus presas.
Madre, y me ha costado bastante tiempo arribar a esta conclusión, era una predadora innata. Gustaba de atraer a sus presas con el magnetismo de una viuda negra para sostenerlas durante un tiempo entre las hebras pegajosas de su telaraña y jugar con ellas a sus juegos sensuales.
Las visitas de tío Jorge resultaban frecuentes. Era el único hermano de padre. A pesar de vestir atuendos civiles, en mis primeros años caí en la cuenta de que pertenecía a la casta militar gobernante. El corte de sus cabellos, los bigotes angostos y germanos, la frialdad de aquellos ojos prestos siempre a posarse sobre las personas y observarlas cual si fueran potenciales víctimas, lo hacían diferente al resto de las “palomas” que asistían a las reuniones sociales que padre ofrecía una vez al mes en la mansión.
El tío solía llegar a casa a las dos de la tarde, en sincronía con la culminación del baño que madre tomaba, como si se hubieran puesto de acuerdo siguiendo un protocolo castrense. Padre en esas horas se encontraba en el cuartel, atendiendo sus importantes funciones logísticas que permitían la continuidad en el gobierno del general Atilio Fulgencio.
—Ese hombre es el liberador de la patria. Costa Paraíso le debe mucho —solía decir durante la cena—. Pero tiene enemigos. Aquéllos que no desean ver a nuestra nación desarrollada en plenitud, con orden interno y una economía