Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel
volvía sobre mis pasos dispuesto a subir los escalones que me conducían a mis aposentos. El libro de lord Byron esperaba paciente sobre el lecho, una cama estilo gótico de dos plazas. Retomaba la lectura desde la página donde la había dejado.
A pesar de la altura indudable de aquella prosa inspirada en uno de los autores más exquisitos de la historia de la poesía, rechazaba el ornamento pincelado en esas formas naturistas que encerraban sentimientos victorianos de amores prohibidos.
Cuando estaba a punto de abandonar la lectura escuché los pasos retumbando afuera. Dejé el vaso de leche malteada sobre la mesita de luz y me dispuse a aguzar los sentidos.
Madre y tío Jorge avanzaban por el pasillo del primer piso conversando y riendo animadamente. Los imaginaba tomados del brazo, mirándose con la intensidad de los momentos previos a un acontecimiento predestinado. Pasaron por la puerta de mi cuarto sin advertir mi postura vigilante. Luego, detuvieron su marcha. Las voces dejaron de escucharse.
Cerré los ojos intentando conectarme con la situación, pared de por medio. A veces solía realizar esas prácticas esotéricas con algún éxito. Todo poeta viene a este mundo muñido de algún poder psíquico que le permite sobrevivir a su implacable contaminación. No resulta posible construir metáforas en los territorios subliminales que rodean a la densidad molecular sin estos prodigios del espíritu.
Los vi vagamente abrazados en la soledad del largo pasillo. Jorge acariciaba sus partes íntimas con gran impunidad. Besaba ardientemente aquel cuello tan preciado. Podía escuchar el chasquido de sus labios al tomar contacto con la piel tersa, suave, blanca y perfumada. El deseo gobernaba los movimientos. Clorinda respondía a los embates de su cuñado en silente postura, la de quien entrega el comando de la situación al otro esperando los resultados de sus ataques lascivos. Los labios de madre permanecían entreabiertos, manifestando dificultad al respirar. El color de su rostro intensificaba el rubor instalado con los primeros aprontes. Había apoyado la espalda contra la gruesa puerta de su cuarto. El siseo apagado del roce de su túnica contra la madera rompía la monotonía en el pasillo.
Jacinto y el resto de los sirvientes se encontraban en la parte trasera de la mansión. Realizaban actividades de rutina en las dependencias de servicio, ajenos a esos embates prohibidos. O tal vez, pendientes de ellos a la distancia.
Apreté los párpados con violencia. La proyección telepática parecía disolverse en el espacio virtual donde latía suavemente. Una energía de encendida potencia subía desde el plexo solar atravesando mi torso. En esos momentos los odiaba a ambos. El libro de Byron permanecía volcado hacia abajo perdido entre las sábanas. Sus palabras estaban amordazadas por el contacto con la tela húmeda.
La imagen se diluyó en la negrura de la nada. Abrí los ojos, recomponiendo el ciclo respiratorio. Silencio. Uno, dos, tres segundos. Luego, el sonido de las bisagras de la puerta maciza abriéndose. Otros tres segundos. Finalmente, el portazo estridente. Salté de la cama con la ansiedad de quien se siente traicionado. Ésa era la emoción que me embargaba, una mezcla de artera traición, promiscuidad, celos instalados en la zona oscura del corazón.
De pie ante la pared que separaba mis aposentos de los de Clorinda, presioné el oído sobre el revoque frío. Los sonidos apagados provenientes del cuarto vecino, a su vez nítidos merced al silencio de fondo, no tardaron en inundar mi percepción. Ahora no necesitaba la visión telepática. Un poeta también puede ver a partir de los sonidos del entorno.
Como ya he dicho, madre era mala persona…
4
Enero de 2005. Zona selvática y montañosa circundante a San Andrés, capital de Costa Paraíso.
Alfonso Valladares encendió el habano que llevaba en el bolsillo durante su duro periplo por la selva. Como todas las noches, lo hizo subrepticiamente. A sus cincuenta y cinco años de edad todavía mantenía los vicios de la juventud, cuando vivía en las tierras del norte. La caña y el tabaco de Santo Tomás lo acompañaban todo el tiempo.
La Patrona, o “La Patro” como todos los revolucionarios la apodaban cariñosamente, cuyo verdadero nombre era Juana Giménez, les tenía prohibido fumar en el transcurso de las guardias nocturnas. El enemigo podía encontrarse rondando el campamento. Las patrullas del coronel Mauricio Cabral eran famosas por sus desplazamientos silenciosos. A veces utilizaban perros adiestrados para realizar las pesquisas con gran eficacia. Aquellos animales tenían la suficiente ferocidad como para entrar en combate y despedazar al guerrillero mejor preparado. Alfonso conocía historias terroríficas al respecto. Algunas de ellas eran ciertas. También sabía que el gobierno, como suele suceder con aquéllos que intentan detentar el poder por toda la eternidad, utilizaba sus órganos de propaganda para difundir relatos horrendos.
El propósito de infundir miedo entre las tropas de los insurrectos era parte de la agenda cotidiana. Ellos llevaban más de treinta años combatiendo al régimen y haciéndose fuertes en la espesa selva que rodeaba la ciudad de San Andrés, capital del país gobernado desde hacía medio siglo por el general Atilio Fulgencio y su séquito de aplaudidores.
Cubriendo el extremo encendido del cigarro con la mano derecha y demostrando gran habilidad en la maniobra, Alfonso aspiró una buena bocanada de humo. Con gran placer lo exhaló, sintiendo el perfume del tabaco cultivado en Santo Tomás. Allí los campos eran trabajados por campesinos de piel oscura y miradas impotentes. Recibían los beneficios pagados por el gobierno, insípidos, como es costumbre en la trata de esclavos.
Conocía bien esa zona. Él mismo provenía de las tierras del norte. Su padre había sido uno de los obreros de la siembra y cosecha de tabaco, prácticamente la única producción que sostenía a duras penas a un país donde el hambre y la indigencia sometían al ochenta por ciento de la población.
La historia de Alfonso era la misma que la de muchos de los insurrectos alzados en armas. Estaban esparcidos de manera deshilachada en el territorio periférico de San Andrés, una de las tres ciudades civilizadas del país, la más populosa, la capital, donde sus habitantes aún podían comer una vez al día.
Las otras dos ciudades eran Santo Tomás, al norte, en donde Alfonso había nacido, y Santa Clara, pequeño poblado ubicado al sur. Allí, el presidente don Atilio Fulgencio contaba con cinco mil hectáreas de buena tierra que había sido expropiada a los hacendados ingleses, acólitos del régimen anterior.
Alfonso realizaba su guardia tendido sobre la hierba. En esa zona se mostraba débil y tierna debido a la abundancia de casuarinas añosas. Ellas no permitían el crecimiento de las malezas salvajes. Contempló el firmamento salpicado de estrellas en una de las famosas noches estivales de San Andrés. De pequeño había escuchado los relatos referidos a esos cielos, próximos a la zona costera. Abundaban en los barrios carenciados de Santo Tomás, donde el mar sólo se conocía por las historias de los forasteros.
El proyecto de vida de todo campesino joven contemplaba la marcha hacia el sur, poniendo rumbo a la capital del país. Intentaban poseer la supuesta abundancia ofrecida por una ciudad que representaba la meca para todo habitante del interior.
La niñez de Alfonso fue difícil como la de cualquier otro muchacho de las clases carenciadas. Historia repetida en un país condenado a permanecer en el subsuelo cultural de un mundo en pugna por los recursos energéticos. Su madre falleció de disentería cuando él tenía tres años de edad y fue criado por una tía adolescente. Ella supo convertirse en la nueva mujer de su padre. Era costumbre entre la gente del pueblo, por ello abundaban las cuñadas solteras a la espera de su oportunidad.
Acostumbrado a trabajar desde temprana edad en los sembradíos tabacaleros, Alfonso fue absorbiendo la rebeldía típica de las clases explotadas. En los años de niñez pudo percibir el espíritu revolucionario soplando entre sus mayores.
Los destinos de Costa Paraíso estaban conducidos entonces por el Partido Blanco que sostenía su continuidad mediante un juego democrático perverso. El voto de la gente se había transformado en la principal mercancía dentro del comercio político. El presidente de turno, doctor Hilario Fonseca, mantenía relaciones carnales con los poderes occidentales. Ello le permitía gozar de cierta impunidad en sus acciones y la perpetuidad