Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel
tanto concluía la frase, señalaba con su dedo el retrato de un halcón de mirada ceñuda, vestido de militar y expresión adusta, que parecía vigilarnos a toda hora desde una de las paredes del comedor. Aquella foto poseía una historia de larga data. La recordaba siempre allí, mirándonos en todo momento. Resultaba ineludible sentirse culpable de algo ante esos ojos. Cualquiera fuera la falta, la necesidad de cumplir con un castigo se volvía imperiosa. Tenía más poder sobre el espíritu de las personas que el otro retrato ubicado a un par de metros: la imagen del papa vigente en esos tiempos.
Padre no era persona practicante, a pesar de ser la religión uno de los principales poderes en Costa Paraíso. Tampoco madre, por supuesto, pero en mi niñez fui descubriendo que el catolicismo resultaba un factor importante en la vida social de aquel país ordenado y patrullado a toda hora.
Desde la ventana de mi cuarto, ubicado en el primer piso de la mansión, observaba la llegada de tío Jorge. Lo hacía en un vehículo de gran porte, color verde oscuro, seguido por otro de las mismas características. Los vidrios polarizados impedían ver su interior. Cuando las puertas se abrían me las ingeniaba para echar una rápida mirada dentro de la cabina. Solían acompañarlo tres personas, todas estaban vestidas de civil, con los cabellos extremadamente cortos y bultos ostensibles debajo de sus brazos. En cierta ocasión uno de ellos extendió la mano en dirección a la esquina y el arma quedó en evidencia pendiendo de la sobaquera. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. A partir de ese día comencé a mirar al tío con otros ojos.
El segundo vehículo solía estacionarse detrás del primero. Entonces bajaba un hombre de gran altura, fornido y de cabello también rapado. Me llamaba la atención que vistiera uniforme de policía. No estaba acostumbrando a verlos merodeando por casa. Le decía algo al tío y luego regresaba al automóvil. Aquellas personas mostraban un gran respeto por Jorge, obedecían sus instrucciones de inmediato y permanecían apostadas en el frente de la propiedad durante el tiempo que duraba su visita.
Uno de los policías, junto a otro hombre de civil, se paraba fuera de los automóviles cumpliendo funciones de vigilancia. Ambos portaban equipos de radio que solían producir descargas estáticas interrumpiendo el silencio del barrio.
La mansión estaba ubicada en la zona urbana privilegiada de San Andrés, militarizada desde hacía diez años. Todas las propiedades resultaban parecidas, casas de dos o tres pisos con trescientos metros cuadrados de superficie, rodeándolas jardines de una hectárea y abundante personal abocados a las tareas de mantenimiento.
Previo a la revolución que impusiera el gobierno popular en Costa Paraíso, las mansiones habían pertenecido a empresarios denunciados por corrupción o a personal diplomático caído en desgracia por los acontecimientos políticos. Las viviendas fueron confiscadas por el estado y entregadas para su cuidado a los funcionarios pertenecientes al régimen, tanto civiles como militares.
Florencia, mi entrañable amiga de la infancia, era la hija del ministro de hacienda del general Fulgencio, don Amílcar Bravo. El hombre había estudiado en Harvard y contaba con lazos americanos estrechos e importantes. El embajador del país del norte solía visitarlo de vez en cuando y organizaban tertulias con padre. Florencia y yo aprovechábamos esos encuentros para jugar en los jardines, lejos de las conversaciones aburridas. Pero ésa es otra historia.
Tío ingresaba en nuestra propiedad cual si fuera su dueño. Los guardias de seguridad, apostados en el portón de ingreso, lo reconocían de inmediato. También lo hacía el resto del personal militar que deambulaba por ahí con aspecto de personas aburridas.
Atravesaba con paso firme el sendero de piedras que comunicaba la entrada con la casa y saludaba demagógicamente a todos. Se lo veía contento. Inquieto, también. Ingresaba en la vivienda y tomaba asiento en uno de los mullidos sillones del living.
Jacinto, el sirviente interno de la mansión, no se hacía esperar con su servicio. De alta estatura, garbo parsimonioso y elegante, cabellos castaños de fuerte presencia debido a una tintura persistente, el hombre tenía la nobleza de las cortes antiguas, ajenas al ambiente castrense que nos rodeaba.
Mi relación con Jacinto era buena, pero a la vez distante. Fiel a la postura de los empleados domésticos de antaño, solía mantener el rostro adusto y una lenta sincronización en los movimientos.
Cuando yo era pequeño sufría con frecuencia de estreñimiento, circunstancia que hasta el día de la fecha me persigue en esta celda que mis captores me han destinado. La receta del médico de la familia resultaba infalible y a su vez ignominiosa: un par de enemas bien surtidos hasta que la sequía cediera sus territorios de perversión.
Madre resultaba persona incapaz de ejecutarlas dado su espíritu de pulcritud. Las geishas no son buenas impartiendo enemas. No quedaba otro soldado que el bueno de Jacinto para realizar tan odiosa tarea. Todavía lo veo en mi pantalla mental caminando por los pasillos con el garbo que lo caracterizaba en tanto transportaba la jarra con el líquido aceitoso, la manguera de goma y la cánula correspondiente. Me asomaba furtivamente a la puerta de mi cuarto para observar aquella figura que presagiaba la denigrante acción a punto de suceder. La voz de Jacinto, un tanto delicada para sus cincuenta años, se alzaba con total pulcritud:
—¡Señorito Pablo, prepárese! Ya llegó la hora de la merienda…
Pero volvamos a las visitas de tío Jorge a casa. Una vez instalado en el sillón del living y con la copa de coñac en la mano, el hombre cerraba los ojos para disfrutar de la música clásica a bajo volumen que madre gustaba de seleccionar. El equipo lo había adquirido padre en uno de sus viajes al extranjero.
Clorinda descendía por las escaleras que comunicaban la planta baja con el primer piso. Vestía una de sus túnicas de corte asiático. Su figura sensual se mostraba insinuante. Con amplia sonrisa parecía deslizarse por las baldosas anchas del living hasta ubicarse a escasa distancia de su cuñado.
—Ven, Pablo. Saluda a tu tío.
Yo la acompañaba en el periplo desde mis aposentos. Repetía siempre la misma ceremonia. Me mantenía parado en postura respetuosa a unos cinco metros de Jorge y esperaba dócilmente las instrucciones que no tardaban en hacerse oír.
—Abrázalo, tonto, que debe estar cansado de trabajar durante toda la mañana.
En esas épocas desconocía la naturaleza real de la profesión de mi tío. De haberlo sabido hubiera dado crédito a las palabras de madre en su verdadera dimensión. Torturar a las personas hasta convertirlas en un pedazo de carne sin vida, arrojar a la basura camisas embebidas en sangre al finalizar las jornadas y disponer sobre la vida y la muerte de los demás debe ser tarea agotadora.
—¡Muchacho, estás enorme! —eran siempre sus palabras. Me estrechaba con un abrazo poderoso, cortándome la respiración.
Luego me miraba con aquellos ojos gélidos y dominantes, como lo hace todo halcón en presencia de su presa.
—Lentamente vas pareciéndote al tipo de varón de la familia. Ése que hizo fuerte a Costa Paraíso. Seguramente vas a ser un buen estudiante en el liceo militar. ¡Un guerrero de don Atilio Fulgencio, el gran general del pueblo!
—Dale un beso al tío, Pablito. ¿No ves que espera tu saludo?
Obedeciéndole a madre entrecerraba los ojos y dirigía mis labios a esa piel curtida por años de soberbia y liderazgo. La cara de Jorge resultaba áspera y repulsiva.
—Muy bien, hijo, ahora puedes regresar a tus habitaciones. El tío y yo debemos conversar sobre asuntos de personas adultas. Ya le dije a Jacinto que te suba una leche malteada. Continúa con tu lectura del libro de Byron que padre ha mandado traer de Londres, en su lengua original, como lo pediste. Faltan quince días para el concurso nacional de poesía auspiciado por la Sociedad de Escritores y no querrás quedar en los últimos puestos…
Aquélla era la postura de madre cuando tomaba parte de mis tempranas incursiones en los territorios literarios. Presionaba a los auspiciantes hasta ubicarme en el podio de cuanto concurso circulaba en Costa Paraíso. Compraba jurados utilizando la poderosa red de sus influjos. Me encerraba en la biblioteca de la mansión durante horas, obligándome a leer poetas próceres o filosofías