Gaviotas a lo lejos. Abel Gustavo Maciel

Gaviotas a lo lejos - Abel Gustavo Maciel


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al prisionero y también a él mismo. Nunca dejaba cabos sueltos. Era su especialidad.

      La voz de Juanita se suavizó de repente. Ella conocía el tenor de las instrucciones impartidas a su protegido, pero no tenía otra salida más que realizar aquel movimiento. El Chato esperaba el recado. Era poderoso en su territorio y no podía fallarle.

      —Ahora vamos a mi carpa —dijo en tono conciliador—. Todavía faltan unas horas para el amanecer…

      Alfonso suspiró por lo bajo. Por lo menos, si ésa era la última misión que le tocaba cubrir, aquella noche disfrutaría el cuerpo deseado de Juanita. Sabía que, dadas las circunstancias, ella se mostraría solícita.

      12

      Enero de 1965, mansión de don Amílcar bravo en Santa Elisa.

      Pablo se sintió desbordado por la situación. El bosquecito ofrecía lugares reparadores para las parejas que incursionaban por sus dominios. A pesar de no ser posible la visión directa, dificultada por la espesura de la vegetación, los murmullos y suspiros reprimidos flotaban en el ambiente conformando una atmósfera libidinosa. Esta circunstancia excitaba los sentidos de los concurrentes.

      Florencia sonreía, divertida por la situación. Ambos estaban sentados sobre el colchón de hierba que se ofrecía como lecho natural a las parejas clandestinas que lo frecuentaban. Las estrellas brillaban en lo alto. Era una noche espléndida en San Andrés. A lo lejos se escuchaba la música y los murmullos apagados de los invitados a la fiesta. La sobremesa duraría hasta los primeros reflejos del alba.

      Florencia sostenía la botella de champagne que había sustraído minutos antes de una de las mesas. Bebió un trago con ademán masculino y luego le ofreció a su amigo de la infancia. Ella poseía gran resistencia etílica. Solía decir que la había heredado de su padre. Aquél era un detalle importante para su próxima estancia en París, donde la esperaban veladas dulces todas las noches. Francis Duclau le había hablado sobre el particular. Se trataba de un diplomático muy relacionado en las altas esferas sociales.

      —¿Qué te parece, querido? Jamás hubieras imaginado estar sentado aquí, en el bosquecito de los amantes. Y conmigo, para colmo de males.

      El muchacho tomó un trago breve del exquisito brebaje. Su tolerancia al alcohol era débil. Los amigos del círculo de escritores se burlaban de esa situación. Durante la adolescencia, en más de una ocasión debieron regresarlo a su casa en condiciones precarias. Por suerte, el bueno de Jacinto se encargaba de llevarlo a su cuarto. Lo desnudaba cuidadosamente, cubriéndolo luego con las cobijas.

      —Duerma, señorito Pablo —decía en voz baja, sabiendo que el joven no podía escucharlo—. Mañana volverá a escribir sus hermosos versos.

      —¿Qué hacemos aquí? —preguntó, balbuceando las palabras—. No recuerdo cómo llegamos…

      Florencia echó una risita. Ella también se mostraba alterada por el dulce brebaje. A poca distancia se escuchaban a través de la vegetación profundos suspiros y jadeos.

      —Hablemos mejor en voz baja —dijo ella—. Hay parejas a nuestro alrededor que están realizando su… “trabajito”…

      A pesar del mareo que sentía, Pablo se ruborizó con el comentario de su amiga. A los diecisiete años de edad la buena de Clorinda, que en paz descanse, se había encargado de mantenerlo virgen. Tampoco ayudaba su actitud timorata. Las relaciones que sus amigos pretendían tejerle con el sexo opuesto fracasaban merced a esa postura.

      —No sé por qué estamos aquí —dijo, devolviéndole la botella a su compañera—. Deberíamos volver a la fiesta. Nos estarán buscando.

      —¿Buscando?…

      La joven volvió a reír de buena gana. Echó otro trago sin miramientos. Un delgado hilo de líquido se resbaló por su barbilla. Pablo observó el detalle y volvió a sentirse avergonzado.

      —No seas tonto, querido. Aquellas personas están disfrutando con sus conversaciones y la buena música. A nadie se le ocurrirá pensar en nosotros.

      —¿Y… ese francés autoritario?

      —¿Quién?

      —El primo de tu padre… Ése que… te mira de manera especial…

      —¡Ah, Francis! Pobre Francis. Le gusto desde que era pequeña. La diferencia de edad lo cohíbe. ¡Cómo si eso fuera una traba en la relación entre un hombre y una mujer!…

      —No te entiendo. Hablas como si ese… francés… te gustara.

      —En realidad, no me disgusta.

      —Yo creía que… No sé… Después de todo, es el primo de tu padre.

      —De niña lo veía como una especie de noble caballero. Toda esa postura de hombre arrogante, seguro en cada uno de sus movimientos. Ese garbo superior al caminar…

      —Entonces, ya de pequeña te gustaba.

      —¡No seas ridículo, Pablito!… Una mujer, sin distinción de edad, siempre está mirando detalles en un hombre. Estoy hablando de esas cosas y no de meterme en su cama. De todas formas, no creo que algo tan liberal me repugne.

      El poeta no daba crédito a lo que escuchaba. Su amor platónico por aquella muchacha era puro e inocente desde que tenía uso de razón. Ella siempre le había parecido un tanto zafada, pero lo atribuía a una forma divertida de ver la vida. Ahora, habiendo bebido ambos de aquel brebaje embriagador, podía observar con mayor profundidad el alma de su amiga. Y el paisaje que contemplaba no era de su agrado.

      —Eso quiere decir que… no tendrías empacho en arrastrarte hasta su cama, a pesar de la diferencia de edad. Como si fueras una… ¡Prostituta!…

      A Florencia le divertía la situación. Provocarle celos al poeta era uno de sus deportes preferidos. Lo había sido desde la infancia, cuando se floreaba con el resto de los chicos del círculo íntimo simplemente para mirarle el rostro ruborizado y aquella expresión montada en cólera.

      —No estoy tan apurada, si eso es lo que te preocupa. Simplemente digo que las mujeres nos resguardamos el derecho de elegir al hombre con quien tener relaciones. Escucha a tu alrededor… Detrás de esos arbustos hay muchas damas que hicieron esa elección.

      —Pero… insisto. No sé qué hacemos nosotros aquí, en el bosquecito.

      —Bueno… Estamos bebiendo, ¿no es así?

      —Podríamos hacerlo en la fiesta, junto a los demás.

      —Vamos, amiguito mío, vamos… Ya no somos los niños de ayer. Tus versos comienzan a dar vuelta por toda Costa Paraíso y yo estoy planificando un largo viaje por Europa. Me parece que tenemos nuestro derecho al festejo.

      Pablo se encogió de hombros. Resultaba difícil imponer algún criterio frente a su amiga. El espíritu indómito y liberal de la muchacha no admitía opinión en contra de sus argumentos. De todas formas, ese detalle de su personalidad era uno de los atributos que más lo atraía. Estaba perdidamente enamorado de la joven. Sus poemas apuntaban hacia ella, pero no se atrevía a comunicárselo personalmente. Sin embargo, Florencia conocía los secretos de su corazón. Tenía la potestad de iluminar las zonas oscuras y observar con pormenorizada atención los dolorosos sentimientos de su amigo. No era ajena a los mismos ni tampoco le resultaban indiferentes.

      Tomó la mano de Pablo suavemente. Dejó la botella sobre la hierba, cuidando de no derramar el líquido.

      —No te sientas cohibido por estar aquí conmigo. Después de todo, nuestras almas son amigas. Desde pequeños… Desde siempre.

      La muchacha sabía que aquélla era la última oportunidad que tendrían en mucho tiempo, años tal vez, para disfrutar de una intimidad compartida. Ella tenía el don de la visión a futuro y a su vez gustaba jugar en su mente con las distintas posibilidades que el destino ofrece a los viajeros del tiempo. Pablo ocupaba un lugar importante en su vida. No era el centro de gravedad de su cinética


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