Mothersplaining. Rebeca Moreno
no se ha podido representar el acceso a lo público de otro modo que cómo se lo ha dado representado el patriarcado. El juego masculino supone el desprecio de las tareas históricamente feminizadas. De esto advirtió ya Virginia Woolf en Tres Guineas, si nos incorporamos al juego dejándolo como está no solo iremos a la cola, sino que perderemos una oportunidad histórica de «hallar la ley de otro juego». Lo decía en 1938 y daba una ventaja de cinco años. Así estamos, pensando que cuidar al propio bebé es algo inferior a un trabajo, que puede hacer cualquiera que tenga «formación» para ello, como si ser una madre o un padre careciese de cualidad, de valor. Me viene a la mente Roswitha Scholz: no solo no tiene valor, es una escisión del valor. Yo decidí quedarme en casa a cuidar de mi hija y mi hijo y había estado siempre en contra del salario doméstico por razones similares a las tuyas con los servicios de cuidado. Ahora estoy completamente a favor.
R.— Me interesa mucho lo que comentas sobre Virginia Woolf. Enseguida volvemos sobre eso, pero antes me gustaría detenerme en lo del salario doméstico. Aunque no lo he analizado en detalle me he posicionado más bien en contra por su posible efecto de refuerzo de la división sexual del trabajo: las mujeres en casa, aunque cobrando. Entiendo que, como dice Silvia Federici, la gratuidad del trabajo doméstico sustenta al capitalismo y que exigir su remuneración es poner en jaque al sistema, pero me parece que la solución pasa más por la corresponsabilidad que por un salario que petrifique la feminización de las tareas del hogar. Además, aunque entiendo la necesidad de desvincular el trabajo doméstico del amor, esta operación me cuesta más si hablamos de crianza. Veo ahí una diferencia que no suele establecerse. Yo no friego por amor pero sí cuido a mi hija por amor, y quiero que así siga siendo. Sobre maternidad, amor y romanticismo tengo más que decir pero de momento dime: ¿en qué términos defiendes tú el salario doméstico?
V.— Precisamente, yo pensaba eso mismo, que reforzaba la adscripción femenina a lo doméstico y por eso la división sexual del trabajo.
Hay una frase de Bourdieu que siempre me ronda, dice que a veces estrategias conservadoras pueden ser liberadoras y las liberadoras, conservadoras. En el caso de la supuesta liberación del cuidado de las criaturas, la estrategia aparentemente liberadora se torna neoliberal: nada más importante que el trabajo tal y como la sociedad patriarcal-capitalista lo entiende. Pero, acudiendo a Federici y Scholz, valorarlo exige no solo infravalorar el trabajo del cuidado y el trabajo doméstico (son dos no-trabajos diferentes pero relacionados, como luego argumentaré), sino hacer de ellos la escisión del valor, su negación dialéctica: no-valor. El trabajo de fuera es trabajo, el trabajo como tal, el pagado porque el de dentro no lo es.
Cuando decidí quedarme en casa para cuidar de mi hijo, me di cuenta de que el hecho de cuidarle pasaba también por cuidar a mi hija mayor y por extensión a mi pareja. Donde cuidar no solo es afectivo, es decir, dar amor en un sentido elevado e inmaterial, sino muy material y hasta grosero: dar de comer, comprar lo que es bueno, cocinarlo con cuidado, limpiar lo suficiente la casa, las cacas, etc. Si bien la corresponsabilidad es el ideal, lo cierto es que al quedarme yo en casa, debía asumir la mayor parte de esas tareas por pura supervivencia, trabajo que no existía como trabajo. Por otro lado, otras dos posibilidades socialmente aceptadas me quedaban cerca: por un lado, una familia cercana y paralela en situación, estaba funcionando con la madre y el padre trabajando fuera todo el día y la abuela materna, que siempre había ocupado ese lugar doméstico, en mí mismo lugar. Por otro lado, otra familia análoga, empleaba a alguien para cuidar y hacer las tareas de reproducción.
Por mucho que queramos separar teóricamente las tareas domésticas y cuidado, lo cierto es que están en lo material unidas, al menos para las mujeres. Curiosamente, no para los padres en muchos casos. Si una tiene que ser coherente no debe delegar los trabajos que carecen de valor patriarcal-capitalista a ninguna otra mujer, sino luchar por darles valor. Ese valor está por determinar. Y para hacerlo, además de exigir el reparto de tareas privadas y la conciliación pública, debe hacer algo por una misma y por todas las mujeres que no reciben nada, ni dinero ni reconocimiento, lo que significa negar su existencia social. Un modo posible de determinar ese valor es pedir un salario, no universal sino atado al no-trabajo de la casa. No uno capitalista porque eso lo hay y es bajo en todos los sentidos, sino estatal-capitalista. Mediante esta estrategia conservadora, el Estado se obliga a meterse hasta la cocina y pagar lo impagable (ese «impagable» es la verdadera trampa), que pasa a ser pagado, reconocido como un servicio estatal. Es una especie de funcionariado doméstico.
Lo que yo quiero es que el cuidado de mi hijo y de mi familia exista, y para eso, en la sociedad capitalista ha de remunerarse. Lo subversivo está en que esa existencia reconocida públicamente, consagrada por el Estado, emborrona la línea privado/público, valor/escisión del valor, dejando al descubierto el fundamento de la división sexista de trabajo.
Ahora queda hablar de la división del trabajo sexual. Con esto pasa lo contrario.
R.— ¿Sabes que estaba pensando? Que la propuesta de una renta básica universal es más conocida y tiene más aceptación (relativa) que la del salario doméstico. Nos parece mejor pagar a la gente a cambio de nada que pagar el trabajo de las mujeres. Este trabajo impagable, desde luego, no es.
Pero volviendo a la adscripción de las mujeres al ámbito reproductivo a través de medidas que remuneran su trabajo, pongamos el ejemplo concreto de la Ley de Dependencia (2006). Las ayudas económicas a personas cuidadoras (mujeres) han tenido el efecto perverso de mantener a las mujeres cuidando en el hogar a cambio de una remuneración insuficiente que provee la administración. En este caso no solo no se cuestiona la división sexual del trabajo, sino que se refuerza.
Entiendo la propuesta desde el punto de vista de dotar de valor a aquello que no lo tiene en el paradigma patriarcal-capitalista pero, si se trata de garantizar la existencia del cuidado de calidad para nuestras criaturas, ¿no sería mejor ampliar permisos de maternidad y paternidad? Aunque esto cubriría solo un período concreto tras el nacimiento, y pasado este, volveríamos al punto de partida. Otro tema, además, sería cómo plantear esos permisos para compatibilizar dos cuestiones que venimos tratando: por un lado, dotar de valor el cuidado para poder elegirlo en condiciones saludables; por otro, prever sus efectos perversos sobre la presencia pública de las mujeres.
Pero intentemos ir cerrando los asuntos que dejamos abiertos. Hablabas de la división sexual del trabajo.
V.— Hablaba de la división del trabajo sexual que es la otra cara de la división sexual del trabajo, pero centrémonos en la segunda. Dice Woolf que, en el interior del juego masculino, hablar de libertad equivale siempre a «pedir permiso». Los permisos parentales pueden ser útiles, pero solo aparentemente van en contra de la dominación masculina-capitalista como tal. Los permisos laborales para ser mamá refuerzan la concepción de que criar es un no-valor y en ese sentido la feminización del cuidado en su fundamento. Si no estás trabajando, no existe ese permiso, solo cobra sentido en el contexto del mercado de trabajo capitalista: «cuida un rato que ya volverás» o «como cuides mucho, no volverás». El miedo a desaparecer socialmente nos lleva a dejar de lado el cuidado en muchos casos. ¿No es eso una manipulación perversa del deseo de libertad de las mujeres? ¿Qué hay ahí de libertad propiamente hablando? Y si no es libertad, sino «pedir permiso» como eternas menores de edad que no sabemos decidir lo mejor para nosotras y nuestras criaturas, amedrantadas por el patriarcado neoliberal: ¿en qué sentido puede ir en contra de la dominación y por eso de aquellos efectos perversos sobre las mujeres? ¿Qué puede haber más perverso que entregar la voluntad y el deseo de amar y cuidar al gran monstruo capital-masculino?
Hay que repensar por entero qué es cuidar y cómo hacerlo en la práctica situada. Dice Woolf que «haciendo experimentos, no solo críticos sino creativos». Porque no podemos seguir pidiendo permiso.
R.— ¿Y no debemos problematizar también el deseo de amar y cuidar? Yo misma decía antes que me ha sorprendido mi deseo de cuidar. Convertirme en madre ha cambiado lo que yo pensaba acerca de la maternidad, porque ha incluido una dimensión emocional con la que no contaba. De alguna forma, y tomo aquí como referencia a Beatriz Gimeno, me he enamorado de mi bebé. Recuerdo que hace muchos años mi madre me dijo que ella se había realizado al ser madre. Lo que en su momento me pareció una afirmación patriarcal (qué atrevida es la juventud) hoy cobra un cariz