Mothersplaining. Rebeca Moreno

Mothersplaining - Rebeca Moreno


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que las madres estén obligadas a hacer esta afirmación.

      Dicho esto, retomo el planteamiento de Gimeno que más o menos podría resumirse como ahora haré. En su análisis habla del amor maternofilial como el nuevo amor romántico. Hay una generación de mujeres, dice, que han logrado (más o menos) diseccionar el amor romántico y, con ello, cuestionar las relaciones afectivas que merman la libertad de las mujeres. Sin embargo, un nuevo dispositivo romántico se ha activado: ya no se trata de entregarnos a nuestros hombres, ahora nos entregamos a nuestros bebés. El efecto, sostiene, es anular la presencia pública y política de las mujeres. Mientras cuidamos a nuestros bebés, ahora ya no por mandato sino por elección, ellos (los hombres) gobiernan. Esa elección, en realidad, estaría atravesada por la socialización patriarcal. Nuestro deseo de cuidar sería, en cierta medida, efecto del patriarcado, una nueva «mística de la feminidad» que podríamos bautizar como «mística de la maternidad».

      Llegada a este punto he de reconocer que hay una contradicción que no sé superar. De un lado me parece que la operación de desmitificar la maternidad es necesaria. Como dice Gimeno, aunque sea por pluralidad visibilizar discursos y vivencias «antimaternales» es positivo. Creo, además, que contribuye a desnormativizar la maternidad y abre espacio para que, aquellas que decidimos ser madres, podamos vivir la experiencia de forma más libre y con menos culpa ante los aspectos negativos (¡ay, la culpa!). Pero, por otro lado, a veces tengo la sensación de que la crítica a la maternidad desde el feminismo se hace desde unos parámetros que la sitúan, como tú dices, en el no-valor. A ver si puedo explicarme mejor con un ejemplo.

      Cuando estaba embarazada no quería leer nada sobre embarazo o maternidad porque tenía la sensación de que condicionaba para mal la experiencia que yo estaba viviendo. Dejé de seguir algunos perfiles feministas en Facebook, porque la visión que me ofrecían ensombrecía por completo lo que yo estaba sintiendo. Recuerdo en concreto una imagen que decía: «El embarazo duele. El parto duele. La lactancia duele. La crianza duele. Dejen de romantizar la maternidad». Aquello me pareció el colmo. Todas esas cosas duelen…¡O no! En mi experiencia concreta, no han dolido (a excepción del parto). En la de otras mujeres, sí. Otro día leí también en Facebook un texto sobre el posparto como un momento inevitablemente horrible y doloroso. Lo que provocó en mí fue miedo, estaba asustada. Luego resultó que, para mí, el posparto fue una experiencia casi extasiante (¡Menudo subidón de amor!). Quiero ser cuidadosa aquí, porque quiero respetar a las mujeres que han tenido y tienen malas experiencias. Y también porque no descarto estar «cegada de amor», sin olvidar además que yo llevo muy poco tiempo en esto de la crianza y seguramente aún me falten muchas cosas por vivir. Pero, en general, tengo a veces la sensación de que el feminismo ha regalado nuestra capacidad de gestar, parir y criar al enemigo, pintándolo como una especie de condena inexorablemente dolorosa.

      V.— El análisis de Gimeno me resulta muy basto: si todo es amor romántico, nada es amor romántico. Toma una noción ya suficientemente denostada para calificar un fenómeno que no se molesta en investigar por sí mismo. Esta actitud solo cobra sentido para mí desde el ocultamiento de la singularidad maternal, por motivos que merecería la pena discutir con la autora.

      Recuerdo una compañera de promoción a la que me encontré hace un tiempo y cuando le conté que tenía una hija y un hijo, me comentó en tono algo desdeñoso: «¡Ahhh! Has tenido la experiencia». Para mí la maternidad no ha sido una experiencia, ni siquiera la experiencia, sino una profunda transformación e intensificación de la misma.

      Si el hecho de ser madre nos condena al ámbito privado, eso no tiene que ver con el hecho mismo de la maternidad sino con el juego social en su conjunto, pensado para la individualidad masculina y capitalista que campa a sus anchas, sin obstáculos, sin apegos que frenen la producción de virilidad y capital, de capital viril, en definitiva. La contradicción está en ser feminista y al mismo tiempo querer ser uno de los muchachos. La mística puede ser también la de la virilidad (pienso en Preciado, como epítome de eso). La propia distinción privado/público ha de ser cuestionada. Si nos quedamos en la superficie acabaremos reprochándonos a nosotras mismas «enamorarnos de nuestro bebé» y solo lograremos cambiar la felicidad de amarlo por la satisfacción de parecernos un poco más al testo yonqui material y simbólico. Craso error, diría Woolf.

      No dudo que haya experiencias malas con la maternidad, como con todo lo demás, pero convertir esas experiencias en la piedra de toque de la maternidad es como convertir la violación en la de la experiencia sexual.

      Bourdieu, al final de La dominación masculina, dice que el amor es la suspensión de la dominación. Sin duda hay que problematizar sin descanso, también el amor, pero hacer del amor el problema, la causa de nuestro estado dominado, no es sino un modo de inversión de las causas y los efectos. No estamos dominadas porque amamos, sino que cuando amamos, sabemos, que al menos en esa locura (diría Sócrates), no estamos dominadas. La culpa no es de amar sino de haber sido entrenado socialmente para no hacerlo.

      Así las cosas, lo que hay que hacerse mirar es el afán patriarcal y neoliberal del desapego individualista, que busca aislarnos, hacernos competitivas y alejarnos a unas de otras. El amor a mi bebé no es una debilidad, eso solo tiene sentido cuando una está sometida a la violencia simbólica de no poder imaginarse la maternidad de otro modo que como la representa el patriarcado: una especie de dolencia pasiva y limitadora (suena al viejo Aristóteles y su profunda misoginia). Ese es el verdadero enemigo. Nunca me he sentido tan poderosa que de madre. Un poder que relativiza las relaciones sociales de poder y dominación y me hace capaz de todo. No hay necesidad de ser mamá, pero todavía menos, como está el mundo, de no serlo.

      R.— Pero no es que haya «malas experiencias» con la maternidad, es que es una vivencia bastante común que la maternidad sea diferente a como la imaginabas. Tengo amigas que han sido madres por deseo intenso y decisión clara, y al nacer el bebé se han sentido desbordadas, agotadas e infelices a causa de la cantidad de cambios que estaban viviendo, algunas lo definían como pérdidas. No creo que sean experiencias anecdóticas, sino bastante generalizadas; y no tienen que ver con una representación patriarcal de la maternidad en los términos que señalas, sino con la vivencia de una transformación radical. Cuando la periodista Samanta Villar sale en prensa diciendo que ser madre es perder calidad de vida todas sabemos a qué se refiere (y le llueven críticas por ser una madre «desnaturalizada»). Habría que ver, claro está, a qué llamamos «calidad de vida», pero es cierto que con la maternidad dejas de ser una individua dueña de su tiempo. Está claro que, como dices, la maternidad se inserta en un determinado juego social. En otras condiciones quizás la vivencia sería distinta.

      Yo no volvería a mi vida anterior a la maternidad, y cuando me preguntan si la echo de menos se me hace extraña la respuesta. Es como si aquella que tenía toda la tarde libre por delante fuera otra. Prefiero mil veces la felicidad cansada de ahora que la despreocupación de antes. Pero también creo que a todas nos iría mejor si la imagen de la maternidad que se reproduce en nuestra sociedad fuera más realista. Quizás con expectativas más ajustadas a la realidad la crianza sería más placentera después.

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