Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul
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© Vivian Idreos Ellul
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ISBN: 978-84-18186-86-8
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En memoria de mi madre y abuela
y de todas las mujeres que lucharon
en aquellas difíciles circunstancias.
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MIS AGRADECIMIENTOS A:
Eva Latorre por la cuidadosa revisión del texto de este libro,
Rosa Ait Said por sus correcciones,
Pablo Rojas por la inspiradora portada, y
Francisco Parra Luna, mi marido, que no ha dejado de animarme.
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Nunca podré olvidar el principio del otoño de 1996 cuando mi avión aterrizó en Nairobi. Iba a prestar mis servicios de intérprete en una conferencia que se desarrollaría en la Escuela Nacional de Ingenieros de Telecomunicaciones, situada al lado de la reserva natural de Nairobi, y todo hacía pensar que sería una experiencia apasionante e imprevisible, como así fue. África siempre hechiza y sorprende, a pesar de sus trágicas contradicciones.
El campus de la Escuela era ya una especie de antesala de la selva por donde pululaban algunos animales propios del lugar. Los monos ya se habían apoderado de sus árboles y los jabalíes verrugosos se paseaban a sus anchas devorando el césped recién plantado con motivo de la conferencia, a punto de ser inaugurada por el Ministro de Telecomunicaciones de Kenia.
Como preludio, las autoridades ofrecieron un espectáculo de música y bailes típicos. A pesar de la presencia del ministro, hubo un corte de electricidad justo en el momento de la inauguración. La situación parecía ser de lo más normal. Nos explicaron que estos cortes intermitentes eran muy habituales. Todo se quedaba bruscamente parado. No había posibilidad alguna de afeitarse, calentar agua, cocinar, utilizar la radio o la televisión, telefonear y todavía menos de conectarse a Internet. Una sensación de aislamiento e impotencia se apodera del extranjero recién llegado y acostumbrado a todas estas comodidades que considera básicas.
Lógicamente, los intérpretes nos encontramos de buenas a primeras sin nada que hacer. Como siempre, yo había recorrido la lista de participantes y, ¡qué interesante!, había dos delegados de Malta y uno de ellos llevaba el mismo apellido que mi madre. Durante la prolongada y forzosa pausa para el café, intenté localizarles. Estaban solos y aproveché para presentarme. Expliqué que no esperaba encontrar, precisamente en el corazón de África, a alguien que tuviera el mismo apellido que el mío. Dado que, gracias al corte de electricidad, disponíamos de tiempo, les pedí que me hablaran de Malta.
Por primera vez pude obtener información de primera mano sobre Cospicua, de donde Paul Ellul, mi abuelo, era originario. Prometieron enviarme libros. Parecían sinceros en su afán de ayudarme a investigar los orígenes de la familia y sobre todo el destino de los que se quedaron en Malta.
Yo, por naturaleza, soy desconfiada, y más cuando me hacen promesas entusiastas. Sin embargo, tengo que reconocer que en aquella ocasión me equivoqué por completo. Los señores Ellul y Debono me enviaron varios libros, uno de ellos, The Collected Short Stories of Sir Temi Zammit (Colección de Cuentos Cortos de Sir Temi Zammit), traducido por el propio Ellul, constituyó una excelente introducción a los cuentos y costumbres del país. Durante los diez días de la conferencia me empapé de información sobre Malta. Entre muchas otras cosas, me contaron que el político Dom Mintoff era también de Cospicua. De haberlo sabido unos años antes, cuando durante un tiempo breve trabajé a su lado, habría podido avanzar mucho más en mi proyecto, pero este y otros contratiempos me obligaron a retrasarlo, aunque nunca dejé de pensar en la turbulenta historia de mi familia y tratar de comprender por qué en una época en que no se viajaba tanto, mis antepasados abandonaron Malta, se establecieron en Turquía, pasaron a Egipto y después a Chipre, Grecia e Inglaterra y, cuando escribo estas líneas, mi madre y yo nos encontramos desde hace años a caballo entre Ginebra y Madrid. Con razón mi tío Henri me dijo en una ocasión que el hombre es como esa hoja desprendida del árbol que marcha errática impulsada por el viento de unas circunstancias que no acierta a dominar. Si el lector tiene la paciencia de llegar a conocer las aventuras a las que inesperadamente se enfrentó mi familia, comprenderá cuán justificado fue su razonamiento.
I
La imaginación me traslada ahora, como una máquina del tiempo, al año 1845. Paolo Ellul, un antepasado de mi abuelo, vivía tranquilamente con su familia en Malta. Demasiado tranquilamente, se podría decir, ya que desde hacía algún tiempo el trabajo venía escaseando y la necesidad de emigrar para buscar fortuna apremiaba. Paolo procedía de una familia acomodada, antiguos terratenientes que a lo largo de los siglos habían sabido aprovechar el auge de la industria algodonera y la habían compaginado y sustituido más tarde por trabajos de construcción naval y rescate de barcos. La ciudad de Cospicua, al formar parte del Gran Puerto, estaba excelentemente situada para tales actividades. Aunque la residencia de los Ellul reflejaba cierto lujo, él, como cabeza de familia, se sentía inquieto y preocupado por el futuro, que no sería nada prometedor ni para él ni para los suyos a menos que cambiara la situación.
A los 27 años estaba felizmente casado con una esposa perfecta a punto de dar a luz a su primogénito. Esta era, en realidad, una razón más para sentirse torturado, tanto por las preocupaciones como por un sentimiento cada vez más acuciante de inseguridad. Esa mañana de verano el día había amanecido claro, con el Xlokk soplando desde África. Decían los lugareños que aquel viento tenía muy malos efectos sobre las personas y las plantas: al traer aire caliente, provocaba una sensación de sofoco, de angustia e incluso de vértigo, y en cuestión de horas una cosecha sana y prometedora se secaba y se echaba a perder. No había lugar a dudas de que el estado de ánimo de Paolo empeoró bajo la influencia de este viento del desierto. Intentó reaccionar pensando en el pasado, en la larga y difícil historia de la isla que, a pesar de todo, entre sus sombras también había tenido sus luces.
Totalmente desprovistas de recursos naturales, ¿qué podía esperarse de las algo más de treinta mil hectáreas que sumaban las islas de Malta, Gozo, Comino, Cominotto y Filfla, con poca tierra fértil y con escasez de agua en los últimos mil años? Tan solo rocas y más rocas entre las que los agricultores habían intentado rascar la tierra y extraer de ella lo imposible. El espectro de la hambruna siempre estaba presente. La globigerina caliza había servido de material para la construcción, un material que se endurecía al contacto con la atmósfera y se volvía especialmente resistente a la intemperie. La coralina caliza también había sido muy apreciada a lo largo de los siglos para la edificación de fortificaciones que tantas veces habían protegido a los habitantes de Malta, sobre todo durante la época de la Orden de San Juan de Jerusalén.
Entre peñones de rocas gigantescas, divididas por fallas, brotaban algunas fuentes rodeadas de escasas extensiones de tierra milagrosamente fértil, con pequeñas huertas que producían excelentes hortalizas y frutos. Estas visiones, algo más tranquilizadoras, ayudaban a Paolo Ellul a recuperar su optimismo.