Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul
La entrevista terminó con unas palabras muy cálidas y la promesa de volver a reunirse para concebir juntos posibles proyectos tanto en interés de Su Majestad la reina Victoria como en el de otros.
Caminando hacia su casa, Paolo sentía que un nuevo futuro se abría ante él, aunque todavía quedaban muchos obstáculos y no pocas incógnitas. María, su joven esposa, aún no había dado a luz. El embarazo se desarrollaba con normalidad, aunque ella era muy menuda y su médico preveía un parto algo difícil, dado que el niño que llevaba parecía ser bastante grande. «Será como nosotros, los Ellul: alto, grande y sano», pensaba Paolo con satisfacción. Pero, por otro lado, el parto podía complicarse y no soportaba la idea de que la vida de María corriera peligro.
Empezó a recordar con cariño su encuentro y noviazgo con María, que transcurrieron como el tradicional y conocido cuento de Temi Zammit, titulado Pequeña ventaja y gran ocasión, que caracterizaba la sencillez y la sinceridad de muchos malteses de entonces. Según este relato, una joven llamada Rosa se tuerce el tobillo en una playa y es socorrida por un apuesto joven pescador que se ofrece a llevarla a su casa. Al llegar, ella le entrega un shilling (la moneda de entonces) por su servicio y galantería, obsequio que él acepta con una sonrisa especial. Rosa cuenta a su tía, con la que veraneaba, lo que ha ocurrido y la tía la reprende por haber entregado tanto dinero a cambio de un servicio casi insignificante. Los jóvenes vuelven a encontrarse en la playa y se enamoran. Un día, de improviso y sin avisar, llega una carroza ante la casa de Rosa y su tía. Se trata del barón y la baronesa, que vienen a pedir la mano de Rosa para su hijo, el apuesto pescador de quien la joven se ha enamorado. De regalo, los barones traen aquel mismo shilling que Rosa había regalado al modesto muchacho, esta vez rodeado de perlas sobre una cadena de oro. Se produce un gran regocijo entre las dos familias, y después, cuando Rosa y su tía vuelven a quedarse solas, esta última tiene que reconocer que nunca hubo shilling mejor gastado.
El encuentro de Paolo y María estuvo rodeado de la misma pureza y de la misma magia que aquella historia. Una tarde, paseando por los jardines de su pequeña ciudad, Paolo vio cómo un guante blanco y delicado caía del bolso medio abierto de una joven que caminaba rodeada de un grupo de amigas. Se apresuró a recogerlo y, al tiempo que corría detrás de ella para devolvérselo, le llegó un leve perfume de rosas. Ya había alcanzado a la muchacha y, con voz temblorosa, se le oyó decir:
—Señorita, su… su guante.
Ella, mientras lo recogía, bajó avergonzada la mirada, dio enseguida la vuelta y se marchó rápidamente para reunirse con sus amigas, que la notaron nerviosa y alterada.
—Me servirá de lección por no llevar los guantes puestos, como siempre me repite mamá —comentó la joven para disimular el sentimiento especial que tan corto encuentro había despertado en ella.
Él había permanecido inmóvil como una estatua y seguía a María con la mirada. A partir de aquel día, Paolo no vivía más que para buscar a aquella muchacha en los jardines y robarle alguna que otra tímida sonrisa. No habían intercambiado más que algunas frases antes de que su familia pidiese la mano de María para su hijo Paolo. Puede decirse que ambos tuvieron la suerte de evitar un matrimonio de conveniencia preparado por sus respectivos padres, aunque antes de la boda hubieron de respetar una serie de exigencias y pautas propias de aquellos tiempos que les impedían verse o hablar a solas para llegar a conocerse. Además, Cospicua tenía unos diez mil habitantes escasos, y casi todos ellos se conocían de forma directa o indirecta, especialmente quienes pertenecían a la clase alta, aquellos que podían enviar a sus hijos a escuelas privadas en una época en la que todavía había pocas escuelas públicas para los que no tenían medios.
Aparte del maltés, las dos familias hablaban italiano, algo de francés y un inglés más que aceptable. En 1798, después de la expulsión de la Orden por Napoleón, los ingleses habían ido reemplazando paulatinamente a los franceses, algo que presagió significativos cambios sociales y culturales. Así, la joven María Saracino había terminado la escuela secundaria, había continuado estudiando música y tocaba el arpa, mientras que Paolo, por su parte, había seguido estudios de ingeniería en Italia.
Paolo estaba llegando a casa cuando de ella vio salir al médico. Corrió preocupado hacia él:
—Buenas tardes, doctor. ¿Mi esposa no va bien? —le preguntó, presintiendo una mala noticia.
—Quédese tranquilo, amigo. La hora del parto todavía no ha llegado y su esposa se porta muy bien, pero tuvo un leve malestar y por ello convendría que guardase cama estas últimas semanas.
—Usted sabe —repuso Paolo, —que es incapaz de quedarse quieta y siempre termina haciendo lo que quiere. Pero le aseguro que intentaré imponerle reposo, aunque ahora, con mis nuevas perspectivas, lo veo más difícil.
—Sí, le convendrá —añadió el médico, que se quedó mirando fijamente a Paolo. —Pero no estarán ustedes pensando en emigrar?
—Precisamente mi suegro está intentando convencerme para participar en negocios organizados por los ingleses en Constantinopla, y María también se muestra a favor, —le explicó Paolo.
—No sé qué decirle —pareció dudar el médico durante un instante—, pero he tenido la impresión de que ella está cambiando de opinión.
Extrañado por estas palabras, Paolo entró apresuradamente en su casa y subió directamente a la alcoba, donde encontró a María sentada en la cama hablando animosamente con sus dos criadas sobre los muebles y los cambios que todavía iba a realizar en la habitación del futuro bebé. No interrumpió la conversación cuando vio a su marido atravesando la puerta.
—No quiero —indicaba María—, esas horribles cortinas oscuras. Quiero algo claro y alegre que deje entrar mucha luz, por ejemplo, unas cortinas blancas de croché como las que hace su abuela. Dígale que venga esta misma tarde a tomar las medidas para que estén terminadas a tiempo. —Las criadas se miraron incrédulas, pensando en el poco tiempo que les quedaba—. También tendrá que venir el carpintero. He visto en casa de mi amiga una cuna más bonita y fina que la que nos han hecho.
—María —la interrumpió Paolo—, creo que estás preocupándote demasiado, sobre todo sabiendo que dentro de poco nos marchamos.
—¿Marcharnos? Eso no será antes de tres o cuatro años. No podemos estar lejos de la familia teniendo un recién nacido.
Paolo reconoció que su esposa tenía razón, y además no deseó contrariarla al ver su cara tan pálida y cansada.
—De acuerdo, querida —convino él—. No te preocupes y, sobre todo, no te disgustes. Nada está decidido todavía. Toma las cosas con calma y no te agobies con tantos preparativos para el niño. El médico, ya sabes, aconseja reposo y puedes mandar que se hagan las cosas sin tener que levantarte.
—Pero ¿cómo no voy a levantarme? —dijo María con cierto reproche—. Ese médico no sabe nada, como todos los de su especie. No quiero verle más de lo necesario. No tengo paciencia con gente como él. —En ese preciso instante la joven sintió un fuerte dolor que la hizo reclinarse sobre los almohadones, y cerró los ojos respirando profundamente. Paolo tomó sus manos entre las suyas.
—Bueno, bueno, creo que los consejos que te ha dado no son tan desacertados y, además, él que te pide que guardes reposo soy yo —le suplicó con suma ternura.
—Intentaré escucharte —respondió María tras reflexionar un momento, ofreciéndole una de esas dulces sonrisas que a Paolo siempre le dejaban desarmado.
Transcurrió algún tiempo durante el cual la joven pareja vivió muy feliz, especialmente tras el nacimiento de su hijo, Antonio. Finalizaba el año 1851 y María se sentía colmada. Se encontraba rodeada por la familia y de ella recibía toda su ayuda, tenía un hijo sano y un marido ideal. ¿Qué más podía desear? Pese a que la situación económica en Malta encubría siempre no pocas incertidumbres, Paolo lograba sacar provecho de todas las oportunidades de negocio que se le ofrecían e incluso la fortuna de la familia había aumentado.
A principios del siglo xix,