Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul

Los últimos hijos de Constantinopla - Vivian Idreos Ellul


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tenido la necesidad de emigrar. Fue así como se consiguió no rebasar ciertos niveles demográficos en un territorio especialmente pequeño y tan densamente poblado. Quienes emigraban eran por lo general de un espíritu más ambicioso y ciudadanos mejor informados que sus contemporáneos, con la consiguiente pérdida de elementos emprendedores. El destino de una isla como Malta y sus propios flujos migratorios dependían, a su vez, del gasto militar británico. Cuando dicho gasto bajaba, la precariedad aumentaba. La industria algodonera estaba, a su vez, en pleno declive desde el año 1800, cuando España decidió prohibir la importación de algodón tejido.

      Sin embargo, se percibía que la presencia inglesa había introducido ya varias mejoras, tales como una mayor participación de los malteses en los asuntos internos, los inicios de libertad de prensa pese a la oposición inicial de la Iglesia y la elaboración de un sistema educativo para toda la población, que antes era prácticamente inexistente. Todo ello se debía a que Gran Bretaña sentía la necesidad de mejorar su administración tanto en su propio territorio como fuera de él.

      Mientras tanto, Paolo se había convertido en un visitante asiduo de O’Ferral, hasta que este fue sustituido como gobernador de su majestad británica por Sir William Reid. Aunque O’Ferral había demostrado ser un reformador civil de primer orden, Paolo pronto presintió que Reid, con su experiencia en diplomacia y sus logros anteriores, sería quien ayudaría a los malteses a asumir más responsabilidades y a introducir nuevas ideas. Por añadidura, Reid supo ganarse a los malteses por su simpatía y expuso a Malta a contactos con el mundo exterior, logrando así contrarrestar la influencia de los movimientos republicanos de Francia, Alemania, Hungría e Italia. Si no hubiera sido por su fuerte implantación en la isla, hubo un momento en que la presencia de centenares de refugiados políticos italianos hubiera podido desembocar en un ataque contra las defensas de la Valletta desde el interior.

      Aunque Paolo no albergaba ambición política alguna, disfrutaba de sus encuentros ocasionales con Reid tanto en las recepciones oficiales como en aquellas reuniones que se convocaban de una manera informal para estudiar empresas comerciales entre Malta y los aliados de Gran Bretaña. Fue así como un día Reid apartó a Paolo Ellul del grupo donde se analizaba la situación económica general y le preguntó sin dar más vueltas:

      —¿Estaría usted dispuesto a asumir una misión especial a petición del Gobierno de Su Majestad, la reina Victoria?

      Creyó no haber entendido bien y Reid hubo de repetirle la pregunta. Tuvo el tiempo justo de reponerse de la sorpresa y ponerse en guardia.

      —¿De qué tipo de misión se trata? —Como habitante de una isla que había sufrido tantos altibajos, su primera reacción era, casi inevitablemente, ponerse a la defensiva y desconfiar abiertamente de una propuesta que podría ocasionar más disgustos que fortuna.

      —Venga usted a mi despacho mañana por la mañana. Será mejor que hablemos a solas.

      —Con mucho gusto —accedió Paolo, no sin antes tener que vencer un atisbo de preocupación.

      Al llegar a casa, Paolo contó lo sucedido a María, estudiando de cerca su reacción.

      —¡Oh! —Fue todo lo que ella, poco menos que atónita y desesperada, fue capaz de contestar.

      —Antonio ya tiene 6 años, María, y aunque aquí la situación ha mejorado, quizá nos esperan mejores oportunidades en otro país.

      María se sentó bruscamente y empezó a mirar al vacío.

      —¿Hay algo que no quieras contarme? —adivinó Paolo asustado.

      —Sí, es algo de… eso, pero… no es exactamente una mala noticia… Creo que estoy embarazada, aunque todavía no estoy segura.

      Ligera y menuda como era, Paolo la levantó en sus brazos como si fuera una pluma y se puso a bailar de alegría. Tras nacer su primogénito, Antonio, María había tardado algún tiempo en reponerse y, bajo la recomendación de aquel médico que a ella tan poco le gustaba, Paolo la había acompañado dos veces al año a pasar unos días tranquilos en el campo, lejos del bullicio de Cospicua. Incluso el propio Paolo había llegado a dudar de la posibilidad de que su esposa pudiera tener más hijos. Con aquella buena noticia volvía a nacer la esperanza de tener una familia numerosa, el mayor anhelo de todo maltés nacido y educado en la más estricta tradición católica.

      II

      En este punto se produce un corte forzoso en el relato debido a la falta de datos sobre lo que realmente ocurrió entre los años 1854 y 1872. Son escasos los hechos concretos y detallados que conozco con certeza. Sí he podido saber que María perdió a su segundo hijo y ya no tuvo más familia. Pero pese a no poder realizar ese sueño, el matrimonio conoció muchos años de felicidad y terminó trasladándose a Constantinopla. El documento más fehaciente de este hecho es aquel salvoconducto que la familia utilizó y que los descendientes han podido conservar hasta hoy. Encabezado por el escudo de Gran Bretaña, y con su lema «Dieu et mon Droit», su texto es breve pero contundente: «Su Excelencia, Sir William Reid, Caballero Comandante de la Honorabilísima Orden de Bath, Coronel del Cuerpo de Ingenieros Reales, Gobernador y Comandante en jefe en y sobre la isla de Malta y sus dependencias, requiere y ordena a todos los interesados a conceder a Paolo Ellul, de Cospicua, de treinta y seis años de edad, súbdito británico, en camino para Constantinopla, libre paso sin obstáculo ni impedimento, y proporcionarle toda ayuda y asistencia que sean precisas». El documento está expedido en Malta el 13 de mayo de 1854 y aparece firmado por el secretario del gobernador.

      Por lo tanto, se sabe que Paolo Ellul había terminado aceptando la invitación del Gobierno británico para trasladarse a Constantinopla y pasar al servicio del sultán con el fin de llevar a cabo obras portuarias y misiones de rescate sobre barcos hundidos en el mar de Mármara y el Mar Negro. Paolo había sucumbido así a la tentación de nuevos horizontes intentando olvidar la situación tan precaria por la que entonces atravesaba el Imperio Otomano, en definitiva, a la tentación de un futuro poco menos que deslumbrante pero tampoco exento de incertidumbres. El 4 de julio de 1854 Paolo se presentaba en la Embajada de Su Majestad Británica en Constantinopla, y el salvoconducto antes mencionado fue nuevamente registrado en dicha embajada el 16 de enero de 1854.Volvamos un momento al trascendental viaje de Malta a Constantinopla. La suerte estaba echada, pero Paolo sentía, sin duda, un fuerte apego hacia Malta, de la que nunca se había separado excepto para ir a Italia como estudiante, y por eso aquel viaje transcurrió con tristeza. Tras la pérdida de su segundo hijo y el consiguiente dolor, a duras penas la familia pudo convencer a María para que siguiera a su marido. Durante el trayecto encontraron mal tiempo, así como varias tormentas repentinas que reforzaron las premoniciones de María. El matrimonio iba acompañado por su único hijo, Antonio, de espíritu explorador y aventurero, como todos los niños de su edad. El peligro de lo nuevo, lejos de despertarle aprensión, le fascinaba. Mientras, tanto Paolo como María tenían la fuerte sensación de estar viviendo una especie de pesadilla de la que ambos deseaban despertar y encontrarse a salvo en su casa. Hubo una tormenta tras otra. Los pocos pasajeros estaban casi todos enfermos y postrados y los que se valían por sí mismos intentaban ayudar a los demás.

      Entre estos últimos se encontraba Paolo, acostumbrado desde joven a navegar y trabajar en el mar. Temía por la frágil salud de María y se arrepentía de haber emprendido un viaje tan arriesgado. Ella, a pesar de sentirse mal, era de espíritu fuerte e intentaba poner buena cara al mal tiempo.

      —Pronto llegaremos a nuestro destino, querido. Dicen que Constantinopla tiene un clima muy sano. Allí me podré reponer. —Una leve sonrisa se dibujaba en su cara delgada, con profundas ojeras alrededor de unos ojos que tenían un brillo extraño. Él estaba a su lado, intentando aliviarla todo lo posible y profundamente preocupado por lo que podría ocurrirles en tierras desconocidas.

      El mal tiempo cambió una vez hubieron entrado en el mar de Mármara, donde ante sus ojos comenzaron a revelarse paisajes de singular belleza. Tan acostumbrados a los campos secos y áridos de su querida isla, quedaron maravillados al distinguir a lo lejos bosques frondosos contra un horizonte de montes bajos recubiertos de la más variada vegetación.

      Su barco llegó al anochecer a Constantinopla, cuando las siluetas de


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